“Amores que por fugaces e inciertos son más duraderos” Nadia Villafuerte Hace un año, por estos meses calurosos, en plena ciudad huérfana, Chata, abordé un colectivo de la ruta 20; esa que transita por la novena sur, la única ruta que circula como las agujas del inmenso reloj que es Tuxtla. Siempre he preferido subir a la parte de trasera, para compartir un poco de calor humano (en una ciudad de 40 grados a la sombra), mirar de frente al pasajero vecino y sentir el manoseo de piernas. Pero esta vez, el camión se encontraba atiborrado y no me quedó otra que subirme a la cabina, y acomodar mi malintencionado cuerpo. Tirando mis hojas, anotaciones sin ninguna importancia, y libros por doquier; con una actitud de pocos amigos deposité en la mano del chofer una moneda de 5 pesos, mientras me fundía por primera vez en sus ojos verdes marihuana, estúpida y religiosamente verdes, inigualables y misteriosos, que juré por la virgen que colgaba del retablo con decoraciones de chaquira y zapatos de bebés, que jamás lo olvidaría.
El chico tenía un rostro tan hermoso que si hubiera nacido en Los Ángeles, C.A. seguramente hubiera sido un famoso actor hollywoodense, pero le tocó nacer en Tuxtla, y se volvió colectivero de la ruta 20. Él, que no tenía más de treinta años con su voz de macho dominante me pregunta: Y ese libro ¿de qué es? señalando el gastado libro de Oliverio Girondo. Veinte poemas para ser leídos en el tranvía acoté con aire de maricón intelectual (después de todo, algo tenemos que presumir). Pero en Tuxtla no hay tranvías me dijo el chico con su sonrisa seductora mientras subía el volumen para escuchar a Vicente Fernández cantando quién sabe qué canción. Tienes razón, no hay tranvías en esta ciudad y quedan muy pocos lugares para leer poemas, le dije enamorado para ese entonces hasta la médula. Pero hay colectivos, me susurró, haber échate uno. El apuesto chofer conducía despacio, como no queriendo llegar nunca a ninguna parte, el gris cemento desprendía un aroma urbano que sólo se da en el sur. Los pasajeros de atrás ascendían y descendían constantemente, el pase de monedas, cambios, ¡señito por favor, me falta su pasaje, gracias! ¡En la siguiente parada bajan! ¡Fíjate hijo de tu chingada madre, aprende a manejar primero! Y todo, absolutamente todo era tan seductor que le hubiera entregado el corazón envuelto en una hoja de papel periódico. La ciudad cómplice dejó que el sol iluminara el rostro del hombre que será siempre el más bello toda la ciudad coneja. Y esa será también, la imagen más romántica que tenga: Yo, leyéndole poesía a al chofer de la ruta 20, con los ojos esmeralda más hermosos que las Lagunas de Montebello en donde hacen pipí los chamacos que van de paseo. Me bajé en algún punto de la geografía tuxtleca, no recuerdo bien, le di las gracias al chico de quién nunca supe su nombre, porque tampoco su nombre importa, como no importa el nombre de las cosas sino porque habitan en nuestra memoria de imágenes confusas. El colectivo siguió por toda la Quinta Norte, quizá para perderse en alguna calle, donde una puta desafía con su escote al mundo. El caso, es que nunca he vuelto a ver al chico, y cada vez que me subo a un camión de la ruta 20, tengo la ligera esperanza de volverlo a ver, de volver a perderme en el espumoso verde mar que sus ojos fueron esa tarde de amores fugaces pero sinceros. Pues, como dicen las locas del barrio, no hay amor más sincero que el de un colectivero.
0 Comentarios
Deja una respuesta. |
Archivos
Marzo 2024
Categorías
Todo
|