Apoyado en la memoria, amarillo, rojo y azul aparecen como los momentos más importantes de mi vida. Y cada que recuerdo me llevo las manos al pecho y me pregunto: “¿De dónde vienen las palabras que curan y que enferman?”. “¡De las grietas, de las grietas! Cada uno tiene las suyas, unas son grandes y voraces. Otras se confunden con las sonrisas y los sarcasmos. Las grietas son nuestro epitafio ya escrito y no hay adjetivo que las atrape. Por eso escribimos, los locos y los que se ahogan en sus propias grietas. Intentando buscar una respuesta, pero no hay nada, siempre una debajo de la otra, más honda, más ancha. Los que ayudan a descubrir ese fondo (cuyo pozo no existe sino en la memoria), se han ahogado en la caída, y salvo dos o tres hombres que supieron escalar, apenas lograron echar tierra a las grietas, como quien entierra a un muerto.
Las grietas se forman de diversas maneras, pero siempre –ahora lo creo-, desde la niñez. Se abren como girasoles al impulso inmanente de la vida. No es obra de genios o demonios, es que sólo somos el libro donde ellas viven, donde las palabras surgen como dientes de león esperando tragar a su presa. Las grietas son haikús o son hiatos. Más aún: en el laberinto del lenguaje ellas se conducen y, del alma al hueso, del hueso al pensamiento, bajan en peregrinación; como un camino sin fin. Ellas son la vida y la muerte de las palabras. ¿Las grietas se hicieron o nacieron con nosotros? Eso se lo dejemos a los terapeutas. Yo, que estoy hecho de barro y agua, de sonidos y colores, llevo las manos a mi pecho y como un caracol que, puesto al oído retumba el rumor del mar, escucho a mis grietas preguntar: -¿De dónde vienen las palabras que curan y que enferman? -¡De las grietas! ¡De las grietas!
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