Como cualquier mañana, y para no variar la rutina, sonaba el despertador: y al ponerme el bañador, me pregunto: ¿cuándo podré ir a Bombay?
Tras los primeros acordes de la ochentera canción, era momento de librar la batalla matutina contra los pesados cobertores que impedían a Corina levantarse de su adorado lecho de descanso. La batalla no era fácil, era, por el contrario, casi sangrienta. Corina experimentaba en su cuerpo una sensación de aprisionamiento, podía sentir, con inhumana precisión, cada uno de sus poros inundados de un letargo de languidez que le parecía eterno. Su cabello se convertía en cadenas, en pesados látigos metálicos que castigaban su almohada. Con los pies de plomo y la boca de barro, Corina conseguía, lentamente, levantarse, deslizar los pies en las pantuflas y encaminarse al lavabo.
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Sueño con un antiguo rey. De hierro Es la corona y muerta la mirada. Ya no hay caras así. La firme espada Lo acatará, leal como su perro. No sé si es de Nortumbria o de Noruega. Sé que es del Norte. La cerrada y roja Barba le cubre el pecho. No me arroja Una mirada su mirada ciega. ¿De qué apagado espejo, de qué nave De los mares que fueron su aventura, Habrá surgido el hombre gris y grave Que me impone su antaño y su amargura? Sé que me sueña y que me juzga, erguido El día entra en la noche. No se ha ido. (Jorge Luis Borges) Esta historia se narrará debido a una promesa que hice a su valiente protagonista Lleyt antes de morir...
Una noche del mes Kalt cuando la primavera calentaba el oleaje del mar hasta al punto de querer evaporarlo, Lleyt recitaba en su patio las próximas líneas que diría en el templo colectivo de su pueblo, en honor al dios marino Yerm para agradecer sus magníficas bendiciones por las abundantes cosechas del mar. Así iba diciendo Lleyt: "padre y madre Yerm tu boca de mar nos trae las profundas alegrías y noches de amor continuo en este año..." y hubiera seguido repitiendo la oración cuando fue interrumpido por una vocecita apenas perceptible, que le llamó por su nombre: Nada es más volátil e inevitable que el recuerdo mismo.
Producto de una impensable situación: Amado mío, hoy cometo los mismos errores que quizás en algún Enero. No te pienso pero no me engaño, te siento caer aquí dentro en los abismos de cada pequeño verso incesante y no puedo parar . . . no puedo detenerme. En un mundo de drogas no puedo dejar de consumirte, no puedo dejar de beberte en mi taza color vino de las 6:00 am y es más que imposible no exhalarte en un hálito sin prisa de mi cansado cigarrillo. Estás frente a mí en tu ataúd, Tiara. Con esa abulia y atemporalidad que da la muerte. Con su silencio repentino que a pesar de todo se alcanza a escuchar algo. Y heme aquí, aun cuando dije que no vendría. Inevitable no dejarme arrastrar por esta oleada de nostalgia. En mi memoria aun existen ciertas imágenes, reminiscencias de otros tiempos, de otros momentos pálidos ya, muertos también. Le ofrezco algo de beber, alguien que repentinamente aparece me da un café y vuelve a irse. Estamos solos tú y yo, Tiara. Pero falta algo. Inevitable también la sensación de que algo falta. O mejor dicho: alguien. No vi a Martín en ninguna parte de la casa.
Algo que parecía extraño, en el momento que yo me sentía un completo extraño, un taciturno viajero bajo el helado manto de la noche, mientras me consumía con un cigarro, tocó a mi puerta con el misticismo de los chamanes, con el erotismo de una mujer pasional y la sinceridad de un niño. Al abrir, acarició mis mejillas y enamoró mis oídos.
Petrificado por tan hermosa sensación; pregunte: ¿Quién eres tú? Con tres acordes de guitarra y un solo de armónica, me respondió: Yo, soy Blues. |
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Marzo 2024
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