Como cualquier mañana, y para no variar la rutina, sonaba el despertador: y al ponerme el bañador, me pregunto: ¿cuándo podré ir a Bombay? Tras los primeros acordes de la ochentera canción, era momento de librar la batalla matutina contra los pesados cobertores que impedían a Corina levantarse de su adorado lecho de descanso. La batalla no era fácil, era, por el contrario, casi sangrienta. Corina experimentaba en su cuerpo una sensación de aprisionamiento, podía sentir, con inhumana precisión, cada uno de sus poros inundados de un letargo de languidez que le parecía eterno. Su cabello se convertía en cadenas, en pesados látigos metálicos que castigaban su almohada. Con los pies de plomo y la boca de barro, Corina conseguía, lentamente, levantarse, deslizar los pies en las pantuflas y encaminarse al lavabo. Enjuaga su rostro con el jabón anti-acné que su padre le había obsequiado como una advertencia que le decía: ahora eres vieja, debes aferrarte lo más que puedas a lo último que te queda de belleza. Tras el jabonoso ritual, era momento de cepillar sus dientes. Las cerdas rozaban sus débiles encías como si se tratara de pequeños clavos.
Eran las 10 de la mañana y Corina arrastraba sus sudorosos pies hasta la cocina. Buscaba como rata hambrienta un poco de alimento y sentía una inmensa tristeza al abrir la puerta del frigobar para encontrar, tan solo, una lata vacía de cerveza. Sintió en el pecho un rayo de frustración y la volvieron a atacar los miedos que le hacían pensar que estaba tirando su vida por una coladera cubierta de mierda y que se volvería mierda también. Se quedaba sentada en el suelo, con la cabeza dentro del enfriador, y no podía hacer más que sentirse triste por ella. Pero algo había que comer. Entonces Corina se empujaba del suelo y descendía a la pequeña tienda de abarrotes de Don Feliciano. Éste, apuntaría en una libreta lo consumido por Corina, con la certeza de que los alimentos tomados el día de hoy, los de ayer, los de la semana pasada, jamás serían pagados. Corina les inspiraba lástima. Volvía a su frío comedor y se alimentaba con movimientos lentos, todo le pesaba. Se veía en el reflejo del estante para platos comprado en una época menos oscura y también sentía lástima al ver a esa vieja, fea, obesa Corina. 1:00pm. Hora de partir. Entonces, y sólo entonces, experimentaba en su anatomía una sensación que se presentaba a la misma hora, todos los días. Estaba emocionada. Le emocionaba volver a su empleo. Le emocionaba tanto que cotidianamente se presentaba una hora antes. Corina corría al lavabo, esta vez armada con su estuche de maquillaje, y pasaba aproximadamente 35 minutos aplicando falsos embellecedores a su rostro. Tras los 35 minutos, era hora de ocuparse de las cerdas de escoba que tenía por cabello. Plancha, cremas, peines, spray, la acción simulaba una operación quirúrgica meticulosa y plenamente practicada, estudiado hasta el mínimo detalle. Cabello: listo. Ahora es momento de vestirse. Corina sabía perfectamente bien que atuendo usaría para esta jornada laboral. No lo dudaba ni un segundo. Se veía en su enorme espejo y se sentía bella. Ya no sentía lástima por la gorda mujer en que se había convertido, ahora sentía admiración. Tras haber realizado las acciones del maquillaje, peinado y vestimenta, era tiempo para elegir los accesorios que facilitarían su desempeño en el trabajo. Corina entonces habría un amplio closet, más amplio, incluso, que el de sus prendas de vestir. El closet era profundo y estaba siempre en penumbra. Era necesario activar la luz de un pequeño foco que colgaba de su techo para observar todo su contenido. Dentro él: látigos, esposas, lubricantes, pinzas, cuerdas, múltiples consoladores de distintos tamaños, colores, incluso olores. Todos ellos formaban parte de lo que Corina observaba día con día. De los encuentros que la hacían sentirse la mujer omnipotente que ejercía dolor a cambio de beneficio económico. Soldados, abogados, doctores, amas de casa, choferes, cocineros, gobernadores, adolescentes, ancianos, meseras. Todos sabían de Corina. Todos buscaban a Corina. Y ella les daba lo que buscaban. Los satisfacía y se autonombraba “una perra sedienta” Así, Corina estaba lista. Con su traje de barato látex escondido bajo un largo saco. En la mano derecha la maleta que contenía los objetos que había elegido cautelosamente unos minutos antes y en la izquierda el teléfono de trabajo. El celular, la única evidencia de sus encuentros violentamente sexuales que ya sonaba con las primeras llamadas que solicitaban su bello y divino castigo.
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