Abril Alcaraz - Otras geometríasI
Una llanura inconmensurable de pedruscos blanquecinos. El cielo, cuya luz mortecina y difusa da a todas las cosas una consistencia lechosa, dispersa su claridad a través de la imprecisa nubosidad que lo cubre. Allá, a lo lejos, empequeñecido por la distancia, un pico solitario irrumpe en el horizonte. Si nos encontrásemos más cerca, podríamos ver que ese macizo imponente se yergue hasta las nubes. Único accidente geográfico que suspende estas soledades, no tiene sin embargo nombre. Tal vez porque, de tan imponente, la boca se queda muda cuando trata de enunciarlo; tal vez porque hay cosas que es mejor no nombrar para no correr el riesgo de invocar inadvertidamente sus terrores. Hacia ese risco sin nombre (y, en todo caso, ¿para qué necesitaría un nombre aquello de lo que hay solo uno?), hacia ese risco sin nombre, decía, marchan cada año los peregrinos. Y es hacia allí, hacia lo innombrado e innombrable, hacia donde se dirige ahora también esta caravana. Aunque caravana es mucha palabra para esta media docena de desharrapados. Siete; para ser precisos, siete. Oork se quita el sombrero, se seca el sudor de la frente con un pañuelo roído por el tiempo que el viejo se esfuerza por mantener blanco, tanto como es posible; como si la dignidad de este escombro de hombre que parece cubierto de herrumbre radicara por entero en el albor de ese pañuelo. Los hijos de Oork (son cinco) se detienen en hilera detrás de su padre formando una muralla impenetrable. La única fuerza capaz de atravesar ese muro macizo es la madre, la mujer de Oork, seca y encogida como una uva pasa, que se abre camino lentamente desde atrás, arrastrando con esfuerzo ese montonal de años que le pesan como un muerto. ―Aquí? ―pregunta la mujer. Oork se guarda el pañuelo, mira una última vez hacia el enorme peñasco lejano antes de encasquetarse de nuevo el sombrero, y asiente: ―Aquí. Sin decir palabra, los hijos comienzan a descargar. De las pequeñas carretas que jalan a fuerza de brazo, sacan todo lo necesario para instalar el campamento. Al centro, como un corazón ardiente, la destartalada cocinilla de la que media hora más tarde sale un ensopado humeante que los siete se sientan a comer callados, sin mirarse. Los cinco hijos de Oork son cinco hombretones macizos y cejijuntos. Envueltos por las sombras resultan aun más bastos y bravíos, con esas facciones duras que parecen talladas en madera. Duermen algunas horas para engañar el cansancio. No hay noche, solo esta umbrosidad que desdibuja el borde de las cosas. Las palabras “noche”, “día”, carentes de sentido, no existen en ninguna de las lenguas del desierto. Existe la claridad y existe la umbra con su sucesión de matices engarzados. Con la claridad tenue que sigue a la umbra, se levantan. La madre remueve los carbones, aún tibios, de la cocinilla. Los hijos, otra vez sin mediar palabra, hoscos de hambre, sacan picos y azadas. Lo primero es hallar un pozo. El desierto está horadado de pozos, cavados por generaciones de familias trashumantes, que solo son visibles para los ojos avisados, como para quien está habituado a la oscuridad es fácil hallar su camino en las tinieblas. Llega una familia, abre un pozo, que vuelve a tapar al lanzarse hacia nuevos derroteros; otros viajeros abren, días o meses después, un pozo un poco más adelante. Y así otros y otros a lo largo de cientos y miles de años; gentes cuyas huellas se han cruzado en los caminos de sus pasos y cuyos cadáveres se han acariciado a través del polvo con que el tiempo ha cubierto púdicamente los huesos limpios de carne. Así, marcado por la sed de los hombres (porque los hombres tienen por igual sed de agua y de camino), el desierto es como un gigantesco queso añejo que solo se ofrece a los paladares curtidos. Encontrado y descombrado el pozo, entre los siete instalan el tenderete. Son comerciantes. Lo poco que se puede vender en este páramo, ellos lo venden. Parece extraño montar un puesto justo aquí, en un paraje desolado en medio de ninguna parte, pero para ellos, que no conocen las ciudades y apenas han visto nada más grande que una ranchería, es un lugar tan bueno como cualquier otro. Y es que aquí las cosas son diferentes, se hacen de otra manera. Los caminos solo existen mientras se los camina, y los rumbos son tan vagos que a nadie se le ocurriría pensar en trazar rutas precisas para ir de un lugar a otro. Donde no hay destinos todo es un camino. Aquí todo es cosa de paciencia. Un día cruzará este paraje otra caravana. Una mujer necesitará un hueso afilado como una aguja; un niño abrirá desmesuradamente unos ojos lagañosos a la vista de un muñeco de trapos descoloridos; alguien tendrá algo para cambiar por este mango de azada un poco menos podrido que el propio. Después de todo, cualquier lugar en medio de la nada es un territorio pleno de posibilidades. Todo punto fijo en el espacio es un cruce de caminos. Los siete esperan días, semanas, escarbando entre las piedras para rascar los escasos hierbajos comestibles que crecen por estos lugares. De cuando en cuando, una lagartija, un roedor pequeño, un perro del desierto, hacen el festín de estos viajeros miserables, que roen hasta los huesos y hacen cuerdas con las tripas de sus presas. Pocas palabras rompen el silencio. Cuando se sientan a comer, lo hacen como si instalaran con su gesto un espacio sagrado, dirigiendo de vez en cuando una mirada fugaz y desconfiada a la montaña distante que preside esta ceremonia taciturna. De tanto en tanto, Oork lava su raído pañuelo con el agua del pozo, poniendo especial cuidado en evitar rasgarlo, tan desgastadas están ya las fibras. Para Oork, este es siempre un momento solemne. Después de lavarlo, lo pone a secar sobre una roca, con una piedra más pequeña encima para evitar que se lo lleve un inesperado golpe de viento. Espera paciente pero vigilante a que esté seco, y vuelve a doblarlo para finalmente guardárselo en el bolsillo siempre ceremoniosamente. Así pasa el tiempo. La luz mortecina y difusa baña la llanura con su característica consistencia lechosa, como si se mirase el mundo a través de un líquido espeso. El cielo, si se pudiera ver el cielo, siempre cubierto por jirones de neblina, parecería hecho de los mismos pedruscos blanquecinos del desierto, a través de los cuales se filtrara una luminosidad extraña. Un pastor se dibuja a lo lejos, difuminado por la distancia. Le precede un rebaño de animales semejantes a las cabras pero mucho más nerviosos, angulosos, con todos los músculos pegados a los huesos. El hombre, que desde lejos se adivina viejo, parece flotar tras las pequeñas bestias, de lo débil y menudo que es su paso. Los animales mueven las orejas agitados, caminan con ese como espasmo que es tan suyo y que produce la inquietante impresión de que todo el rebaño avanza movido por la fuerza de una especie de baile de San Vito y un tintineo de campanillas. Los siete esperan la llegada del pastor, al que saludan cortésmente. Oork se quita el sombrero con un gesto grave, saca el pañuelo del bolsillo de la camisa —lo agita frente a sus ojos como un símbolo de una prosperidad bastante cuestionable—, se seca la frente. —¿Bejucos, limas, cuerdas? —sabe perfectamente lo que a cada cual puede interesar. El pastor se acerca al tenderete y examina con minuciosidad cada uno de los artículos expuestos. Es una colección absurda de cosas medio viejas, medio rotas, medio inútiles, que difícilmente se imaginaría uno que pudiera necesitar cualquiera. Asiente de vez en cuando con aprobación, como si avalara la calidad de esos cacharros, ajados unos, otros cubiertos de óxido, con piezas faltantes muchos, todos sin excepción con una gruesa capa de polvo. Los animales se agitan un poco más lejos, hozando con sus afanados hocicos entre las piedras, hurgando por los pocos rastrojos que los viajeros hubieran podido dejarles. El pastor se sienta en una piedra con una especie de molinillo entre las manos. —¿Vienen de allá? —apunta con un dedo tembloroso hacia un punto indefinido del horizonte. Oork asiente—. ¿De lejos? —De la brecha. —Ah, lejos. Van para allá —afirma, más que pregunta, señalando con un gesto de la cabeza hacia la montaña lejana, conocedor de que un viaje tan largo solo puede tener un destino—. Está lejos. A Oork le interesa lo que su interlocutor pueda decirle al respecto: —¿Ya ha estado allá? —pregunta. El viejo levanta la vista del molinillo y arruga la frente. —Estuve cerca. Fue hace tiempo. En esa época no tenía los animales, podía viajar más rápido —lo dice como si fuera el rebaño, y no la vejez, lo que entorpeciera su paso. —Llevamos mucho tiempo en el camino —explica el patriarca—. Cuando salimos parecía que estaba más cerca. O que no estaba tan lejos. Viajamos por semanas y semanas, muchas semanas, pero es como si con caminar se alejara de nosotros, como si nos huyera; a cada paso que damos parece estar más lejos —una nota de desesperación se le escapa entre las palabras. —Es por la curvatura de la tierra. Parece que una cosa está ahí, cerca, y uno camina hacia ella pensando que la puede alcanzar rápidamente en uno pocos días. Uno camina y camina y la cosa parece que se aleja. Pero es porque el mundo es curvo. Parece que es todo plano porque la distancia es larga y eso engaña al ojo. Lo que el ojo ve es una línea recta. Pero no es cierto, no es una línea recta. —¿Y usted cómo sabe eso? —pregunta con sequedad y suspicacia uno de los hombretones que hasta entonces habían permanecido a la expectativa. El pastor se encoge de hombros, vuelve a centrar su atención en el artilugio que sostiene entre las manos. —¿Van a ir ahí? —vuelve a hacer la pregunta como si no conociera la respuesta—. Dicen que muchos son los que van y pocos los que regresan. —De donde venimos nadie dice eso. Oork se pasa el pañuelo por los ojos, como si esa conversación le costara un enorme esfuerzo. —Entonces es que de su lugar van pocos. Yo no fui, pero estuve cerca. A veces me encontraba con peregrinos que volvían. Decían muchas cosas —calló por unos instantes, como si tuviera dificultad para recordar qué era exactamente lo que decían—. Los peregrinos decían muchas cosas, de gente que sube a la montaña. Ir allá está bien, pero los que suben a la montaña no regresan, o se vuelven locos, que es lo mismo que si no hubieran regresado. O no lo mismo, más bien peor. —¿Qué les pasa? —pregunta, adelantándose al padre, el mismo mocetón que lo había interpelado la primera vez.— ¿Por qué se vuelven locos? —Dicen que se puede ver el cielo, y que quien mira el cielo se vuelve loco porque como es abajo es arriba. Oork permanece pensativo unos minutos estrujando el pañuelo en una mano. No lo deja translucir, pero la cuestión le inquieta. Finalmente pregunta masticando las palabras: —Si ya se sabe por qué se vuelven locos, ¿por qué se vuelven locos? El pastor no sabe cómo contestar, esa cuestión tan sutil no la explicaron los peregrinos, y la mujer de Oork zanja la cuestión abruptamente: —¿Se va a llevar la cosa? La cosa. Como si no existiera palabra con que nombrarla y rescatarla de su indefinición de mera cosa entre las cosas. Aunque tal vez no exista y lo más apropiado sea, como intuitivamente hiciera la mujer, denominarla “la cosa”. Lo cierto es que no saben bien a bien para qué sirve o cómo funciona ese artefacto que el pastor remueve entre sus manos toscas, y es probable que él tampoco sepa, excepto que se puede cambiar por algo más necesario en el futuro, porque el valor de los objetos depende aquí menos de su utilidad inmediata que de la eventual posibilidad de ser intercambiados por otros. Algún día llegará en que aquel objeto indeterminado caiga por fin en manos de alguien que sepa lo que es y cómo usarlo. Ese día, recibirá un nombre esta cosa? El pastor saca de un morral pringoso una decena de grandes rondanas de fierro atadas con un cordel de fibra que extiende a Oork, quien las sopesa a su vez en su mano agrietada. —También tengo un poco de carne. Seca —añade el pastor al tiempo que saca un paquete cuidadosamente envuelto en una fina lámina de tripa—. No mucho, pero creo que es suficiente. Digamos, ¿la mitad? ¿Es suficiente? No es suficiente, pero a Oork le simpatiza ese hombre, casi tan viejo uno como el otro, que ha llegado tan cerca de su propio destino y que sabe hablar tan bien de tantas cosas. El pastor se aleja, con su cortejo de posesos a la vanguardia, y los de la caravana lo siguen con los ojos hasta que su figura se disuelve en el paisaje, cada uno sumido en sus propios e inextricables pensamientos. Hace tiempo, hace ya tantas semanas que perdieron la costumbre de contarlas, la pequeña caravana de Oork desmontó el campamento más allá de la brecha y se puso en camino hacia la montaña. Todos sabían que la montaña guardaba algún misterio, pero ninguno sabía bien a bien cuál era. Lo único que sabía con certeza Oork era que su padre había estado allí, y antes de él el padre de su padre. Está claro que eso había sido hacía mucho tiempo, porque el propio Oork era ya muy viejo y aquello había sucedido antes de que él naciera, pero esa repetición repercutía en su conciencia como si significara algo, y si hubiera conocido la palabra, habría entendido que lo que sentía como una potencia arcana que le impelía a ponerse en camino y a hacer lo mismo que otros ya habían hecho era la posibilidad de formar parte de algo, algo a lo que en nuestros pueblos algunos llaman tradición. Y como era ya muy viejo, un día, viendo la montaña, le dio por pensar que si no empezaba a caminar ahora, jamás podría llegar a aquel lugar al que antes que él su padre y el padre de su padre habían llegado. Fue entonces que agarró su carreta y, sin decirle nada a nadie, empezó a caminar. La mujer de Oork, que sin saber qué pasaba algo se olía, se armó también con sus pertrechos y echó a andar atrás de él. Los hijos, habituados a ir siempre a la sombra de su padre, simplemente hicieron como estaban acostumbrados: desmontaron las endebles tiendas que quedaban, se pusieron a hombro los arreos de sus carretas y empezaron a marchar en caravana en la misma dirección. Desde luego, ni el padre de Oork ni el padre de su padre habíanse vuelto locos, y como ambos habían regresado sanos y salvos de su peregrinaje, está claro que no habían cometido la imprudencia de subir a la montaña. ¿Por qué entonces él, que en su juventud nunca había tenido ansias de aventurero, durante las semanas que siguieron a su encuentro con el pastor volvía con el pensamiento una y otra vez a la cima de la montaña? El tiempo pasa; la caravana se pone en marcha y hace alto sucesivas veces. Cambian unas cosas por otras, ven sucederse el paisaje siempre parecido a sí mismo, ven pasar los días todos más o menos iguales, sienten sus pasos más pesados a cada paso, se sientan a comer siempre sin mediar palabra. Oork estruja el pañuelo entre sus manos cada vez con más frecuencia y mayor ardor, como si ese repetido gesto le ayudara a aguantar firme contra la tentación de aquel disparatado deseo que le sube por el cogote y lo va dejando seco. Un día, pregunta —no se sabe cuál— uno de los hijos: —Padre, ¿usted va a subir a la montaña? La madre lo mira con ojos furibundos, como si la sola mención de esa idea atrajera la maldición de la locura sobre todos ellos. Pero ella no verá llegar tal día porque va a morir de aquí a poco, cuando finalmente hayan llegado a la montaña y antes de que Oork decidiera emprender en solitario el camino hacia la cima. Oork mira al muchacho sorprendido. ¿Sorprendido? Quizás aterrado, pero lo oculta. Como si el hijo se le hubiera metido en la cabeza y hubiera escarbado en sus ideas hasta encontrar el pensamiento que le agitaba. Niega con la cabeza. —¿Cómo voy a subir a la montaña si soy viejo? Me voy a morir en el camino, ¿y quién va a echarme un puñado de polvo sobre los huesos? Oork refunfuña mientras vuelve a sus tareas. Lo que quiera que estuviera haciendo, debía hacerlo como si fuera de vital importancia para dar por zanjado el asunto e impedir que a alguien más se le ocurra insistir sobre ese tema. Trataba de convencerse a sí mismo de que aquella era una idea insensata, pero, como es de suponerse, en su mente bullía la imagen de sí mismo subiendo lentamente por la montaña, sintiendo el corazón acelerársele en el pecho, quedándose sin aliento, tropezando en las salientes y ganándole centímetro a centímetro al peñasco con su paso vacilante de hombre casi muerto. Los días avanzaban, a veces parecía que retrocedían. Los viajeros avanzaban, a veces parecía que retrocedían. Un buen día llegaron al pie de la montaña. Llegaron casi sin darse cuenta, como si hubiesen olvidado que tenían que llegar a alguna parte. Al pie de la montaña instalaron el campamento. Buscaron un pozo. Tendieron el puesto. Se sentaron a comer en silencio. Una vez allí, parecía que todo lo que habían hecho para llegar hasta ese lugar no era más que un despropósito. Allí no había nadie ni había nada más que las enormes piedras y los pedruscos más pequeños que, uno sobre otro, hacían la carne de la montaña. Nada pasaba allí de extraordinario y tampoco se sentían diferentes que antes de haber llegado. ¿Qué hacían allí? ¿Para qué estaban ahí? ¿Para qué caminar tanto camino si al final estaban igual que hubieran estado en cualquier otra parte? Solos, hambrientos, miserables, desharrapados. No es que esperaran nada en particular, pero sin duda esperaban algo diferente. Pero se quedaron allí, a esperar no se sabe qué y haciendo lo mismo que hacían siempre. Fue entonces, en medio de esa espera, que la mujer de Ook murió y la enterraron debajo de un montón de piedras y unos puñados de polvo al pie de la montaña. De vez en cuando, Oork caminaba hasta la sepultura, se quedaba un rato allí de pie con el sombrero entre las manos sin saber qué hacer y después se volvía con paso incierto al campamento. Semanas antes de llegar, cuando la montaña era todavía una promesa en lontananza, se habían cruzado con otra caravana, una caravana de verdad, de casi un centenar de miembros. Esta vez habían hecho buena venta, pues cuando hay gente siempre se le puede hacer creer a alguien que necesita alguna cosa que hasta entonces no sabía que necesitaba, y que a veces no sabía siquiera que existía. La caravana era guiada por una mujer, una matriarca robusta de brazos fuertes y rostro ceniciento, que iba aquí y allá rodeada por un enjambre de chiquillos que la seguían —o la arrastraban— de un lado a otro como las moscas que vuelan siempre alrededor del perro. Su número era tal que difícilmente serían sus hijos ni la mitad de ellos, aunque por la familiaridad de su trato podría suponerse que pertenecían todos a la misma prole. Provenían de un brezal más allá de la montaña y como debían haber pasado por ella o, en todo caso, muy cerca de ella, la mujer de Oork buscó a la matrona en confidencia, después de atravesar con paso vacilante la nube de chiquillos que la rodeaba. —Mujer —le dijo—, tú has visto cosas. Dime qué hay allá en la montaña. La mujer se encogió de hombros. —No hay nada. Mi padre estuvo ahí y mi padre dijo que no hay nada. —¿Y entonces por qué va la gente allí? —insistió la vieja. —Porque quieren encontrar algo. —¿Es verdad que los que suben la montaña se vuelven locos? —Yo no sé de esas cosas —bajó la voz y se acercó más a la mujer de Oork para que solo ella pudiera escucharla—. Mi padre fue a la montaña, mi padre subió a la montaña, y cuando mi padre volvió, mi padre solo decía que ahí arriba no había nada. No sé que quería decir, pero a veces mi padre lloraba bajito cuando se quedaba solo junto a la fogata. —Tal vez estaba triste porque no había nada —alcanzó a decirle la mujer de Oork antes de que a su interlocutora aquel tropel de niños se la llevara arrastrando hacia alguna piedra colorida o hacia una lagartija que asomara tímidamente entre los espinos para enterarse de a qué se debía tanto bullicio. Lo que aquella mujer robusta del brezal no le dijo es que su padre a veces murmuraba otra cosa, algo que no tenía sentido, pero nadie le hacía demasiado caso porque, a fin de cuentas, el hombre había sido siempre un poco extraño. De todo eso, la vieja no dijo una palabra ni a su marido ni a sus hijos, así que cuando finalmente llegaron a la montaña no se extrañó de que no hubiese, efectivamente, nada. Y, sin embargo, algo en aquella historia no le permitía dejar de sentirse intranquila, como si el que no hubiera de hecho nada fuera quién sabe qué de muy terrible que ella no entendía y un espantoso misterio fuera a revelárseles de un momento a otro. Durante la umbra, mientras todos dormían, ella casi no pegaba el ojo pensando en un viejecito amilanado llorando en silencio junto a la fogata. Fue aquella angustia la que la fue consumiendo poco a poco en esa espera desesperante por algo que no se sabe pero se teme. Por eso se murió la mujer de Oork, pero como era muy vieja, a nadie le pareció que hubiera en ello nada extraordinario. La muerte de la vieja en nada afectó la rutina: se sentaban a comer en el mismo silencio denso de siempre, Oork lavaba su pañuelo poniendo el mismo empeño ceremonial que todas las veces, dormían, despertaban y esperaban como habían hecho hasta entonces. Esperaban. Un día, mientras trenzaban tripas para convertirlas en cuerda Oork levantó la cabeza. La luz mortecina y difusa de siempre se dispersaba en el aire con su característica consistencia lechosa, como si todo el ambiente no fuese otra cosa que un líquido espeso. El cielo, si hubiese podido ver el cielo, siempre cubierto por una neblina extraña, le habría parecido hecho de los mismos pedruscos blanquecinos del desierto, a través de los cuales se filtrara una luminosidad tenue y homogénea. Oork permaneció con el cuello rígido y la cabeza erguida durante varios minutos, pensando. Los hijos permanecían en silencio, trabajando con la mirada gacha, indiferentes a la extraña actitud del padre. Eso que llamaban cielo, se preguntaba Oork, ¿cómo sería? Fue entonces que pensó que, tal vez, desde lo alto de la montaña, si su cima era tan alta como para erguirse sobre las nubes, se podría ver el cielo. Oork se levantó dejando a medias el trabajo empezado, tomó el sombrero que había dejado a sus pies y echó a andar hacia la montaña. Se detuvo un momento ante la sepultura de la mujer como si hubiera ido a despedirse, se encasquetó el sombrero y comenzó la ascensión poniendo sumo cuidado en cada paso para no caer y resbalar por la pendiente. Antes de partir, mientras se echaba la capa al hombro, había dicho a sus hijos: —Espérenme tres días. Si no bajo, es que estoy muerto. Los pasos de Oork son pequeños, lentos y cuidadosos. Lleva en el puño cerrado su pañuelo, que parece guiarlo hacia arriba y arriba y más arriba, como si en él, y no en el hombre, radicara la fuerza motriz que desplaza ese cuerpo enjuto y exhausto paso a paso hasta la cima. Era como si el pañuelo lo sostuviera. Cualquiera puede comprender que así sea: todos tenemos un amuleto, una esperanza, una idea, una mentira, que es un punto fijo en el universo alrededor del cual todo se mueve, se desplaza, se derrumba, pero no eso, que permanece imperturbable en el centro mismo de la catástrofe, como un ancla que nos fija a nuestras vidas. Cuando caía la umbra, Oork dormía un sueño tranquilo, sin fantasmagorías, envuelto en su capa ligera y con la cabeza apoyada en el brazo. Con la tenue claridad de las primeras horas retomaba la marcha, sin premura, con una paciencia inagotable. El hambre retumbaba en su estómago, haciéndole conversación con sus quejidos agudos; en la montaña crecía poca cosa, aún menos que en el llano. De vez en cuando se cruzaba con un hilito de agua que escurría por la ladera; entonces se tendía en el suelo boca abajo y lamía las rocas hasta que su sed, que no llegaba a apagarse, se hacía menos abrasadora. A veces resbalaba y se quedaba allí, a cuatro patas, con las manos y las rodillas desolladas por las piedras, tratando de recordar por qué había subido hasta aquí. Y como en realidad no sabía por qué lo había hecho —pues su primer impulso había quedado atrás, varios kilómetros abajo, a varios días de jornada—, se levantaba lenta y dificultosamente, sacudía el polvo de su pañuelo cada vez más sucio, que no dejaba nunca de apretar entre los dedos, y continuaba su insensata marcha. Así llegó finalmente a la cima de la montaña. No había nada de particular en ese lugar: piedras encima de piedras cubiertas de piedrecitas. La única diferencia era que, hacia arriba, no había más montaña. A los pies de Oork, abajo, muy abajo, se distinguía entre trozos de nubes vagamente el llano, nebuloso por la distancia. Una intensa corriente de aire, nada inusual a esa altura, le agitaba los cabellos espolvoreados por el tiempo. La mano del viejo asía firmemente el pañuelo, los nudillos blancos por la fuerza, con una energía tan inusual en un hombre tan agotado que parecía querer decir: “¡Llegamos!”. Oork miraba ante sí, embargado por la inmensidad de su visión. El desierto llenaba sus ojos, se extendía en todas las direcciones, parecía infinito. (Con qué facilidad se confunde con lo infinito aquello que carece de la definición de unos límites precisos.) Tardó varios minutos en percatarse. Había subido hasta ahí para ver el cielo y allí estaba él, entretenido en mirar el desierto, las mismas piedras blancas y la misma infinidad desoladora que habían quemado tantas veces sus pupilas. Pero, ¿por qué no había visto aún el cielo? ¿Es que no había levantado todavía los ojos? Oork sentía que había levantado ya los ojos, recordaba haber elevado la mirada para ver el cielo. ¡La memoria de un viejo es tan volátil! Debía elevar los ojos al cielo; dejar de mirar el desierto y ver el cielo. Se concentró. Elevó los ojos al cielo. Dejar de ver el desierto. ¿Tenía de verdad los ojos abiertos o miraba a través de la inercia de la memoria? Se forzó a levantar los ojos, a mantenerlos bien abiertos. Dejar de ver el desierto, mirar el cielo. Dejar de ver el desierto. Con la cabeza levantada hacia el cielo, los músculos del cuello tensos por el esfuerzo, los ojos bien abiertos, lo vio sin comprenderlo. Estaba mirando el cielo, estaba viendo el desierto. Desconcertado, bajó la mirada de nuevo hacia el horizonte, hacia el desierto, y la dejó deslizarse lentamente hacia arriba, tan lentamente que no pudiera perderse ni el más minúsculo elemento del paisaje para encontrar el punto justo en el que terminaba el desierto y empezaba el cielo. Apenas pestañeaba; sus ojos siguiendo atentamente la curva del desierto que se extendía, se extendía, blanquecino sobre el horizonte. Entonces se dio cuenta. Sobrecogido, dejó seguir su mirada hacia donde la tierra dejaba de ser tierra y se convertía en cielo una inmensidad continua de desierto. Y el desierto continuaba, continuaba por encima de su cabeza y luego por el otro lado otra vez abajo hasta el pie de la montaña. Oork abre inadvertidamente el puño, el pañuelo vuela por los aires haciendo graciosas piruetas, llevado por la corriente de los frescos vientos de la montaña. Oork lo sigue con la vista. Fascinado y a la vez aterrado lo ve elevándose, hacia la cúpula del cielo. El pañuelo sube, sube, sube, precipitándose hacia arriba (hacia abajo) cada vez más deprisa, atraído por la gravedad hacia el otro lado del planeta, hacia el desierto de pedruscos grises que se extiende ilimitado sobre la cabeza de Oork, que ahora entiende pero no puede creerlo, no quiere, y de un salto él también se precipita al cielo. Los hijos de Oork lo esperaron los tres días que el padre había pedido. Al cuarto, empezaron a recoger el campamento con desgano. Al quinto, se echaron al hombro los aparejos de las carretas y partieron sin rumbo de vuelta a la inconmensurabilidad del desierto, lejos del incomprensible misterio de la montaña. II Un hombre ha caído del cielo. De vez en cuando pasa. Y nadie lo conoce, pero todos lo lloran como al más querido de los parientes: recibir un regalo del cielo se considera en este pueblo una bendición. Alrededor del cuerpo se junta la gente. Una pequeña de cabellos desordenados se abre paso. Viste un viejo camisón color lavanda y va descalza; está acostumbrada al filo de los pedregullos, pero nada amortigua en sus pies los pisotones de los mayores. Apretujada entre la multitud que la avienta de acá para allá, apenas alcanza a distinguir una figura humana en esa piltrafa envuelta confusamente en harapos. Sin embargo, en ese amasijo de carne y sangre y huesos del rostro desfigurado adivina una sonrisa, y se pregunta qué habrá allá arriba en el cielo que puede hacer tan feliz a un hombre.
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