El viaje es el destinoAlex Armega (España) I
Después del crepúsculo, cuando la energía solar ha declinado y una fresca oscuridad suspende los intensos colores del África, un grupo heterogéneo de seres humanos, la mitad de ellos mujeres y niños, retoma la marcha. Se levantan de la arena, donde pacientemente han esperado la llegada de la noche y comienzan a moverse lentos, respirando el aire puro que viene del desierto. Caminan en la oscuridad para evitar el sofocante calor del día, la insolación, el pillaje de los bandidos, los soldados de patrulla, los imponderables negativos, y porque es de noche que se realizan los grandes sueños. La caravana está encabezada por Saúd, un hombre alto y delgado, al que todos llaman “el viejo” porque ya no tiene veinte o treinta años, como la mayoría de la gente del grupo que comanda. Más que por sus piernas cansadas, avanza por los tortuosos caminos impulsado por la fuerza de su fe; decidido, sin quejarse nunca, cogiendo a veces de la mano a un muchacho llamado Michael, de trece o catorce años, a quien por unas zapatillas deportivas, que él le ha regalado, y que el chico luce con orgullo, los del grupo han apodado Michael “Nike”. El viejo y el chico salieron de una pequeña aldea, cerca de Guaroa, al norte de Camerún, y cruzaron en balsa el río Bénué la noche que los cristianos celebran la Navidad. A juzgar por lo que llevan en sus mochilas de viaje, una muda de ropa, un par de botellas con agua y algo de comida, la expedición había sido preparada con más premura que precaución, o ni siquiera había sido preparada. Cuentan con la vaga información de un primo suyo que vivió un tiempo en Yaundé y volvió al pueblo, quien le ha dicho al viejo el nombre de una ciudad, en Marruecos, donde es posible contactar con alguien que se dedica a cruzar a los africanos a España. Saúd está al frente de la caravana porque es el más viejo, pero de cruzar el desierto sabe tan poco como ellos. No quiere llevar más gente, ni hacerse cargo de tantas vidas. Su único objetivo es acompañar a Michael, sacar al chico de allí, cumplir con la promesa de ayudarlo que le ha hecho a su hermano. Al paso de la caravana por Tamanrasset, en el corazón de Argelia, se les han sumado las mujeres y los niños, a quienes aceptó llevar por piedad. Se ha cansado de decirle a todos los que se le acercan en las aldeas y en los míseros poblados por los que van pasando, en su mayoría hombres desesperados y jóvenes, que antes de emprender el incierto camino del exilio se informen y se preparen adecuadamente, que formen sus propios grupos, que se organicen para tener más posibilidades, al menos de llegar vivos hasta las orillas del estrecho de Gibraltar. Pero nadie quiere hacerle caso; hartos de hambrunas, de niños esqueléticos llenos de moscas con barrigas hinchadas, de interminables guerras tribales, dictaduras feroces, y asolados por enfermedades que en África provocan la muerte y que en Europa tienen remedio, la urgencia no los deja pensar, la impaciencia los devora. Sin saber del todo a dónde van están convencidos de que huir, escapar del infierno que los rodea, es lo mejor y lo único que pueden hacer. Un viaje que en avión, con dinero y pasaporte, no demora más de doce horas les ha llevado más de tres meses, y todavía no han llegado. En fila india, como tenaces hormigas, surcando un camino lleno de riesgos, breves descansos y esperanzas compartidas, ya han atravesado cuatro países, Camerún, Nigeria, Níger, Argelia; han rodeado el Sáhara, entrado en Argelia por el sur, y se encuentran cerca de Maghnia. Una vez allí, siguiendo una polvorienta carretera, se proponen llegar a Oujda, donde con sobornos mediante, si hay suerte puede que los gendarmes hagan la vista gorda, les permitan cruzar la frontera con Marruecos, permeable, pero oficialmente cerrada. Cuando llega el fin de la noche, al amanecer, la caravana se detiene nuevamente. Saúd los cuenta, muy a su pesar, ha terminado por hacerse cargo de unas veinte personas que obedecen sus órdenes, confían en él, y lo siguen como al buen pastor las ovejas en cada etapa de su trashumancia; ha hablado con cada uno de ellos, conoce sus nombres, Ahmed, Kamel, Abdulaiz, Amadou, Jalil, Madani, Samir, Talal…, cada una de sus nefastas y repetidas historias. Durante el día duermen al raso, se recuestan a descansar bajo alguna sombra; el viejo apoya la cabeza sobre su bolsa de viaje y antes de quedarse dormido cuenta el dinero que les queda. El de sus ahorros y el que le han prestado amigos y parientes aún más pobres que él, y que se ha comprometido a devolver cuando consiga trabajo en la tierra prometida. Preocupado comprueba que han gastado más de la mitad, en sobornos a cada guardián de frontera, y algo menos en transporte y comida. Les queda lo justo para llegar a Tánger y allí pagar el viaje en balsa. Con todo, hasta ahora la suerte no ha sido mala; ha escuchado que a otros grupos les fue peor, que les han robado todo el dinero por el camino, y que a otros se los han exigido a cambio de la bolsa o la vida y los han matado igual; interceptados en Nigeria por Boko Haram, o asaltados por bandas de soldados dispersos, sin ejército ni ley, al mando de algún jefecillo que conduce una Toyota; patrullas armadas hasta los dientes, perros salvajes, secuestradores de niños, violadores de mujeres, con la cabeza estropeada por el alcohol y las drogas con el único fin de robar y matar para alimentar estos vicios. Durante el día, mientras comen y descansan, Saúd le ha venido hablando a Michael de Tánger. Según sus cálculos, aportados por el maltrecho mapa que lleva oculto entre su ropa, no están muy lejos, solo les restan un par de noches para llegar. El viejo nunca estuvo allí, no sabe cómo es Tánger, ni con lo que se pueden encontrar, pero le promete que llegarán, le inventa un lugar seguro; le describe el trampolín desde donde van a saltar. Michael no hace preguntas, lo escucha con cariño y atención, y sonríe, pese a todo siempre sonríe, es un africano joven y valiente, con toda la vida por delante... Saúd se ha hecho cargo de Michael cuando el chico se quedó solo, después de que en su aldea una de las tantas batallas absurdas, impulsadas por el racismo y el odio, se llevara por accidente a toda su familia sin comerla ni beberla. En Camerún no ha podido darle nada. Nada más que protección y un par de zapatillas que se dejó olvidadas un turista, por eso quiere darle otra vida, convencido de que su dios lo ha puesto en su camino para guiarlo con la luz de su sonrisa, y porque antes de morir se lo pidió su hermano: “Dale una oportunidad, sácalo de aquí”. Cuando mengua la luna de Ramadán, liberado Saúd del obligado ayuno por estar de viaje, por fin llegan a Tánger. Aquella primera noche acampan en la Plaza de la Estación de Ferrocarril donde se mezclan con indigentes tullidos, vagabundos y niños perdidos que piden limosna, sin más propósito que el de ocultarse de la policía y llegar con vida al otro día. El viejo les pide encarecidamente que no hablen con extraños, ni revelen a nadie sus intenciones. Duermen por turnos para evitar robos y problemas. Ya de madrugada, en la guardia que le toca hacer al joven Michael, un marroquí vestido con ropa deportiva, un pendiente en la oreja, y adornada su cara por un bigote fino, se acerca para preguntarle en francés si han venido hasta aquí para “quemar la frontera”. El chico, asustado, no le responde, pero le dice que se espere. Se marcha corriendo a despertar a su tío. Lo sacude, hace que se levante, lo lleva hasta donde el marroquí del bigote fino se ha quedado esperándolo fumando un cigarrillo. Los dos hombres conversan graves y en susurros. Al cabo de unos diez o quince minutos se estrechan las manos y luego se la llevan al corazón. Como el viejo Saúd se ha mostrado en extremo desconfiado, negándose a enseñar el dinero, el marroquí del bigote fino le ha propuesto un encuentro al mediodía en “Al Menara”, el mítico café del zoco chico de Tánger, donde le ha dicho que podrá negociar con su gente. De todos modos, por más precauciones que Saúd hubiera tomado, la suerte estaba echada: podría haberse acercado cualquiera, cualquier otro emisario de la trata de personas o del tráfico de drogas, porque para entrar a España clandestinamente no queda otra que acercarse a delincuentes, rufianes y tramposos, rodearse de mala gente; como el marroquí del bigote fino, apenas un eslabón más de una larga cadena de “cazadores” sin escrúpulos que rastrillan las fatigadas callejuelas de Tánger en busca de ilegales, y al que su jefe – quien jamás se dejará ver en ninguna transacción- le pagará unos mil dírhams “por cada sardina que logre meter en la red”. Al otro día Saúd ordena a los del grupo que aguarden sin moverse y sin hablar con nadie, que permanezcan unidos en la estación de trenes. Junto a su inseparable sobrino, preguntando a la gente con discreción, llegan hasta el Menara. Ingresa con la prudencia de un gato, desconfiando de todo. Michael se queda afuera, haciendo guardia en la puerta. Antes de que pueda encontrar un sitio donde acomodarse, una mano alzada lo llama desde el fondo del local. Es la del marroquí del bigote fino, que toma café con otro hombre de rostro oscuro y afilado. El viejo se acerca hasta la mesa. Con un ademán, sin atreverse a tenderles su mano, saluda a los dos hombres, y éstos lo invitan a sentarse. El cazador marroquí nunca revela su verdadero nombre, tampoco se preocupa por inventarse uno, sin embargo presenta a su compañero de mesa como Rachidseguramente un nombre falso-, el marinero encargado de conducir la barca. Invitan al viejo a un café con leche para ganarse su confianza. A la luz del día, mezclado entre los parroquianos del bar, el hombre parece más joven y confiable que durante la noche; le habla en un francés perfectamente acentuado, sin ánimo de infundirle miedo, con media sonrisa en la boca y una voz dulce y pausada, como si en vez de una estafa le estuviera describiendo el sabor de una comida o el de un helado de chocolate. Después del café comienzan las preguntas: ¿Cuántos son y de dónde vienen?, ¿cuánto dinero llevan?; si en el grupo hay niños y mujeres... Saúd supera el interrogatorio con respuestas escuetas. Los pasadores se miran, bajan la voz hasta convertirla en un susurro, cuchichean en árabe... Cuando parecen haberse puesto de acuerdo, despejado las dudas, despliegan un mapa de Tánger sobre la mesa para examinar las rutas posibles. Rachid pone un dedo sobre el Cabo de Malagata, en la costa, y le sugiere tres lugares seguros, sin vigilancia policial, desde donde se pueden lanzar a cruzar el estrecho. Para disimular su nerviosismo el viejo se limita a asentir con la cabeza. Para poder darles una fecha, le dicen, necesitan de un adelanto, recibir un dinero a modo de compromiso y señal. Agregan que les saldrá a unos tres mil dírham por cabeza. Saúd sabe que un billete en ferry, desde Tánger a Algeciras, con un pasaporte en vigencia, cuesta cincuenta euros y tarda treinta minutos en llegar a la otra orilla. Indignado, les pide una pausa alzando una mano y moviéndola hacia abajo, realizando un gesto que intenta frenar su codicia y ganar algo de tiempo. Alega que antes de dar el salto tiene que hablar con su gente. El cazador marroquí acepta la pausa, asiente con la cabeza. En una servilleta apunta la dirección de una pensión; le dice que se alojen ahí para no levantar sospechas hasta tomar una decisión; no vaya a ser cosa que la policía los detenga y les arruine el negocio. Hasta que él no vuelva a ponerse en contacto con ellos le ruega que no hablen con nadie y que no se muevan de allí. Saúd, sin perder la calma, sabiendo que no tienen dinero suficiente para aguantar, en un tono inapelable y perentorio le dice que saltarán, pero que “no habrá dinero hasta que no suban todos a la balsa”. Ante la negativa, el mafioso aumenta la sonrisa; indolente, sin modificar en lo más mínimo la voz dulce y pausada con la que le ha venido hablando, le miente con descaro: “Me comprometo a devolverles la mitad del dinero a cada uno de ustedes si por el camino nos pillan los guardias y nos hacen regresar a la costa; más por tí no puedo hacer, así funciona este negocio…” Rachid, el presunto marinero, resueltamente menos amable que su colega, redobla la apuesta: “Has tenido suerte de dar con nosotros, aprovecha y cruza ahora; otros te pedirán menos dinero, pero te lo robarán, o te sacarán a dar un paseo en barca para después dejarte en el mismo lugar que salisteis; te mentirán, te engañarán con cualquier excusa, te dirán que hay guardias o tormenta, que no se puede cruzar, y jamás te devolverán el dinero. Tampoco te subas a un cayuco de esos que por mil euros venden en Nador, porque vais a perder el rumbo, naufragar o morir de sed en el medio del mar, conozco muchos casos así. Nosotros ya hemos cruzado a mucha gente, tenemos experiencia y sabemos cómo hacerlo...” El viejo se levanta de la mesa dando a entender con ese gesto que la conversación ha terminado, que no habrá adelanto. “Ahora vete a la pensión y reúne el dinero, ya nos pondremos en contacto contigo”, finalmente le dice el cazador marroquí, sabiendo que si han llegado hasta Tánger no se echarán atrás. El viejo Saúd, hombre de profunda fe islámica, fatalista, obra persuadido de que tanto la aparición del marroquí del bigote fino, como la tensa conversación con aquellos delincuentes, ha sido algo providencial; propiciado por Alá, de modo que no cabe hacer otra cosa, más que la de ponerse en sus manos y someterse a su voluntad. La dirección apuntada en la servilleta es la de una pensión sin nombre en Boukhalef, el barrio más poblado de inmigrantes de Tánger, regentada por su dueño, o un pariente de su dueño, llamado Mohamed, quien acepta cobrarles el hospedaje día por día porque también está en la transa. Mohamed, acostumbrado a tratar con este tipo de huéspedes, no se molesta en pedirles documentación porque sabe que ninguno tiene documentos legales, con suerte puede que lleven algún salvoconducto inventado en las fronteras del Congo, o de Nigeria; papeles sucios y gastados por los ajetreos del viaje, que a la hora de presentarlos en cualquier aduana europea no les servirán para nada. No les hace más preguntas que las necesarias, cansado de ver pasar por las habitaciones a grupos similares; subsaharianos clandestinos, fantasmas errantes que llegan un día y se marchan al otro, futuros desaparecidos... El ambiente donde pernoctan es tan sórdido como impersonal; un lugar desangelado y de paso donde nadie cuida nada ni se interesa por otra cosa más que por salvar el pellejo durante su estadía. El grupo de Saúd ha tomado un par de habitaciones, una frente a la otra para mayor seguridad, donde comen y duermen hacinados. Se mantienen apartados de la vida cotidiana de la pensión, parecen más seguros y se muestran más tranquilos que los demás. La mayor parte del día se quedan fuera, sentados en la puerta, viendo pasar a la gente, buscando un poco de aire fresco cuando sopla el sarki. Por la noche se retiran temprano y se encierran en sus cuartos para evitar el roce con otros grupos que también esperan el momento adecuado para dar el salto: en su mayoría argelinos de fama violenta, varones jóvenes vestidos con camisetas de fútbol de los equipos europeos, que se amontonan en los pasillos jugando a las cartas, fumando hachís y tomando té, con la radio a todo volumen; enfermos de aburrimiento y de calor, gritando y peleando entre ellos cuando se los come la ansiedad. El viejo reúne al grupo y les explica con paciencia y detalle cuál es el plan: les habla del dinero, repite con pesadumbre la cifra que cada uno tiene que pagar; intenta persuadir a las mujeres y a los niños para que no embarquen, les dice que no es seguro, que hay demasiados riesgos; que busquen cobijo en algún lado hasta encontrar otra oportunidad. Algunos, después de escucharlo enmudecidos, se dan cuenta de que no les alcanzará el dinero y optan por la ruta de Melilla, sin pateras. Deben caminar siete u ocho días más hasta Nador, ocultarse en el monte Gurugú, y desde allí animarse a saltar una valla fronteriza de diez metros de altura, coronada por afiladas concertinas; un tránsito más fácil y económico en apariencia, pero ellos no saben - tampoco Saúd lo sabe para advertirlos- que una vez en Melilla todavía no habrán salido del África, porque Melilla no es España, sino más bien una trampa, un cuello de botella atestado de ilegales, donde si logran cruzar, serán deportados “en caliente”. El grupo original, se ve entonces reducido a unas diez o doce personas dispuestas a subirse a la balsa y saltar con él; las mujeres y los niños aceptan quedarse, lo que sin duda pone las cosas más fáciles para todos. El gran día está por llegar, y ninguno es tan necio o tan idiota como para echar a perder meses de travesía y dinero peleando con argelinos o con cualquiera que los provoque mientras transitan por los angostos pasillos de la pensión. Sensatos y precavidos, tampoco salen más allá de la puerta, ni se adentran en las desconocidas y estrechas calles del peligroso barrio donde, además de robarles lo poco que tienen, corren el riesgo de ser detenidos por la policía marroquí, que en imprevisibles redadas aceita con extranjeros una terrible maquinaria burocrática que impone tanto a “justos como a pecadores” meses de reclusión en prisiones del infierno. Al cabo de unos días de impaciente espera un muchacho entra en la pensión preguntando por Saúd. Se trata de un mensajero del cazador marroquí, pero cuando el viejo pregunta quién lo envía mira hacia un lado y hacia otro, evidentemente nervioso no le responde. Se limita a decir que “si quieren saltar tienen que estar por la noche en Ksares- Seghir (una playa a cuarenta kilómetros de Tánger, y a treinta de la costa española, al otro lado del estrecho) con toda la gente y el dinero en la mano”. Saúd se lo queda mirando y el muchacho prosigue: “Si quieres nosotros podemos llevarlos por quinientos dírhams”. La rapidez y brusquedad con la que habla lo inquieta, le genera sospechas; el chico se comporta como si estuviera amenazado o bajo los efectos de alguna droga. Saúd le busca los ojos y lo mira de frente para animarse a confiar en él, pero el mensajero desvía la mirada; temerario, apuntándole con un dedo en el pecho, le exige una respuesta inmediata: “Viejo, tienes que decidirte ahora y tener el dinero para mañana; a mis jefes no les gusta perder el tiempo, si tratas de engañarlos pueden entregaros a la policía, y si le tocas los cojones hasta pueden mataros a todos.” Saúd no se asusta, sabe en las manos de la gentuza que ha caído, y aunque no se fía de nadie también sabe que en aquel negocio no hay palabra ni garantías; tampoco puede postergar la salida por más tiempo, el dinero y la paciencia de su gente se agotan: “De acuerdo, saldremos mañana; dile a tu jefe que somos la mitad”. Con la misma ligereza y liviandad con las que por una cornisa se desliza una rata el mensajero desaparece, se pierde en las callejuelas del barrio. Al día siguiente, muy temprano, Saúd descalzo ora apuntando hacia La Meca. Pasado el mediodía los viene a recoger una combi destartalada. Como de costumbre, y según el modo de operar de las mafias que trafican con personas, el chófer tampoco quiere identificarse. Se limita a decirles que “ha venido para llevarlos a la costa”. Recogen sus bártulos, abandonan las habitaciones de prisa, furtivos suben y se apiñan en la furgoneta. Salen de la ciudad a toda velocidad; por caminos laterales para evitar policías y controles llegan a la costa de Ksar-Es-Sghir cuando cae la tarde. Se apean en una playa rocosa y desierta; desconfiados, inseguros, mirando hacia todos lados. Cuando acaban de bajar, sin apagar el motor, el chófer les reclama el dinero del viaje; les dice que ahora deben esperar y se marcha dejándolos solos. Sin atreverse a preguntarle nada, se sientan con gravedad sobre la arena seca. Saúd sujeta con fuerza su mochila de viaje donde guarda con celo, envuelto en una bolsa de plástico, oculto el dinero. Michael ve por primera vez el mar. La noche se presenta caliente y oscura, apenas iluminada tímidamente por un cuarto de luna indeciso, que aparece un momento y luego vuelve a ocultarse entre las nubes pasajeras. Rodeados de oscuridad permanecen sentados, sumidos en un silencio compacto y angustioso, turbado por las olas del mar al llegar a la playa. Luego de un par de horas de incertidumbre y sudor escuchan el ronronear de un motor, a la vez que alcanzan a ver una tenue luz en el mar, acercándose hacia ellos por la costa. Comienzan a incorporarse de uno en uno, pero el viejo Saúd les ordena que vuelvan a sentarse. Al mismo tiempo, por la espalda del grupo, aparece un Land Rover todoterreno encegueciéndolos a todos con potentes focos. Saúd finalmente se incorpora, cubriéndose los ojos con una mano para no quedarse encandilado va al encuentro de los hombres que descienden del vehículo. Se trata del marroquí del bigote fino y de otro hombre desconocido; un árabe muy grande, obeso y asmático, que lleva oculta un arma en la cintura. Con extrema cautela Saúd se les acerca. Ha llegado el momento de la verdad. Sin mediar palabra abre la mochila y les entrega la bolsa con el dinero sin que le tiemblen las manos; todo lo que tienen sin garantía de nada, a riesgo del engaño o de la muerte, decidido y entero, con ciega fe, entregado a la voluntad y misericordia de su dios protector, bajo un cielo oscuro y mahometano. Sin demorarse a contarlo, el cazador marroquí se da la vuelta y entrega la bolsa a un tercer hombre que no se ha bajado del todoterreno, que permanece sentado en el asiento trasero, y al que nadie ha podido verle la cara. El ruido que habían estado escuchando, antes de que llegara el Land Rover, se hace más intenso, proviene de un pequeño motor fueraborda que viene impulsando una embarcación neumática: una zódiac verde oliva, de segunda mano con un parche en el suelo de plástico, diseñada para no más de cuatro personas donde terminarán subiendo trece o catorce. El motor se apaga, la pequeña barca deslizándose sobre una ola muerde la playa desierta. Rachid, el marinero que Saúd conoció en el Menara, se apea de ella; sin dignarse a mirarlos emprende el camino que le señalan los focos del todoterreno. Los traficantes se reúnen en torno al tercer hombre que permanece oculto en el coche. Rachid advierte al jefe de que el windgurú indica viento y marejada, anuncia lluvias en la madrugada. Después de encender su móvil para confirmarlo, éste le dice que tiene tiempo de sobra para ir y venir antes de la tormenta. Rompen el semicírculo que habían formado en torno al coche y comienzan a dar órdenes, a empujar el “ganado” hacia la barca, a la que conforme van subiendo se aplasta y deforma por el peso. “No deben temer de nada; en tres o cuatro horas estaremos todos a salvo, en España”, les dice Saúd a los integrantes del grupo repitiendo lo que le habían dicho en el Menara. Rachid es el último en subir. Se ajusta el chaleco salvavidas --es el único que lo lleva-- y se dispone a zarpar. Cuando todo parece estar listo, a punto de emprender la travesía que los sacará de la miseria y llevará a la nueva tierra, la de la libertad y la prosperidad, un jeep militar aparece en la playa. “Ahora sí que estamos perdidos”, dice Michael dándose cuenta que han caído en una encerrona, cierra los ojos y esconde la cabeza entre las piernas. Del Jeep militar se apean dos “Mkhazines”. Llevan en el uniforme la insignia de las temibles Fuerzas Auxiliares de Marruecos, encargadas, entre otros asuntos calientes, de patrullar los puntos sin vigilancia de frontera. El primero en bajarse parece ser el que manda. Los enfoca con una linterna y desenfunda un arma corta de una pistolera con la que hace varios disparos al aire para intimidarlos. El otro les apunta con una carabina recortada. Michael se abraza a su tío, “nos han engañado” le dice. “Van a matarnos a todos”, exclama Amadou, un muchacho de Senegal que viaja con su mujer; se escuchan gemidos y lamentos, quejas ahogadas en diferentes dialectos africanos. Algunos creen que les disparan a ellos, saltan de la barca y se adentran en el mar, pero la mayoría, acostumbrados al abuso y a la prepotencia de la policía obedecen sin chistar. Estremecidos bajan y vuelven a sentarse en la arena, la barca vuelve a hincharse, a recuperar su forma y a flotar liviana. Rachid no se apea, permanece rígido en su puesto. Desconcertados y muertos de miedo, agachan la cabeza y clavan la vista en la arena. Después de observarlos con desprecio, igual que a una mercancía sin valor abandonada en la playa, el policía apaga la linterna y se dirige hacia donde sigue aparcado el Land Rover con el arma en la mano. Con los focos todavía encendidos los traficantes se han quedado esperando, como si la cosa no fuera con ellos, sin haber hecho el menor intento de escapar. El policía arrima la cara hacia la ventanilla trasera, a medias abierta, y habla en árabe con el tercer hombre. Al cabo de unos cinco o diez minutos enfunda la pistola y acepta el soborno. Caminando tranquilamente, sabiendo que el dinero recibido no manchará su expediente - porque en Marruecos la corrupción es una enfermedad endémica- se aleja del vehículo. Con un gesto ordena al subordinado que se repliegue. Suben al jeep y se marchan por donde habían venido. Sin esperar a que los paramilitares se alejen los traficantes se bajan del coche. Sin darles excusas ni explicación alguna, maltratados como animales en tránsito, a los gritos les ordenan que se incorporen y empujan con violencia, de nuevo hacia la barca. Ahora Saúd es el último en subir. Cuando el motorcito vuelve a encenderse y la barca por fin se lanza al mar, el viejo levanta la mirada hacia el cielo oscurecido, y aunque hace esfuerzos por divisar alguna luz, alguna estrella a quien agradecerle el milagro de estar vivos, no alcanza a ver más que vacío y negritud; lo mismo que tiene por delante cuando baja la mirada y se pone a rezar por todos: porque Alá es inmenso, pero también lo es el mar, y ninguno de los del grupo sabe nadar ni lleva chaleco salvavidas. II El dedo de un oficial inglés señala una mancha verde, del tamaño de un grano de arroz, titilando en el monitor del sofisticado radar. El barco se encuentra frente a la costa de Punta Carnero, al oeste de Algeciras, ha salido hace doce horas de Francia, y hasta ahora navega sin novedad. Van a ser casi las tres de la madrugada cuando los oficiales de turno en el puente de mando comienzan a especular: “No se trata de la punta de un iceberg, ni del lomo de una ballena”, afirma intrigado el primer oficial. El jefe de comunicaciones llama a la mancha “objeto no identificado” y agrega que “parece flotar a la deriva, que a juzgar por los casi imperceptibles movimientos del radar, apenas se mueve”. Estiman que podría tratarse de alguna embarcación deportiva extraviada, o de los restos de algún naufragio reciente, pero no han recibido ningún “SOS”, ni otra llamada de atención desde que salieron de Saint-Nazaire. El objeto no identificado, al que ahora los oficiales ingleses tratan de identificar haciendo llamadas de radio a los puertos más cercanos, Algeciras, Tánger Med, Gibraltar, no es otra cosa que la sobrecargada zódiac que hace dos horas ha salido de Marruecos. Ahora, que ya son más de las tres de la madrugada, la barca se encuentra a unas ocho millas marinas del barco inglés. Las capitanías de puertos responden que en sus radares nada ni nadie navega en las coordenadas que reciben de los ingleses, de manera que si el objeto no identificado no se mueve más deprisa, o cambia de rumbo y se quita del camino, es muy probable que el Queen Mary II, cincuenta mil toneladas de peso que dan forma al buque de cruceros recién construido más grande del mundo, le pase por encima. Los oficiales del Queen Mary han cumplido con el protocolo, y conscientes del tamaño del obstáculo a superar – han pensado que también podría tratarse de una simple mancha de combustible o de basura flotando en el agua-, no encuentran razones serias como para cambiar de rumbo, y menos aún para interrumpir el sueño del comandante de la nave, quien luego de cenar con algunos distinguidos pasajeros en el Britannia, el restaurante principal del barco, se ha retirado a descansar en su camarote privado. El Queen Mary se acerca serenamente hacia el punto donde con muchas dificultades, sobrecargada, avanza la barca atestada de migrantes. Y aunque la celeridad no es el punto fuerte del gigante, porque hoy navega a unos cincuenta y seis kilómetros por hora, con sus motores diésel a velocidad crucero, puesto que el barco está en viaje de prueba rumbo a Southampton, en Inglaterra, donde los espera la reina Isabel para lanzar una botella de champaña contra su quilla, la colisión es inminente. Una vez bautizado y bendecido, el gigantesco crucero de trescientos cuarenta y cinco metros de eslora, valorado en unos setecientos cincuenta millones de dólares, se dedicará a realizar travesías transatlánticas, y también a navegar por el Mediterráneo y el Mar del Norte, con una capacidad para albergar a más de dos mil quinientos pasajeros, aunque de momento navega casi vacío; con la tripulación, un grupo de ingenieros y algunos armadores ingleses y americanos involucrados en el proyecto, de modo que las luces de sus diecisiete pisos de altura no están todas encendidas, y la mayor parte de sus instalaciones, bares, restaurantes, tiendas, casinos, se encuentran cerrados. Podría decirse que se trata de un distinguido fantasma que navega dormido, y aunque su vida útil todavía no ha comenzado, lo cierto es que la historia del barco comenzó a escribirse con mala fortuna puesto que en los astilleros de Saint-Nazaire, durante su construcción, se produjo un fatal accidente al caerse unas pasarelas de a bordo donde perdieron la vida trece personas, entre ellos varios niños, familiares de ingenieros y trabajadores autorizados a visitar el transatlántico. Con tan luctuoso antecedente, ahora de camino hacia su fuente de bautismo en Southampton, sería mejor que no se produzca ningún problema. Los armadores británicos ya lucharon para acallar el sensacionalismo de la prensa y evitar que el lamentable accidente no se convirtiera en un estigma de su marca, porque lo peor para las navieras es un barco con fama de mala suerte. La zódiac, semihundida por el peso excesivo, a causa del fuerte oleaje lleva el piso anegado por más de cinco dedos de agua. Rachid les ha ordenado que achiquen el agua valiéndose de sus manos y de un par de jarras de aluminio que algunos de los inmigrantes llevaban entre sus bártulos. Todos le obedecen y se entregan con sumisión a la tarea sabiendo que en ello se juegan la vida. El mar los arrastra como a una cáscara de nuez, poco puede hacer el motorcito que a duras penas la impulsa, cuando una corriente marina los aleja del rumbo que sin GPS y a “ojo de buen cubero” Rachid ha trazado. Mientras se desesperan por achicar el agua que con cada ola ingresa en la barca, casi gritando Rachid les dice que cuando divisen la costa española deberán saltar y ganar la orilla por sus propios medios; que es muy peligroso acercarse demasiado porque puede encallar o chocar contra alguna roca, y que él debe regresar a Marruecos con la barca intacta. Conforme a las circunstancias por las que atraviesan, escuchan solo lo que quieren escuchar; sonríen y se animan entre ellos, convencidos de que ya deben estar muy cerca de la costa. Michael es uno de los que sonríe y achica agua por la borda con más entusiasmo que nadie. Saúd, quien desde que zarparon, envuelto en un silencio sepulcral ha venido rezando con devoción, por fin abre la boca; le devuelve a Michael una sonrisa mientras achica agua haciendo un cuenco con las manos. Sus plegarias no parecen haber sido atendidas porque ahora el viento sopla más fuerte y de levante, precipitando temerariamente la barca hacia delante; empujando, con el aire seco y caliente las nubes del cielo, imperceptibles, pero bajas y pesadas, hasta hacerlas chocar entre ellas. Relámpagos y rayos estridentes interrumpen el silencio y la negrura de la noche. Una lluvia densa y persistente comienza a caer sobre el mar aumentando el agua que ya se había alojado en la barca. Rachid se tapa la cabeza con una capucha de plástico que desenrolla del mismo cuello del chubasquero. El resto de los pasajeros, salvo el joven Michael, que lleva, como siempre, encajada su gorra de béisbol en la cabeza, carecen de protección alguna. Rachid sujeta el timón con fuerza porque la frágil embarcación no cesa de bambolearse peligrosamente. Temerosos, se cogen de las manos para no caer de espaldas en el mar embravecido. Se unen para aguantar, quieren creer que la tormenta será pasajera, piensan que ya han superado la mitad del estrecho; saben que han llegado demasiado lejos, que ya es tarde para pegar la vuelta y regresar. El viento y la lluvia son lo que son, lluvia y viento ancestral, pero impiadosos, indiferentes ante la fragilidad de la pequeña barca, parecen cobrar vida, albergar malas intenciones, cebarse con ellos; aquello que para la zódiac es una terrible tempestad para el Queen Mary, que sigue avanzando con superior indiferencia, es apenas una tormenta de verano, un detalle que hace al viaje más pintoresco, que no alcanza a encender ni una sola de las lucecitas apagadas en el tablero de emergencias. Un fenómeno climático que a bordo ni se percibe, que ni siquiera hace temblar la taza de té que el primer oficial de la nave, impasible, abierto de piernas en el puente de mando, sostiene entre sus manos mientras conduce la nave sin maniobrar timón alguno; concentrado en la evolución de la tormenta, dando órdenes precisas a su debido tiempo, orgulloso y consciente de su responsabilidad mientras el comandante descansa. La zódiac sube y baja a merced de la tormenta. Por más esfuerzos que hacen, la lluvia y el oleaje meten en la barca más agua que la que logran sacar. La bravura del mar los zamarrea como un perro salvaje a su presa, los sacude y empuja haciéndoles caer unos sobre otros. La oscuridad los confunde y los convierte en una masa mojada e informe de cuerpos humanos aturdidos por el miedo. El pánico gobierna la barca, el receptáculo se llena de agua, de jadeos, de gritos ahogados y lamentos; el tan anhelado estrecho, que debería haber sido un puente hacia la libertad, ahora se ha convertido en una trampa mortal, un callejón sin salida cuyos extremos delimitan las profundidades de un extenso y profundo cementerio marino. Una ola, no más grande que las otras, pero que al romperse los pilla de frente, levanta la barca de proa hasta alcanzar los noventa grados, lanzando bruscamente a todos los migrantes al mar. Y como si recibieran otra bofetada, inmediatamente se vuelca de espaldas sobre ellos mismos, aplastándolos y haciéndoles más difícil, casi imposible, una emersión inmediata; al menos para sacar la cabeza del agua y volver a respirar. Salvo un par de hombres que milagrosamente consiguen escapar de la trampa mortal y emerger, el resto desaparece engullidos por el mar. El capricho del viento, que no será nada para el Queen Mary, pero que sopla furioso sobre las aguas del estrecho con ráfagas que superan los cien kilómetros por hora, levanta la balsa vacía totalmente del mar, como un cometa la pone a volar y la hace girar sobre sí misma. La embarcación empujada por el viento cae a unos veinte metros de donde había zozobrado, muy cerca de los dos hombres que, sin chalecos salvavidas y saber nadar, todavía han conseguido mantenerse a flote y respirar. Como si les hubiera caído un regalo del cielo, los náufragos se mueven con desesperación hacia la barca y se aferran a ella con uñas y dientes. Más tarde el mar comienza a calmarse, la lluvia no ha cesado, pero se ha detenido el viento. El náufrago que ha conseguido subirse a la barca, un muchacho joven y fuerte, hace un esfuerzo sobrehumano para subir al otro, que con las piernas entumecidas yace con la mitad de su cuerpo metido en el mar. Realiza varios intentos hasta que por fin consigue subirlo. Intenta reanimarlo con las manos entrelazadas, ejerciendo presión sobre su pecho porque ha tragado mucha agua y apenas respira. El fastuoso Queen Mary se aproxima al punto donde los náufragos flotan a la deriva. El muchacho puede ver el reflejo fugaz de sus luces en las olas del mar. “Despierta, despierta, nos rescatarán...”, le suplica al cuerpo dormido. Alza las manos pidiendo auxilio, pide socorro con toda la fuerza de sus pulmones. La ciudad flotante pasa tan cerca de ellos que la estela que va dejando al avanzar por poco no los hace zozobrar de nuevo. El muchacho sigue agitando las manos y gritando con desesperación, pero como si no existieran, el crucero pasa de largo. Deja de gritar cuando solo alcanza a divisar su popa, la imponente espalda iluminada, cada vez menos visible en la medida en que avanza y que se aleja, desdibujándose, hasta perderse en la brumosa oscuridad marina. Los dos náufragos, uno desmayado de cansancio, el otro moribundo, a la deriva llegan al alba. Llevan más de veinte horas sin comer y sin beber. Más que ofrecerles el prodigio de un nuevo día, un sol rojizo y grande que irrumpe por el este se convierte en su próximo enemigo: dormir al sol es lo peor, pero qué otra cosa pueden hacer… Cuando el sol alcanza el cénit el muchacho sueña que despierta en la cubierta del Queen Mary, que les dan de beber y les sirven comida. En el otro mundo de los sueños, donde los muertos parlamentan y el tiempo se confunde, la grande nave se detuvo. Los marineros eran ángeles, y a los ángeles les dijo que su nombre era Michael y que el viejo era su tío. Un capitán de barba blanca con estrellas en el pecho, que en el sueño era el profeta, de brazos abiertos les dio la bienvenida. Naufragar en el estrecho no había sido su destino, sino el fin de la agonía, el comienzo de una eterna vida. Desde un barco patrulla la voz de un gendarme español se mete en el sueño: “No os soltéis, permaneced agarrados a la balsa; nadie les hará daño, los vamos a rescatar y les daremos agua y comida”. En pocos minutos, con la mar bastante serena, los gendarmes -que no son ángeles, pero le han salvado la vida- se acercan a la barca maltrecha y proceden al rescate. Ponen rumbo hacia el puerto de Algeciras, al que llegarán en menos de una hora. Una vez allí los llevarán a tierra y los pondrán en manos de la cruz roja. La odisea ha terminado. Michael despierta, pero el viejo Saúd no despierta; los gendarmes al subirlo ya lo han dado por muerto, ni se han molestado en reanimarlo. El muchacho lo sabe pero no padece, convencido de que su tío se ha quedado en el sueño. Todavía en vaivén entre dos mundos, envuelto en una manta plateada, descalzo tiembla de frio. La malograda zódiac queda a la deriva en el estrecho de Gibraltar. Sin novedad, el Queen Mary arriba puntualmente a los muelles de Southampton.
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Marzo 2024
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