En la estética Carlos Abraham (México-Líbano) Comenzaron a traer a mi ciudad a un estilista muy guay de la Ciudad de México, del prestigiado salón de belleza de una tal Silvia, que tiene más de 40 años arreglando bellezas nacionales y extranjeras; para cortar el cabello una vez al mes, había que agendar con mucho tiempo y no podías fallar a esa cita o te cortaban la cabellera como en la lucha libre.
Para vender más cosas en la estética local, esta persona comenzó a realizar el diseño de ceja con hilo de oro. Algo increíble fue ver cómo movía sus dedos cerca de los ojos de uno para cortar en segundos esa ceja que crecía como la del Loco; lo raro es que cobraban casi en dólares, y el esposo de la dueña del local te decía, debes 20x, son 800 pesos. Una vez decidí ir a probar y conocer a la famosa Silvia, a la Ciudad de México, directo en el salón de belleza para evitar pagar el sobreprecio que le imponían aquí. Llevaba la idea de pintarme de blanco mi cabello, estilo canoso; realicé con meses de anticipación la cita, parecía como si fuera a ver al ministro. Llegó el gran día, baje del taxi, me abrió la puerta un mega guardia, imponente, adelante me recibió una chava que parecía una de las mises de Sudamérica; noté su cabello alaciado, me sentaron y comenzaron a atenderme; dos personas no sé qué tanto le hacían a mi cabello con papelitos de aluminio y pincitas, hasta que metieron mi cabeza en la secadora de pie, y me dijeron: —Señor, póngase tranquilo, estarás una hora sentado aquí para que agarre el tono blanco en su cabello. Comencé a relajarme, no quedó más que hacer respiraciones para ver cómo tardaba cada segundo en caminar en el reloj de la pared. De repente sin querer volteé y había una conocida de mi ciudad, era la famosa Julia, salía de una cabina donde le habían puesto botox en sus labios para levantárselos un poco y así estar guapísima para su marido. Ella salía cada día en alguna de las noticias a nivel nacional por la ayuda que daba a media humanidad. Julia estaba despampanante con un jumpsuit que se trajo del último viaje cuando había acompañado a sus amigos a antro de Madrid, como era su estilo viajar sin nada y comprar todo lo necesario en la ciudad que llegara. La habían peinado al estilo ochentero; escuché que esa noche iría a los premios al Metropolitano. Llegó su chofer en el auto deportivo, de reojo podía ver, pues cada minuto que pasaba sentía el calor en mi cráneo y un pequeño olor a quemado. Julia le dijo a Silvia: —Silvia, mi amor, ¿cuánto te debo? Escuché a lo lejos la voz de Silvia, que apenas la ubicaba. —Le vas a tener que pedir a tu marido 15,500 pesos, ¿quieres la lista de los servicios? —No, gracias, así está bien. Moví mi cabeza para ver cómo pagaba, sacó su bolsita de cosméticos y salieron billetes de a 200, por lo que tuvo que contar rápidamente 76 billetes y enseguida tomó otros 20 para repartirlos en propinas para las que la atendieron. Llamó al chofer: —Javier, ¿puedes pedir las mascarillas y cosméticos a Lulú?, por favor, para que los subas al auto. Con estilo y un gran porte, caminó a su vehículo para que Javier, el musculoso chofer apiñonado e importado de una isla caribeña de las que su marido apoya y les da trabajo, le abriera la puerta trasera del lado derecho del vehículo; subió como toda una reina. Desafortunadamente comencé a tener comezón en el cuero cabelludo y ese olor peculiar me comenzó a marear, comencé a ver doble, me sentía débil, hasta que una viejita sentada en el de junto, grito: —¡Silvia, ayuda! Este joven se siente mal y se va a desmayar, mira su cara, está de color blanco. Rápidamente una de las asistentes corrió para alzar más la secadora de pie, que pesaba mucho, y poder sacar mi cabeza del calor, mientras otra llegaba con un vaso de agua fresca, que me lo puso en los labios. Comencé a sentirme mejor, ya no quise saber cómo me quedó el cambio de color del cabello y ya no pude realizarme más servicios. Como pudieron me asistieron para dejarme bien y pudiera pagar la cuenta. Me levanté después de unos minutos de agua y respiraciones, tomé todo el aire posible y, con una voz apagada, pregunté: —¿Cuánto debo de mi servicio? A lo lejos escuché con una voz tenue: —¡Mi vida! Es un total de 7,800 pesos. Me quedé con cara de qué hago, tuve que sacar mi cartera para tomar mi tarjeta de crédito para firmar a meses con intereses.
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Marzo 2024
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