Payana (Un día Más. Parte 1) Carlos Segovia Monti (Argentina) Rolando Baltes está atado al conventillo de la Boca que destroza sus momentos de lucidez. Señor de una casta que descree en finas encarnaciones o avatares, se debate entre la escritura y la mujer que ronda su lecho: alta, morena, de cabellera infinitamente negra. Alimara. En días de soles ponientes Rolando Baltes se apoltrona en su escritorio de madera maciza con incrustaciones de nácar. Las teclas resuenan y él deja pasar al descuido dos dedos sobre sus bigotes en punta que enmascaran los ojos negros, profundos, en una tez blanquecina. Saca la hoja del carro y la estruja contra el pupitre. Lee dos palabras que se destacan en negrita: “Amor salvaje”. Levanta la barbilla y el haz de luz resplandece y se pierde en un hueco. Las paredes de chapas rumorean entre sí. Alguien, a quien no conoce, grita repetidas veces: gol, gool, goool. Él se seca los labios con una sucia y deslucida servilleta de trapo, que supo tener flores amarillas. Dos chicos juegan con piedras de canto rodado a la payana. Un bandoneón se escucha en el fondo de la tarde. Las piedras en su ajetreo regodean el aire que sibilante corrompe la parsimonia de ecos. Se hunde en la máquina de escribir y ve a un caballo que arrastra las pezuñas por los adoquines del frente. Resuena los nudillos y se deja transportar por el humo del segundo cigarrillo, carraspea en torno a aureolas, escribe:
“La noche doliente acarrea las farolas del puerto. El agua salpica hedionda a los distraídos y desparejos transeúntes. Dos estibadores estiran redes y putean farfullando una vieja canción. Los barcos bostezan entre movimientos cíclicos de la marejada. La luna corre entre manchones de aceite que el río acuna y mece. Uno de los marineros toma el cabo y formando un ocho lo pasa por la cornamusa. Escucha el tango, ‘La cumparsita’, y tacos que repiquetean dejan aflorar el silencioso aire”. Baltes se levanta intempestivamente de la silla, pasándose la mano por la entrepierna, e inclina la espalda hacia atrás. La mujer que se acurruca en el camastro extiende la larga y puntiaguda pierna. Uno de los pechos cobrizos se desliza entre las sábanas. Los pezones duros, violáceos, apuntan al techo acanalado. Las telarañas se descuelgan en líneas que discontinúan hacia el piso. Alimara aquieta un grito que vibra dentro de su pecho. Acaricia el sexo invitándolo. Su cabellera revuelta contornea el borde del camastro. Baltes camina desabrochándose el pantalón. Restriega las manos. La tela de jersey junto al cinturón se desliza hacia los tobillos. Ella al verlo se muerde el labio superior, en un rictus inconsciente y Rolando Baltes levanta el brazo y toca la telaraña que se descuelga con absoluta parsimonia. Su rostro improvisa una mueca de asco. Con la otra mano intenta desprenderse los botones de la camisa que alguna vez fue blanca. Ya de rodillas sobre el camastro, la mujer le arranca los últimos dos botones sin desprender. Se escucha un sonido hueco que corrompe el murmullo; niños correteando por el patio de ladrillos desparejos. Alimara se pasa la mano abierta por la mejilla y hunde las palmas debajo de la almohada. Se puede ver marcas de agujas. Él toma su miembro erecto y lo hunde en el sexo. Alimara suspira corto y entre cierra los ojos. El líquido viscoso le moja la entrepierna y realiza espasmódicos movimientos seguido de aletargados suspiros. Rolando Baltes mueve su pelvis con velocidad inaudita; sus ojos giran mostrando dos bolas blancas. Ella se sienta en el camastro, acomoda el acolchado azul con flores de lis y enciende un cigarrillo. El humo envuelve los brillos descolgándose por la cenefa. Baltes adelanta su mentón desde el otro lado del camastro, abrocha el cinturón con el cigarrillo entre los labios. Alimara apoya con suavidad el extremo candente de su cigarro. Rolando Baltes pita, la línea anaranjada se enrojece en el borde mismo del cigarrillo. Da inhalaciones largas, sentado en el camastro. La mano cobriza, con dedos sedosos dejan ver las uñas bermellón que se deslizan por el torso blanquecino de Baltes. —No me puedo sacar de la cabeza esos chicos en el puerto, sus caras parecían diabólicas —refiere Alimara con un dejo de intimidad. —Alucinas mujer, yo no he visto nada de eso —concluye Baltes en tono cortante. —Vos siempre tratándome como un despojo —dice acomodándose su enraizada cabellera detrás de las orejas Él da una larga pitada imbuido en sus pensamientos. —Me voy a dar una vuelta. Ella asiente con poco oficio. Tras caminar unas cuadras, las voces sordas resuenan en su cabeza. La mujer, a la cual dejó con un niño a la espera, del otro lado del mundo, la presiente caminando a su lado: muy cerca de la cancha y la vía muerta. ¿Por qué tengo que pensar en ella?, si eso indudablemente quedó atrás, muy atrás, se cuestionó. Una comparsa de niños en trajes multicolores irrumpe sus pensamientos. Él sin darse cuenta comienza a seguir el ritmo de los tambores con las puntas de sus trajinados mocasines. Mientras en la calle adoquinada, en la lejanía, una comparsa de platillos, bombos, tamboriles y luces multicolores se iban acercando con musitadas estrofas, que se repetían entre paredes de chapa, coloridas fachadas que ilusionaban la mirada. Las farolas en su máximo esplendor son circundadas por miles de pequeños insectos que esplenden reflejos de plata. Su cuerpo vibra, acelerándose el corazón, la música lo atraviesa como si estuviera disgregado en sus fibras. Pensó en los ojos de los niños en el puerto y ahora sí, los vio con las pupilas en blanco, veladas, tísicas y sonrisas de lata. Sacudió con fuerza la cabeza. Una voz le retumbó en oleadas de pequeños fragmentos, que giraban en derredor de su cuerpo. Sintió que sus pies flotaban a lo ancho del riachuelo. Apretó los párpados: —Me estoy volviendo loco—. La gente sonriente danza en una marea humana. Él, es el único quieto entre la muchedumbre. Una cámara lo toma desde arriba, y su cabeza silenciosa no sigue el ritmo de los tambores. Trató de salir de ese lugar, a empujones, chocándose con otros cuerpos que rutilantes se bamboleaban en un compás frenético. Caminó ya alejándose de sus pasos. Los sonidos se iban apagando por las callejuelas. Tomó Araoz de la Madrid y dobló en la calle Palios y de lejos vio la cancha de Boca Junior y continuó arrastrando los pies hasta Villafañe al 1250: el tercer conventillo con patio interior y restos de un aljibe. Sus ojos negros rotaron por unos breves segundos y escuchó, sintió un sonido a cascabel que latía dentro de su cuero cabelludo seguido por imágenes de tiras amarillas y violáceas que viboreaban más allá de la comparsa. Apoyó en la barbilla dos dedos. —La puta —dijo en voz baja. —Disculpe que me entrometa —acotó un transeúnte— ¿Usted está hablando solo? —Esteee… no, ¿Por qué? —Me llamo Nicolás Eschiafino, pero me dicen Nico —dijo extendiendo la mano. —Estaba por tomar algo…
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