San Juan Salvamento(Parte 7) Carlos Segovia Monti (Argentina) Al llegar el barco, unos días después, los marineros remaron en las aguas implacables, demoledoras, que sacaban el aliento a los hombres más rudos. La larga despedida con Velázquez y los intercambios de regalos. Wilson en agradecimiento le dejó la mayor parte de su ropa y los elementos que había sacado del faro, toda la comida en lata y un abrazo sincero.
—¡Esperen! Antes de retirarse llévense este alhajero —dijo Velásquez, mirando a Fátima y, poniendo la mano en el abdomen de la joven mujer—, es para su hija —aclaró. —¡Pero si no estoy embarazada! —dijo Fátima. —Algún día lo estará —remató Velázquez. Los seis marineros cargaron el equipaje y ayudaron a la señorita Fátima, quien levantó su falda y dejó ver la entrepierna. El viaje fue placentero. Las aguas calmas trajeron alivio y sosiego a sus perturbadas almas. Volvieron a la normalidad habiéndose alejado del faro. Las charlas en el camarote y los paseos en la proa. Ni un resquicio de los momentos devastadores que habían soportado en la isla. Las gaviotas revoloteando fieles amigas de los navegantes. Volvieron los delfines con sus danzas, saltos circenses y unas amigables ballenas verrugosas los acompañaron por varias leguas. —Wilson, qué lindo la estamos pasando, el mar nos tranquiliza, nos cobija en su seno y siento mucha paz —susurró Fátima. —Ya estamos llegando a la casa de los tíos. Veo el río volcar sus aguas en el mar. Estuve pensando desde que pusimos un pie en el barco y te quiero pedir algo amada mía —dijo. —Sí, lo que quieras, ¡mi amor! —respondió Fátima dejando dispensar una amplia sonrisa. —Sé de tu lealtad, pasamos tantos momentos juntos, buenos y malos pero aferrados como animales fieles: “que no tienen egoísmo, no guardan nada para ellos, sólo el amor que le dispensan a su amo.” ¡Que te cases conmigo! —remató Wilson. —¡Sí!… ¡sí!… ¡sí! —gritó Fátima, y explotó en un llanto de alegría. Todo el pasaje aplaudió un acontecimiento tan noble. Hasta el capitán bajó a estrechar las manos de las dos jóvenes esperanzas. Wilson no aguantaba para darles la noticia a sus tíos. En el término de dos horas desembarcaron y un carruaje reluciente los esperaba. —Hola, tío, ¿cómo andan las ovejas, y tus ocupaciones? —preguntó. —¡Muy bien!, el negocio es próspero, estamos deseando que te quedes con nosotros y compartas nuestra finca —respondió. —Ya hablaremos de eso… tengo varias noticias que comunicarles —aclaró Wilson. Sus ojos brillaban, tenían un candor distinto y una flama se encendía cada vez que miraba a Fátima. El carruaje tironeaba entre las huellas. La fila de sauces se divisaba de lejos dejando entrever el casco de la finca y, a la tía en el pórtico esperándolos. —Llegamos. Ataré las yeguas en el cobertizo y bajaremos sus valijas —acotó el tío Rogelio. —Señora, ¡cómo la extrañé!, me siento tan feliz en su casa —dijo Fátima. —Lo mismo digo, es como si mis hijos volvieran a casa. Pero pasen, ¡no se queden afuera! —acotó la tía. Pasaron y se sentaron en los cómodos sillones cerca del hogar y se quedaron dormidos. Y los tíos viéndolos, soñaban con un futuro venturoso y poder tener una continuidad en sus vidas, con esa sangre joven, emprendedora que transformaría la vieja y olvidada chacra librada a los vientos, a las destemplanzas y los sinsabores. El primero en despertar fue Wilson y llamó a Fátima. —Discúlpenos, es una falta de respeto, pero estábamos extenuados —aclaró Wilson. —No se hagan problema, disfrutamos tanto de su compañía —repuso el tío Rogelio. —Lávense, ya está la cena, y se enfría la sopa. Además tenemos cordero asado por las manos avezadas de Rogelio. ¡Se van a regodear los labios! —dijo la tía. Mientras se lavaban y se les hacía agua la boca, cuchicheaban sobre la sorpresa y se emocionaba. Se acomodaron en la impecable mesa oval con sillas al estilo Luis XVII. Wilson, como todo un caballero, les acercó las sillas a las damas y quedó parado en la cabecera junto a su tío. —¡Pido su atención! Con mi amada Fátima queremos darle la primicia de nuestras buenas nuevas. ¡Nos vamos a casar! —dijo, sacando de su bolsillo una cajita forrada en terciopelo, turquesa y la depositó sobre la mesa y arrodillándose la abrió. Unos anillos de oro y zafiro resplandecientes inundaron el recinto. Los tíos se pusieron a llorar de felicidad y les rogaron que se quedaran a vivir con ellos, lo cual aceptaron gustosos de tener el privilegio de estar con personas inmensamente bondadosas y queribles. La dicha se apoderaba de esas cuatro almas caritativas, que comenzaban a vivir juntas en plena felicidad y regocijo. Al día siguiente Fátima guardó el alhajero junto con los elementos de costura de la tía en un cuarto abrumado de telas y encajes. La tía, secundada por Fátima, armaba los festejos de la boda. Rogelio les comunicó que podían gastar todo lo que quisiesen, y que invitaran a gran parte del poblado. De a poco, la finca se vistió de fiesta. Una horda de invitados sucumbió a los encantos del día inmensamente esperado. La ceremonia fue sencilla a pedido de Fátima que le contó a la tía, omitiendo detalles, algunos de los hechos que marcaron su vida. La muerte de su madre y su padre preso, con un delirio importante. La flamante esposa llegó vestida de blanco, con un diseño sencillo confeccionado con las mejores telas que contorneaban una figura envidiable. Un peinado exótico, destacaba sus rizos que dejaban abrumada a la muchedumbre de invitados junto al embrujo de sus ojos azules. La fiesta fue sublime, un centenar de personas danzaron toda la noche, comieron los mejores corderos y tomaron un vino extasiándose de placer.
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