Al poco tiempo Fátima quedó embarazada, aumentando la infinita alegría de los ocupantes de la finca. Largas charlas con la tía y tejer batitas con dos agujas soñando con el nombre del bebé o la beba. CARLOS SEGOVIA MONTÍ San Juan SalvamentoCarlos Segovia Monti (Argentina) Parte 8-9 8
Al poco tiempo Fátima quedó embarazada, aumentando la infinita alegría de los ocupantes de la finca. Largas charlas con la tía y tejer batitas con dos agujas soñando con el nombre del bebé o la beba. Algunas comadronas del pueblo la pasaban a saludar y vaticinaban, evaluando el contorno de la panza de Fátima, si sería varón o mujer. Unas decían que era en punta, por lo cual tendría que ser un varón, otras veían una panza redondeada que auguraba la llegada de una nena. Eran todas las preocupaciones y las simpáticas peleas por el futuro sexo del párvulo. Regalos por parte de Wilson y el tío se sumaban acondicionando el cuarto para el bebé con la atenta mirada de la tía y Fátima que no se perdían un detalle. “¡Qué las puntillas son muy pequeñas! y ¡las guardas demasiado estrafalarias!” decía Fátima. Quería que su futuro hijo se sintiera como un rey o como una reina. El tiempo pasó volando, y en el pueblo ya se hablaba de la felicidad que invadía la finca de Rogelio, esperando al niño o niña como a su propio nieto. Las mujeres lo veían pasear por el pueblo sacando pecho y con una sonrisa amplia. Llegó el día indicado: ya habían pasado nueve lunas y una mañana de primavera con los pájaros cantando en la finca y los sauces meciéndose, un llanto rompió la parsimonia del alba trayendo a una hermosa niña a este viejo mundo. Le pusieron de nombre María Esperanza. El regocijo y la alegría se contagiaban de finca en finca, venían desde todos lados a conocerla trayendo regalos como si fuera una reina. Los tíos no podían entran en sus cuerpos con tanta felicidad. Al igual que sus padres. “Por suerte, de una vez y para siempre habían dejado atrás el faro y toda esa serie de maldiciones” — pensaba Fátima. La niña crecía rodeada de afectos, correteaba por las largas galerías de la finca y comenzaba a decir papá, mamá, abuela y abuelo. El clima era una fiesta constante de sonrisas y lágrimas a punto de romper con tanta dicha. Con el tiempo su mamá le enseñó a hacer los ruedos de las polleras y la nena cosía con mucha dedicación. “Con su cabellera dorada, rizos y esos ojos azules embriagadores hasta parece la reina de Inglaterra” —decía su tío abuelo. Unas de esas tardes entre juegos y escondidas se metió en el cuarto de costura y tropezó con una mesa de madera que por el impacto se entreabrió la tapa del alhajero. Algo oscuro, gelatinoso se introdujo en su boca: ella sintió escalofríos pero siguió jugando. Al rato cayó desmayada junto a la vieja mesa del cuarto de costura. Los padres la llamaron y, al no tener respuesta se desesperaron. Buscaron como locos por toda la finca, ya con sus tíos acompañándolos. La vieron acostada al lado de la vieja mesa de madera con la tapa entreabierta del alhajero. Wilson se agachó y la zamarreó pero la niña no respondía. Salió corriendo a buscar al médico del pueblo. A caballo, al galope, su pecho se partía junto con su corazón. La tía y la madre de la niña, arrodilladas a su lado lloraban desconsoladas. El médico llegó a caballo, lo más rápido que pudo. La niña todavía respiraba. La revisó y su cara enmudeció. Sacó del maletín piel de cocodrilo un martillo romo y una pinza larguísima con una punta muy pequeña. Llamó al padre para que lo ayudara a sostener a la niña. ¡Y que no se mueva, la podría lastimar!, ordenó. Con la mano izquierda le abrió la boca e introdujo la larga pinza en su garganta. Comenzó a extraer un tul negro interminable. La niña se aliviaba y, al instante se ponía azul, asfixiándose. No podía terminar de extraerle todo el contenido del interior del cuerpito y cuando ya llevaba contabilizado unos cuatro metros de extracción. De repente, de la nada, la niña se ahogó, y su corazón se detuvo. En el siguiente segundo esos cuatro metros viscosos volvieron a introducirse ante la vista atónita de los presentes. El médico fijó la hora y anotó el momento justo del fallecimiento. Sus padres y abuelos lloraban desconsoladamente. Lo que hasta ese momento les daba infinita alegría se había ido sin que ellos pudieran entender. Entender el porqué. Todo el pueblo participó del velatorio. La vistieron de reina a ese pequeño angelito que había partido sin retorno. El padre y su tío abuelo se retorcían de ira. Su madre y su tía abuela rezaban por su alma. El único cura de la iglesia del pueblo estaba iracundo, nadie entendía qué le había pasado a la pobre niña y la desgracia que se había radicado en la familia. Al volver a la finca las mujeres entraron y se desplomaron en los sillones, sin emitir palabras. La consternación se había instalado en el recinto. Mezclado con un aire pesado, difícil de digerir. Los hombres enfilaron hacia el cuarto donde la tía guardaba sus costuras: querían reconstruir el hecho y encontrar respuestas. Lo primero que divisaron fue la vieja mesa de madera, y el alhajero cubierto de telarañas. Hacía años, Fátima, lo había depositado en ese lugar. Y se habían olvidado de él, y a quién perteneció. Una película en blanco y negro corría por el cerebro de Wilson. Y lo vio a Velázquez cuando se lo entregó a Fátima. El viaje en barco y el alhajero entre su equipaje. El traslado en carruaje y Fátima, su mujer, depositándolo en el cuarto de telas y encajes. Wilson se aventuró a abrirlo y, para su sorpresa, el interior estaba vacío. Quedaron perplejos y cayeron en la cuenta de que “la maldición” tenía que ver con el alhajero y la persona que lo entregó. Ya me acuerdo… ¡Velázquez!, hasta dormimos en su casa y comimos con él. Yo, a cambio de su hospitalidad le di todo lo que poseía: ropa, alimentos, objetos que había tomado del faro. Quedó pensativo y compungido. Estaba seguro de donde venía “la maldición”. Ayudado por el tío Rogelio prepararon el viaje al faro. En pocos días estaban embarcados y, con decisión firme y desesperada de arreglar cuentas con Velázquez. Era un pacto secreto. Las mujeres solo sabían que irían al faro en busca de respuestas. Fátima le suplicó, le rogó hasta arrodillarse que no fuera. Era lo único que le quedaba en la vida y no lo quería perder. A él, la ira, le salía por los ojos. Nada, ni nadie, lo podrían detener. Y a su tío Rogelio la cólera lo había poseído. Cuando arribaron después de una brava navegación con tormentas y tifones que los descomponían. Estaban bastante enfermos. En la isla el clima hostil les jugaba en contra. Caminaron con pasos decididos sin mirar el faro hacia el ala sur. Wilson sabía el recorrido de memoria. Caminaron... caminaron… y no encontraron la casa de Velázquez. Wilson vio un trozo de costilla de ballena en el camino que lo dejó perplejo. “Con la última tormenta fue arrancada la casa con Velázquez en su interior; llevándose sus secretos a los confines del mar”, pensó. Una impotencia demoledora lo invadió. Volvió por sus pasos con el tío siguiéndolo y se encaminaron al faro. Salió el prefecto Anchorena a saludarlos. Wilson sacó un pistolón del saco y batió de un solo tiro al prefecto en la cabeza. Entró al faro y roció la escalera caracol con el combustible de los faroles, prendió fuego. Veían de lejos, las flamas y las ánimas quemándose. Tomó el sendero que llevaba hacia el ala norte, buscó las cuevas y lo vio a Luchiano rezando. Se acercó con el arma en la mano. Luchiano al levantar la vista recibió un tiro entre los ojos finalizando así su miserable vida. Wilson agarró el rosario que se le cayó al piamontés. Lo puso en la mano de su tío y le cerró el puño. Le hizo jurar que lo enterraría en la tumba de su nieta y cuando pasaron por la restinga saltó al vacío. Rogelio quedó solo en ese desolado y tétrico paraje, esperando el barco y pensando cómo llevaría tan malas noticias a su mujer y a Fátima. Lo pensó pocos segundos y también saltó aferrado al crucifijo. 9 En Río Gallegos, las dos mujeres vivieron sumidas en la tristeza el resto de sus días. Ya nadie nombró al faro. Ni su título de San Juan Salvamento. Los pocos que osaron murmurar la historia la contaron con el nombre de: “El faro del fin del mundo”.
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