Cementerio de bebésIrving Antonio Aréchar “La belleza es atractiva y no queremos que el pueblo se sienta atraído por cosas antiguas. Queremos que le gusten las nuevas”. ALDOUS HUXLEY I
“Por Dios”, que horrible sensación es lo que estoy sintiendo en este momento, las náuseas que son constantes, los temblores en la espalda y en las piernas que no me dejan pararme, sentarme ni muchos menos levantarme. Si estoy acostada más de diez minutos, siento dolores que ningún no se imagina jamás. Pero no importa, me sujeto en el ser más hermoso que tengo dentro de mí. Este niño que llevo en mis entrañas, de la que Esteban, mi esposo y futuro padre de mi hijo y yo estamos orgullosos, me la da la fuerza suficiente que necesito para aguantar todo ese calvario. Al menos, hasta que llegue al mundo. Vamos con el doctor para mi chequeo semanal, los nervios los tengo de punta, mi esposo me tranquiliza diciendo que “no hay nada que temer”. Odio que me diga eso, me hace pensar lo contrario. Sin embargo, reconozco que puede estar igual que yo y dice eso más para sí mismo, que para mí. Le sigo la corriente, pues somos un equipo. Llegamos a la clínica, e irónicamente, el lugar se encuentra en un rotundo silencio, a pesar de la cantidad de mujeres embarazadas que se encuentran en la sala. Esteban me lleva de la mano, pues la carga valiosa que llevo es muy pesada para que la aguante yo sola. Nos sentamos a esperar mi turno. El tiempo parece un espiral que va hacia abajo, estás impaciente por cómo se encuentra tu bebé pero, a la vez, te dejas llevar por la demora, pues tienes el temor de que vaya a suceder una desgracia. ¡Qué complicado es ser mamá! Y eso que mi bebé aún no ha nacido. El doctor abre la puerta y grita mi nombre para saber si estoy allí, le digo que “aquí estoy”. Intento pararme porque soy una mujer orgullosa y no quiero que la gente sienta lástima por mí. La hermosa criatura en mi vientre me recuerda que aún no es el momento. Es cuando le pido a Esteban con la mirada que me ayude a levantarme. Ya de pie, nos vamos directo al despacho del doctor. En su estudio, el doctor me acuesta a la camilla, me hace quitarme la playera hasta dejar al descubierto mi prominente vientre. Me revisa el estómago y con su trasmisor, los tres vemos a esta criatura hermosa. Todo está bien. No pasa nada fuera de lo normal. El niño está sano aún. ¡Qué alegría!, ¡Tan precioso es ese niño que crece dentro de mí! ¿Quién no se podría encariñar con estas imágenes? ¿Acaso no puede haber algo tan maravilloso como los bebés? No lo creo. Me cambio y me levanto de la camilla, Esteban me ayuda a llegar bien al suelo, es cuando él y yo nos despedimos del doctor. Él me recuerda la siguiente cita, lo cual, es la próxima semana. Le respondo que “sí” y mi prometido y yo nos disponemos a salir de la clínica. Ya estábamos por irnos, cuando me percato que el hospital tiene un patio trasero. Siempre fui una mujer curiosa, por lo que no pude evitar querer saber a dónde llevaba ese patio. Le di la vuelta al hospital. El patio trasero traía una especie de pasto sintético, acompañado con estatuas de ángeles con clarines y la virgen María en el centro. Aquello le daba al lugar un aspecto elegante y cautivador. Sería un lugar al que quisiera llevar a pasear a mi hijo, una vez que éste naciera, disfrutar de la vista por primera vez. Pero observé que había varios pedazos de cemento semicircular, muy pequeños, con textos en él. Me acerco a uno de esos pedazos para que ver lo que tenía escrito, y decía lo siguiente: “Mario; 2015-2015; mi padre salió a comprarme medicinas para la calentura pero se tardó más de lo previsto. Mi madre no pudo consolarme, por lo tanto, no pude más”. Me consterno a tal punto que aparto la mirada de que, al parecer, es una lápida. Aparto la mirada de lo que resultó ser la tumba de un niño recién nacido, que murió por razones que sus padres no pudieron remediar a tiempo. Ya no quería seguir allí, y de alguna manera, mis piernas entendían ese deseo y recorrí el patio, hasta observarlo por completo. Mi sorpresa me abruma a tal grado que las manos no son suficientes para ocultar mi cara del espanto. Al parecer, eso no era la única lápida que había en el lugar. Hay decenas. Me acerco a una para leer la leyenda: “Leticia; 2010-2012; mi madre tenía que cuidarme luego de que mi padre nos abandonara a las dos. Un día no pudo pagar la comida y me dio mucha hambre hasta que me tumbó por completo”. Otras tenían escrito el mismo año de nacimiento que el de muerte: “Diego; 1999-1999; mi mamá quiso traerme al mundo ella sola, y algo salió mal”. Se me llenaron los ojos de lágrimas, no por tristeza, sino por asco, asco por el terror que me producía ver las lápidas y sus inscripciones. De repente, el estómago empieza a moverse desde adentro, las convulsiones son tan violentas, que siento que pierdo el equilibrio. ¿El bebé está molesto? No, es algo más. ¡Está asustado! ¿A qué le teme? ¿A mí? ¡Ya sé! A este lugar. Yo también. Ya no quiero seguir aquí. Mis piernas se aguadan tanto que no puedo sostenerme más tiempo, estoy por caer al suelo de tierra, si no es que una mano me agarra del brazo derecho y evita que caiga en el pasto de ese patio que hasta hace veinte minutos, me parecía un lugar alegre y acogedor. Veo por el lado del que creo que vino la mano, y descubro que es Esteban quien me sostuvo. Su semblante era de preocupación. Me pregunta si me encuentro bien. Le contesto que “ahora sí”. Su presencia me reconforta. Me pregunta qué hacía allí. —Vi que tenían un patio trasero, y me dio curiosidad ver qué había aquí. A lado de Esteban veo al doctor que me atendió hace media hora, él también se muestra preocupado por mí. Hago traspiés conmigo, para hacerles creer que estoy bien. El doctor me observa atentamente y se convence. Le desvío la mirada a los dos y vuelvo a observar el patio y sus lápidas con sus inscripciones, que me resultan desgarradoras, a mí y a cualquier madre. —Disculpe, doctor. ¿Qué es este lugar? —pregunto al doctor. —Es el cementerio de bebés —responde el doctor impasible. Parece ser que no es la primera vez que le preguntan lo mismo. —¿Para qué lo hicieron? —vuelvo a interrogar. —Para enterrar a sus hijos cuando éstos han muerto por negligencia de sus padres u otros ligados a ellos —era apabullante la serenidad con la que el doctor respondía la pregunta. —¿¡Por qué!? —siento rabia, a tal grado, que ocupa el ambiente en el lugar. Esteban me sujeta la mano con intención de calmarme, pero no puedo. Me siento indignada. —Son los tiempos, señorita. Ya no es como antes. Los jóvenes piensan por sí mismos, y por lo tanto, las familias a veces no quieren que nadie piense diferente que ellos. Y esas ideas son lo que representan los bebés enterrados aquí. —¡Qué horrible! —me tapo la boca. Quiero evitar decir algo inapropiado. Pero el enojo llena mi cuerpo, que no puedo controlarlo. —¿Por qué sólo de bebés? —Esteban preguntó al doctor. Estaba indignado pero no tanto como yo. —El panteón municipal se llenó de las muchas parejas que se suicidaban, meses después de haber perdido a sus bebés. No tener el apoyo de ninguna parte los puso en depresión. Debíamos evitar ese dolor. Por eso se creó este cementerio de bebés. Aquí los visitan las parejas que han perdido a sus hijos recién nacidos. Agradecen saber que están en un lugar mejor.-el doctor parece ser un muñeco de ventrílocuo. No reacciona para nada a su discurso. Como si no fuese él quien está hablando. Siento que en cualquier momento voy a soltar la rabia que llevo dentro, hasta que siento mi vientre revolotearse incesantemente. Algo tiene mi bebé. Su reacción es diferente a lo que había visto antes. Está alterado. No sé cómo, pero algo lo tiene precipitado. Estoy segura de que es este cementerio. Ya no quiere estar más tiempo allí. Yo tampoco. —Vámonos Esteban. Ya no quiero estar más tiempo aquí. —Ya nos vamos, mi amor. No te preocupes.-esta vez su mano se torna suave y cariñosa al tomar mi brazo. Su último comentario me enoja tanto, que me aparto de él. —No me digas que no me preocupe. Ya quiero irme de inmediato. A la voz de “ya”, cabrón.-mi histeria alcanza un nivel masivo, que los dos hombres se muestran incrédulos ante tal reacción. Avanzo por mi cuenta para salir por fin del cementerio, parezco avanzar a traspiés, que Esteban, nuevamente, me toma de mi brazo, más para agarrarme, para detenerme. Lo quito de mi camino. No quiero saber de él. De nadie. Es cuando el doctor se me cruza de frente, me mira fijo y, sin previo aviso, me pica con una jeringa, del cual, no alcanzo a reaccionar para sacármelo de encima. Me aparto de él y continúo mi camino pero mi cuerpo no responde, se entumece, se adormila, mis ojos se cierran, y eso es todo. II Despierto y observo el lugar en el que me encuentro ahora. Reconozco la cama en la que estoy acostada, como también el cuarto y, posiblemente, el lugar. Es nuestra casa. Me levanto y salgo del cuarto. Recorro el pasillo, me dirijo a la cocina, veo sentado a Esteban en una de las sillas del comedor, bebiendo algo de lo que creo, es su taza favorita. Apuesto lo que quiera, que la bebida es té de limón. Siempre lo toma cuando necesita calma. Irónico que lo esté bebiendo. La que necesita calmarse soy yo. —¿Cómo te sientes? —me pregunta Esteban sereno. Me pasa la silla que quedó libre para que me siente. —Ya bien. Gracias por preguntar —tomo asiento junto a Esteban mientras le respondo. —¡Qué bien! Tómate esto —me ofrece lo que queda de lo que está bebiendo. Es té de limón, lo supuse correctamente. Me lo tomo sin tregua. Dejo la taza en la mesa, y ambos estamos en silencio total. —¿Tenemos que hablar sobre lo que pasó hace rato? —me pregunta Esteban mientras me toma de las manos. Le permito agarrármelas. Ya no estoy histérica. Pero sé que él aún está en modo alerta, no por mí ni por él, sino por el bebé. —¿Sobre qué tendríamos que hablar? Fue una situación en la que yo no pude anticipar ni tampoco controlar. No hay de lo que se tenga que mencionar jamás, —sentencié, segura de que Esteban lo entendía perfectamente —eso sí, prométeme que no me dejarás ver ese lugar otra vez. ¡Prométemelo! Por favor. El pecho se me contraía, la cara me dolía, mis ojos se humedecieron, dejaron escapar lágrimas que no pude contar. Esteban se acercó y me dio un abrazo del que me produjo pesar. Lloro desmesuradamente pero Esteban no puede escucharme. Está bien. No quiero que nadie más que mi bebé y yo escuche mi pena. Y él lo sabe. Parece ser que lo sabido en mucho tiempo. Pasó una semana desde aquel incidente, nadie habló sobre el hospital, el doctor o el cementerio de bebés. Fue un tiempo en el que me sentí sin preocupación ni pena alguna. Pero luego Esteban me recordó que había que hacerse el chequeo semanal. Me llené de angustia al escuchar esa noticia. Sabía lo que eso significaba. ¿Exponer a mi bebé a la pena que mostraba ese cementerio? ¿No podía haber otra forma de checarse, sin tener que pasar por allí? Vamos a pesar de mi terror, debíamos saber cómo estaba nuestro hijo. Llegamos y esperamos en la misma silla que la última vez. El recibimiento fue el mismo por el doctor cuando llegó nuestro turno. El proceso, igual. Todo era normal. Pero yo no lo sentía así. Mientras vemos al bebé en el ultrasonido, noto algo diferente en él, no sé cómo describirlo, pero algo le pasa. Se mueve de una manera extraña, algo que no había visto antes. Esteban y el doctor no lo notan, pero yo sé que algo tiene. La angustia empieza a llenarme como cuando quise marcharme del cementerio de bebés. Intento levantarme y agarrar marcha para salir del cuarto. Le pido a Esteban que por favor nos vayamos. Él está confundido. No entiende mi actitud. El doctor tampoco. Esteban me pregunta qué me pasa pero no le contesto. El doctor me pregunta si encontré algún problema. Tampoco le contesto. No puedo describir lo que acabo de percibir. Sólo sé que si lo encuentro me llenaré de desesperación leí las inscripciones en las lápidas. También a mi pequeño. Me salgo del hospital antes que Esteban, el doctor me quiere decir algo pero no lo escucho. Está bien. No creo necesitar nada de lo que me diga. Afuera, noto que mi bebé empieza a moverse. Esta vez más enérgico que lo mostrado en el ultrasonido. Otra vez, es una reacción diferente. Lo siento indignado. No entiendo cómo ni por qué pero lo sabía. El dolor es muy fuerte que camino para que se me quite, mis pies avanzan sin saber a dónde, pero el dolor se va, por fin. Y, de alguna manera qué tampoco podía descifrar, terminé encontrándome en el cementerio de bebés. Había gente esta vez, hombres y mujeres, iban con ramos de rosas, rojas y amarillas, otras personas llevaban ramos de cempasúchil. Veo que las dejan por encima de las lápidas. Me acerco a una mujer que deja flores en una lápida. Me acerco para ver qué dice en él: “Braulio; 1978-1979; Mi mamá se metía drogas al cuerpo y eso me afectó. Cuando se dio cuenta, ya era muy tarde”. Nuevamente, el horror me llena a tal nivel, que oculto la mirada de la tumba y la mujer que vino a dejarle rosas. La mujer se percata de mi presencia y me pregunta si estoy bien. Le contesto que sí pero ella no está segura. Luego me confirma que es por el cementerio de bebés. Le asiento con la cabeza por esa suposición. Me desvía la mirada y observa la lápida que le dejó las rosas. Tengo curiosidad por lo ocurrido al bebé enterrado. Le pregunto a la mujer qué le ocurrió. —Mi hija era una buena chica. Siempre alegre. Andaba con amigas que también eran buenas y alegres. Todo fue que se hizo novia de un mal viviente. Faltaba a clases por pasarse tiempo con él. Ya no nos hablaba más. Todo su mundo era ese bribón. ¿Y cómo le recompensó? Embarazándola y dejarla en cuanto se lo contó. Mi esposo la echó de la casa en cuanto supo del embarazo y de quién era. No pude ayudarla. No aguantó la presión de encargarse ella sola de mi nieto y se drogaba para quitarse la tristeza. Más tarde le terminaría pagando caro.-la mujer lloraba desmesuradamente. No le importaba que yo o cualquiera de los presentes la escuchasen gritar por el llanto. ¡Qué horror! Sentí que también me iba a llegar las ganas de llorar y me fui a ver quién más vino a dejarles flores a sus bebés muertos. Es cuando veo a otra mujer dejando flores de cempasúchil a una lápida que decía lo siguiente: “Mariana; 1999-1999; Mi abuelo obligó a mi mamá a abortarme luego de que amenazara a mi papá con matarlo si no se alejaba de los dos”. Me indigné al leer aquello. Que canallada la que le hicieron a aquella criatura. La mujer se me acercó y me contó su historia. —Mi hermana y su novio se amaban como nunca había visto en aquella época. Pero el novio no era rico ni venía de una familia con dinero, y eso indignaba a mi padre. De inmediato le prohibió que se vieran pero ella no quiso. Una noche se escaparon de casa y se fueron muy lejos, a vivir su vida juntos. Pero mi padre los encontró luego de un mes. Mandó a su gente a encontrar a mi hermana, y luego a golpear mi cuñado, hasta que lo mataron. Mi padre nunca le dijo la verdad a mi hermana. Ella tuvo que abortar a su bebé. Una semana después, se enteró lo que hizo mi padre. Lo insultó como no tienes idea. Una noche, se encerró en el baño de nuestra casa y se llenó de pastillas. Mi madre la encontró. Ya no respiraba. La llevamos al hospital pero ya era tarde. Mi madre y yo nunca se lo perdonamos a mi padre. Tampoco me lo he perdonado. Debí hacer algo.-la mujer se alejó esta vez. Yo continué mi camino hasta llegar a la siguiente lápida. Esta lápida traía la leyenda que decía lo siguiente: “Esmeralda; 1984-1985; Mi mamá quería tenerme pero mi papá no. Y todos apoyaron a mi padre”. Me tapé la boca con las manos, aunque mis ojos hacían ver el horror que me llenaba. “¿Quién no quiere tener a su bebé? ¿Cómo pueden ser tan inhumanas las personas?”, pienso entres la rabia que siento en ese momento. Es cuando va pasando una mujer que se agachó para dejarle rosas, amarillas esta vez, a la lápida. Como a las mujeres anteriores, le pregunté qué le pasó al bebé enterrado. —Su padre de mi hija y yo teníamos una aventura a costa de quien era en ese entonces su esposa. El me aseguró de que se iban a divorciar, así estaríamos junto él y yo. El infeliz me mintió. Nunca se separó de su esposa. Se metió conmigo y él me vio la cara. Cuando le dije que estaba embarazada y que la niña era su hija, armó un escándalo. Aseguró que no era cierto. Puso a todos en mi contra. Incluso mi familia. Creyeron que yo era una cazafortunas, y que sólo quería andar con él por su dinero. No era cierto. Pero no podía hacer nada. El gobierno me obligó a entregar mi bebé al gobierno al dar a luz. Yo no quise separarme pero no pude hacer nada. Tardé un año en encontrarla. La tenían en contrabando. Era unos miserables. La pobre había aspirado cuanto droga no puedas imaginarte. La llevé al hospital para que la atendieran. La noche siguiente, dejó de respirar. Mi niña preciosa. El cabrón de su padre, mi familia, el gobierno, todos, me la arrebataron. ¡Que se vayan a la chingada!-la mujer se retiró con su llanto incontrolado. Me fui de inmediato para no pensar en ese recuerdo. La siguiente lápida que observé tenía la siguiente leyenda: “Antonio; 1963-1965; no me dejaron venir al mundo porque Dios quiso que tuviese una mamá y no dos”. El mensaje era tan impactante como las anteriores. Mi corazón parece retumbar enormes pulsadas por el terror que me provoca leer las inscripciones. En ese momento, una mujer, anciana, se acerca a dejar flores de cempasúchil en la tumba. Ella debe saber algo. Me mira fijamente, e intuye que quiero saber la historia del pequeño Antonio. —Tenía dieciséis cuando supe que era lesbiana. Una fiesta que nos invitó una amiga conocí al amor de mi vida: Susana. Que bello nombre, igual que la persona que lo portaba. Hablamos, y de inmediato, supe que también era como yo. Sentimos la misma atracción y empezamos a salir en secreto. La época no se prestaba para que gente como nosotras nos tomara en serio. Al cumplir los dieciocho, decidimos alejarnos de nuestras familias y la gente que conocíamos. Compramos una casa. Deseábamos formar nuestra propia familia, pero aún no nos aceptaban, por lo tanto, tampoco lo aceptarían a nuestro futuro hijo/a. Esperamos que llegara nuestra oportunidad. Hubo una compañera de escuela que dio a luz a un niño después de un romance que tuvo con alguien, que la dejó después de saber que estaba embarazada. Nos dejó al niño a las dos, con la condición de que no dijéramos nada de ella. Guardamos el secreto y nos dejó al bebé. Lo cuidamos por dos años. Todo iba bien. Todo era perfecto. Hasta que la gente se dio cuenta de nuestra relación con mi prometida y también de que teníamos un hijo. Una noche entraron a nuestra casa a sacarnos por la fuerza. Me sujetaron tan fuerte que no me pude zafar. Me forzaron a observar cómo los mataban a diestra y siniestra a Susana y al bebé. Cómo los dejaban en la entrada de la casa, muriéndose con las heridas terribles que les dejaron. No eran más que una masa de carne viviente. Ellos se marcharon y me soltaron. Quise ayudarles a mi prometida y mi hijo pero ya no pude hacer nada. Cuando fue el velorio de Susi no me dejaron presentarme. A mi hijo, por otro lado, me permitieron conservarlo. Los del hospital me ayudaron a enterrarlo en este. Pero me da tristeza. Hubiera querido vivir la época en la que viven los jóvenes de ahora. ¿Por qué el tiempo es tan injusto? —la anciana se puso las manos a la cara mientras lloraba con soltura. Me alejé de allí para no ser una molestia. Es cuando, de nuevo, sentí las contracciones dentro de mí, el bebé está sintiendo algo. Lo percibo. Es tristeza. Lo puedo asegurar esta vez. Algo lo pone melancólico. Será la historia que escuchó de la anciana, o la pena que no puedo soltar por escucharla a ella y a las demás mujeres. De cualquier manera, algo no le parece a mi hijo. ¿Qué tienes, mi niño hermoso? De sorpresa, me percato que a una de las lápidas llega un hombre a pararse enfrente, parece más un muchacho. No ha de tener más de veinticinco. Lo veo desencajado. Lleva un ramo de rosas rojas que posa en la tumba. Alcanzo a ver entre la espalda del chico la leyenda que lleva la lápida: “Minerva; 2019-2019; Mi madre no quería tenerme pero mi papá sí. Y como no era su cuerpo, no contaba su opinión”. Siento que el vientre se balancea sin cesar. Este movimiento es de miedo. Está asustado. ¿A qué le tiene miedo? Es por esa tumba. Me acerco al joven para preguntarle qué pasó con la niña. —Mi novia y yo nos conocimos en el último año de la prepa. Éramos muy felices ella y yo. Todos nos veían como una pareja perfecta. Iniciamos la universidad cuando ella se embarazó de nuestra hija. Me sentí el hombre más dichoso. Mis padres y los de ella también. Pero Isabela dijo que no estaba lista para ser mamá aún. Le dije que no había problema con eso. Mis padres nos ayudarían a cuidarla mientras estudiábamos. Pero ella no estaba tan segura. Creí que sólo sería una confusión de un momento, hasta que empezó a juntarse con sus amigas y no conmigo. La convencieron de creer que la obligué a embarazarse, de que yo quise amarrarla a mí para tratarla como esclava y luego dejarla por alguien más. No di crédito a esas cosas que le contaban sobre mí, no fue ni en un ciento por ciento. Pero ella les creyó más a sus amigas, en vez de su novio. Un día, idearon un plan del cual yo no supe hasta muy tarde. Mi novia dejó de estar embarazada. Me dejó sin la oportunidad de ser papá, ni tampoco tomar la palabra sobre esa decisión. Me dijo que era su cuerpo, por lo tanto, su decisión. Me he sentido abatido desde entonces. Los pedazos de mi hija los guardaron en este hospital para que lo enterrara aquí, en el cementerio de bebés. La visito de vez en cuando. No puedo ocultar la vergüenza y el dolor por no poder si siquiera cargarla con mis manos. Entiendo que era su cuerpo de mi novia, lo reconozco. Pero mis genes también estaban en ese bebé que crecía en sus entrañas. ¿Acaso eso no contaba? ¿Ese aspecto no merecía el derecho, si quiera, de tomar la palabra en esa decisión? Serán otros tiempos, pero es la misma situación. Siempre uno/a debe tomar la decisión por los dos.-el joven se agachó para besar la lápida, y se marchó del lugar. Aquella historia me dejó muy contrariada, jamás llegué a pensar de esa forma. Cada relato que he escuchado es tan horrible como increíble. ¿Qué significado tiene traer bebés al mundo, si el mundo no acepta primero a los padres que traen a los bebés? ¿Eso nos pasará a mí y a Esteban cuando nazca nuestro hijo? ¡Qué horrible! Es cuando mi estómago empieza a contraerse. Sé lo que pasa. Mi bebé está asustado. Pero es un miedo diferente. Es terror. Está aterrado. ¿Qué pasó? ¿Acaso fue algo que dije? ¿Fue algo que pensé? No lo sé. Las contracciones son cada vez más fuertes. Tengo que sentarme en el pasto que hay en el cementerio porque ya no puedo estar más tiempo parada. Es mucho el dolor que tengo. El bebé quiere salir. Yo igual quiero que salga. Pero necesito ayuda. Veo por todo el cementerio y descubro que no hay nadie para auxiliarme. Estoy sola. Me moriré si nadie me ayuda. Grito desesperadamente pidiendo auxilio pero nadie viene. El dolor es tan intenso, estoy cansada, mis ojos se desvanecen. ¿Acaso me moriré en este horrible cementerio? Si es así, no me importa, mientras no se muera mi hijo. Por favor, que alguien me ayude. Es cuando escucho una voz que llega para cargarme con el enorme bulto que tengo por panza y me lleva dentro del hospital. Su voz me es conocida. Es Esteban. Por fin, estás a mi lado, mi amor. Su presencia calma mi dolor. Llegamos al interior del hospital, varias personas se arremolinan entre mí y me llevan más adentro. Esteban se hace más pequeño. Ya no lo veo. Por favor, dejen que él me siga. Lo necesito. Mi bebé lo necesita. El cuarto lo percibo oscuro, el ambiente se presiente frío y solitario. Me levantan de la silla y me acuestan en la camilla. Me ponen una máscara en la boca, sale un gas que más tarde me aturde hasta quedarme dormida. Desperté y lo primero que siento fue el vacío en mi vientre. Me lo toco de inmediato y lo noto más delgado. Ya no está mi bebé. ¿A dónde se lo llevaron? ¿Qué hicieron con él? De nuevo me entra la histeria, veo varias mangueras pequeñas que van adheridas a mis brazos, de las cuales, están conectadas a un aparato que al parecer me mide mi pulso cardíaco. Lo miro y observo en el monitor del aparato las rayas que van y vienen. Mi pulso está elevado. Es claro que estoy alterada. Escucho que una puerta se abre desde afuera, entra el doctor de siempre y a un lado también Esteban. A los dos los noto raros. Tienen una mirada desencajada. Como la de aquel joven con su hija que murió porque su madre decidió sobre él y su hija. Me entran sensaciones macabras que no puedo aceptar. Díganme, por favor, qué pasó con mi bebé. —Lo sentimos, señorita. Se hizo lo que pudo. Su bebé nació con mucha insuficiencia respiratoria, producto del estrés que usted sentía previo al nacimiento —lo miré a Esteban, impactada. No puedo aceptar que esto esté pasando. Mi pecho se llena de aire y los ojos de lágrimas. Retiro la mirada del doctor. No quiero saber más de él. No quiero saber de nadie. El doctor entiende eso y se retira del cuarto. Esteban se queda. Una vez que el doctor sale por fin del cuarto, suelto el llanto que impedía hace poco. Ambos desahogamos nuestra pena, abrazados sin soltarse en absoluto. Como me hubiera gustado abrazar a mi bebé. III Esteban y yo nos fuimos distanciando poco después de la tragedia, no hablábamos como antes lo hacíamos, ya ni siquiera nos mirábamos a la cara. Por las noches, él quería abrazarme pero yo no se lo permitía. Su presencia me resultaba insoportable en ese momento. Reconozco que dio de su parte para que volviésemos a ser pareja feliz de antes pero ya nada volvió a ser lo mismo para mí. Aquella experiencia se me quedó grabado en mi mente y en mi vientre. Esteban se fue un día y ya no regresó. Me quedé sola en aquella inmensa casa, donde sólo me hacía pensar en el bebé que pude haber tenido. Decidí visitar el hospital. Habían transcurrido un par de meses. El recuerdo de mi hijo muriendo mientras trataba de salir de mí aún está presente. No puedo evitar sentir pena por eso y me pongo a llorar. Me voy por la parte trasera donde está el cementerio de bebés. Al llegar, observo que en una de las esquinas, había una lápida en la que no hay nada escrito. Me tomo unos segundos entender para quien era esa lápida. Luego lo resuelvo, es para mi hijo. ¿Mi bebé que no pudo ver siquiera la luz del sol porque sólo pude pensar en este lugar, y quieren que lo entierre aquí? Están locos. Escucho que una voz me llama desde atrás, volteo y veo que es el mismo doctor, él se acerca hasta estar de frente. No quiero verlo. Estoy por pedirle que se vaya pero él se adelanta, dándome el siguiente discurso: —Hola. Me alegra que esté aquí. Ya sé que no decidió dónde quería ser enterrado, pero reservamos ese espacio para que enterraras a tu hijo. Aún lo tenemos en el laboratorio. Te llamamos pero no contestabas. Quisimos llamar a tu esposo pero me dijo que ya no estaban casados. Que la decisión era tuya ahora. No sabía si sentir halago o disgusto. Primero me abandona en un momento de vulnerabilidad y luego me deja toda la responsabilidad. ¡Qué poca madre la suya! No tenía que esperar más el doctor. Me decisión sería “está bien”. El doctor asintió y mandó a llamar a una enfermera, quien se fue y regresó después de un minuto de ausencia, con cincel y martillo. Se acercó y me preguntó si quería ser yo quien escribiese el lema en la lápida de mi hijo. Tomé las dos herramientas y dispuse a escribir lo siguiente: “Sin nombre; 2021-2021; Un día, mi madre se quedó viendo el cementerio de bebés y el miedo por acabar allí fue tanto, que acabé aquí y ni mi padre lo pudo evitar”. Estuvo bien para mí. No le puse nombre, para que nadie más que yo y el doctor supiesen lo que pasó y cómo ocurrió. Es una vida que no merece que se divulgue por otra boca que no sea la mía.
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