KioscoCírdan Ápeiron En la plaza de un pueblo costero, existía un kiosco hexagonal; lucía sus seis pilares metálicos y blancos. Una escalerilla de rojo folklórico, un techo con forma de cono o aviario libertario. Las pequeñas bardas alrededor de los pilares eran del mismo color de estos, adornadas en sus centros con macetas de cempasúchil infértiles. Ahí había muerto la única literata de todos los tiempos pueblerinos, crucificada por una pandilla de persignadas penitentes; juraron confundirla con Magdalena, cuando ella recitaba a sus esposos algunos versos donde les desnudaba para purificarles con lírica incendiaria, perdonándoles la traición universal a la mujer enamorada.
Le amarraron a uno de los pilares con sogas espinosas. Al lanzarle palomas muertas, le gritaban con una histeria coral: “Virgen y atea, al infierno libre seas”, un monaguillo por detrás del pilar le estranguló con una bufanda clerical para santificar sus últimas palabras asfixiadas: “Soy aquella que volvió al infierno en un edén de diosas líricas”. Ninguno de los pueblerinos se atrevía a poner un pie en el kiosco desde la muerte de esa mujer repudiada, le temían como si fuese un templo maldito. Era mayor su superstición parroquial que la fe en una mujer verdadera, poética. Las seis macetas seguían sin florecer a pesar de los sonetos musicales que les recitaba el hijo de aquel monaguillo que la asesinó; al rebelde recitador, la mayoría en el pueblo, con sus rosarios de madera relucientes al sol por manchas ensangrentadas, históricas; le escupía los pies para gritarle con un desprecio devoto: “Ojalá te los lave la literata pagana”. Fastidiado de las amenazas altisonantes, vociferadas por su padre para no subir por las escalerillas del kiosco; cuando todo el pueblo dormía, sereno por ser ya confesados. Al claro de luna, temerario subía por las escalerillas rojas, a su paso, estas desprendían un olor a sangre fresca, caída de algunos labios estrangulados. Al posarse en medio del kiosco, las macetas entre pétalos ardidos liberaban palomas naranjas. Con ese aroma a muerte festiva y las palomas sobre de él, quemándose al cantar su eco monótono a delirio anónimo, miró subir las escaleras a una mujer vestida con una manta blanca, a su cuerpo esbelto enrollado como una sábana lapidaria. —Tú eres hijo del hombre que me estranguló por la espalda amarrada. Se enamoró tanto de mí que, para no pecar, me mató. Tu voz me despertaba, has florecido los cempasúchiles baldíos. Te conozco, ¿serás Adán o Romeo? ¡Ya! La hibridación moderna de ellos buscándome en pleno plenilunio nuevo. No me temas por no recordarme, acércate, sentémonos en esta bardilla blanquecina —ella le extendía los brazos, sentada junto a la maceta de llamas diminutas, con el eco palomino. Sus ojos violetas por la luz nocturna, parecían lavandas esféricas, consteladas. —No debo temerte, no heredé la cobardía puritana de mi padre, el inconfesable. Además, te pareces a mí, no dudes por hacer lo mismo que tú, pero con mujeres arrepentidas de confesarse amantes luciferinas me confundan al creerme el treceavo apóstol, ese jamás delató los versos perdidos del judío errante —el joven vestido con sus pantalones pesqueros, sandalias y una guayabera carmesí, caminaba hacia esa poetiza escultural que le miraba deseosa. Él le recordará. Sentados en la bardilla, colocada a lado de las escaleras rojas, él le susurró columpiando su cuerpo hacia ella y las llamas palominas: “Sí, la gitana parisina o lo esclava romana, al fin, poesía de luz encarnada”. Ella, con una caricia repentina le cerró los ojos para murmurar pensativa: “Al fin, la memoria solo cuando ama se vuelve infinita justiciera”. —Bailemos en el centro del kiosco, no morirás por ellos, ¿temerías morir por amarme? —ella se levantó para tomarle de la mano, mirándole en su silencio fragmentado por una respuesta inevitable: “Seamos el vivir y la muerte, danzando para enamorarse paradójicos”. Seis garzas blancas e inesperadas se posaban en cada bardilla del kiosco, abrían el pico grande para devorar a las palomas de cempasúchil, brillándoles el pecho anaranjado, trinaban contrariadas, una melodía armónica como los latidos de ellos al danzar solitarios por cada pilar de luna aluzado. Danzando se volvían calaveras perladas y desnudas, mirándose con esos ojos vivos, memoriosos de sí. El suelo del kiosco giratorio se partió para mostrar una escalera empedrada, descendiente e infinita que vislumbraba a un edén distinto al bíblico; las mujeres libres mordían los frutos, para luego recitar versos, mutaban en arpas aladas entonando un vals sin fin musical. Ellos, calavéricos y clareados por la luz nocturna, descendían por la escalera edénica; las garzas volando alrededor del kiosco le desaparecieron junto con ellos entre un fuego blanquecino, pestilente a cempasúchil. Las llamas fueron polvo devorado por las aladas. Volaban sobre las casas de los pueblerinos, trinando esa melodía insoportable para la consciencia de los durmientes, que les despertaron para suicidarse ahorcados por sogas emplumadas de los altos faroles afuera de sus casas. Se campaneaban muertos por el farol de luz casi extinto, claroscuros, mirando hacia el cielo sin estrellas y la luna recién eclipsada, sin pisar la superficie terráquea de un edén subterráneo, romancero o abismal.
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Marzo 2024
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