ViudaCírdan Ápeiron (México) Se paseaba una mujer vestida de luto por el parque frente al palacio de gobierno, en ese pueblo donde el suicidio era un acto de heroísmo libertador, natural en los días de vida, carente de amor. Llevaba de la mano a un niño con su trajecito negro, mirando a las mujeres y los pajarillos como si les recordara en la temeridad de aquellos enamorados inmemorables, los que despreciaban los rituales morales por una mujer inalcanzable, mortífera.
En la cafetería del parque pueblerino, ya se le conocía como la viuda del maguillo misántropo, ese que se atrevió a tener más fe en la naturaleza con sus revoluciones cósmicas, antes de tener convicción por una humanidad de sí infame; era delgada con ojos negros, el vestido se amoldaba con tal virtud estética a su ser noctambulo, pareciendo su piel incolora de un telar abismal, divino y macabro. El niño era idéntico a su padre difunto. Sonriéndole a las jóvenes sentadas en las banquillas verdes, les despertaba un ingenuo erotismo, él que era un niño, les sonrojaba al recitarles algunos versos de su padre que orgulloso memorizó; la viuda al mirarlo, le acariciaba sus cabellos castaños, pensando en el joven sombrío, en alguna tarde junto a ella sentado sobre esa banca oliva, con los mismos versos la enamoró; jugando a ser un suicida eterno en su mirada de luz atardecida, inacabada. La viuda amaba a su hijo como el heredero de esa inventiva literaria; creadora de mundos sutiles y peligrosos para los cobardes no suelen imaginarse siendo otros distintos a sus circunstancias terrestres. Tenía una fe compulsiva en que el niño heredaría los dones liricos de su padre. Él, murió envenado por sus colegas posmodernos, antes de saberse engendrador de un niño temía existiera; le dolía imaginarlo atormentado con las inclemencias mentales que a él por momentos lo llevaban a maldecirse por ser un humano enraizado de poesía revolucionaria. Una tarde cualquiera en que la viuda, sentada de espaldas a la cafetería en esa banca verde, leía el diario de su amante perdido, se distrajo sin mirar correr al niño hacia la mesa del parasol negro, fuera del local cafetero; en ella estaban sentados los asesinos de su padre. Un par de jóvenes desaliñados, discutiendo sobre literatura posmoderna, percatándose del pequeño encantador, derramaron sus tazas de café al suelo adoquinado; era él, al que envenenaron para matarle con su poesía para ellos anticuada, rebelde y absurda. “Y si tuviésemos un hijo querida mía, jamás lo descuides, me temo mis amigos al verme de nuevo, volverían a matarme.” La viuda no separaba su mirada intrigada de las últimas páginas del diario, confiada en el silencio divagante de su futuro literato. Los otros en la mesa, hostigaban al niño de elegancia innata con preguntas que jamás hicieron a su padre cuando vivía. “¿Tú matarías a tus mejores amigos para salvarlos? ¿Sí fuesen escritores les perdonarías sus traiciones?” El niño sonreía con una frialdad espeluznante para sereno responderles: —¿Ustedes han matado a algún amigo literato? A mi padre así fue como lo asesinaron. Dudo lo hayan salvado, ni siquiera ellos se podrán salvar de él y sus palabras de verdades inconmensurables. ¿Perdonado? Mi madre jura los perdonó, sabiendo lo traicionarían. Así era según ella, su maguillo tempestuoso —el pequeño lúgubre les seguía mirando risueño; ellos se mordían los labios ansiosos, se parecía al asesinado hasta en esa voz solemne, lapidaria. “Cuídale como al descendiente divino de la poesía. No es solo una ideología, es una realidad incómoda para los que la siguen visionando como a una esclava estática de sus emociones compulsivas, residuales”, cerró el librillo rojo, aterrada no miro a su hijo silencioso. Recorrió todo el parque buscándolo, no pensó encontrarlo en la cafetería, muerto frente a los cadáveres de los asesinos del amante furtivo. —Bébelo niño. Es un té suprahumano, te inmortaliza en otros mundos inimaginables —los rufianes con desesperación, trataban de convencerlo. —Sé es el mismo veneno. Lo beberé no para ser traicionado por su ruindad rastrera, sino porque deseo suicidarme con el té se asesinó a mi padre; él debió morir así a causa de sus visiones poéticas. Morirán antes de bebérmelo, sospecho que la mesera les mira furiosa, se vengó amándolo —los jóvenes de gabardina oscura comenzaron a retorcerse en sus sillas, le miraban delirantes al caer en ese adoquín empapado del pasado venenillo. El niño sin asombro ni fatalidad, bebió el vaso con la sustancia grisácea. Empalideció para recitar casi muerto a la mesera inexpresiva: “A salud del amor mi padre escondió para ti, revelado en este momento del caos sublime o justiciero”. El pequeño cayó al adoquín rojizo, su vaso rodó hasta los pies de los otros, silencios inmóviles. La viuda lo miró con una tristeza por él profetizada, aun sin terminar de escribirse. Sin mirar al par de traicioneros ni a la mesera sollozante, escribía en la última y secreta página del diario: “Él morirá por tu descuido trágico; ellos no podrán matarlo, se suicidará con el mismo veneno me asesinaron o al fin me suicidare. La que les mató, se suicidará por la noche frente al espejo medieval le regalé. Tú lo harás después de escribir lo que enamorada te susurraré, bebiendo del venenillo. Así la muerte nuestra será una consecuencia esperada por destino planetario, ausente del amor no liberó”. Bebió del único vaso en la mesa cristalizada; esa tarde morían más suicidas pero por causa distinta, una muerte heroica ante los humanos se atrevían a seguir viviendo, sin amarse los unos a los otros, efímeros y poetizados.
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