Círdan Ápeiron - ViolinesAnocheció para él que todavía la amaba, sin saber la razón lo llevó a arrojarse en esa nostalgia mística, de sufrimiento sublime. Cubrió su camiseta blanca de manga larga con un suéter rojo, se acinturó sus pantalones de mezclilla negra, calzaba unos mocasines blancos; peinaba el cabello castaño y lacio hacia un lado, parecía un montañés siciliano, sin más arma que su escritura idílica, con una ausencia universal, la de la mujer se ama.
La noche anterior tuvo una visión diáfana; una mariposa de colores pasteles, posada sobre su rostro dormido, le despertó destilando sangre humana, encima de esos ojos confusos, soñolientos; cegado escuchó entre aleteos agónicos ese timbre de voz inconfundible para él, mezclado con la musicalidad de violines armonizando a paganini: “búscame en el purgatorio, donde la mujeres son paraíso infernal o tristeza abismal”. Así se llamaba el burdel ubicado a las afueras de esa ciudad pueblerina, tan civilizada, que al lado del purgatorio se hallaba un convento, por las noches abierto; se tenía la libertad necesaria para que las jóvenes monjas, si así lo decidían, se marchasen al purgatorio o las danzarinas fugaces se fueran al convento. Ninguno juzgaba, comprendían el vacío existente que en los humanos se debatía entre el vivir con una culpa mortífera o morir en una desmesura libertina, destinada por naturaleza. En esa ciudad ultramoderna, mucho menos se enjuiciaba a la mujer, le consideraban la más pura caricia efímera del amor cósmico. En el purgatorio se alababa a Venus. Ellas eran libres de marcharse cuando quisieran, el lugar lo mantenían ellos; era una especie de santuario, con pilares griegos como fachada nocturna. Adentro, las paredes eran espejos, había mesas de mármol con sillas metálicas austeras, se bebían vinos y todo tipo de licores. La música se componía de danzas griegas, persas o babilónicas, en las esquinas del techo, algunas bocinas las producían como un eco de consciencia embellecida. Ellas mismas elegían la lencería, el vino, con quién danzar o sentirse solas. Él, cerraba la puerta de su departamento con una angustia insospechada. Caminaría unas cuantas cuadras para llegar al purgatorio. Por el camino, una lechuza lo acosaba al trinar los violines de paganini detrás de su existir estrellado. Al estar frente al convento, que era un edificio antiguo de un par de pisos, con arquitectura clásica y el revelado purgatorio, la lechuza amarillenta se internó en los rosales del recinto bendito. Las puertas de piedra caliza estaban abiertas. Lo recibían con una inclinación respetuosa, un par de venus morenas, cabellos negros y largos, ojos verdes primavera, vestidas con lencería rosada, francesa. Amaban al escritor taciturno, por él, con esa visión de la poesía libertaria, había nacido en esa ciudad paradójica, el purgatorio. Se inclinaba para besarles las manos perfumadas con lociones de jazmín, les miraba como Venus, la evolución redentora de lo bello. Las paredes le reflejaban con una elegancia fatigada. Se sentó en la última mesa, pidiendo una botella de vino espumoso. Escuchaba con una distracción lastimera lo místico y sensual en la flauta persa. Una docena de venus al mirarlo solitario, dejaron a los otros seres noctámbulos para poner sus sillas en su mesa marmoleada, ártica. Los demás sabían quién era. Ellas en su ausencia del purgatorio, en ocasiones tan prolongadas para darlo por moribundo, recitaban los poemas que él les escribía en su honor, o los versos que ellas a él le escribían; las bocinas entonces eran murmullos del ser poético de los otros, aún no se atrevían a serlo en plenitud vivaz. —Diosas etéreas, les extrañé. Han decidido este temporal pasarlo en el purgatorio. Beban conmigo, el vino ilumine colorido a sus libertades divinas —a las doce sentadas les sirvió en sus copas plateadas de la botella verde oscura, la sangre ebria de aquellos su soledad vacían entre caricias alucinadas, figuraciones o verdades mortales. Ellas bebían con una fingida algarabía, les mortificaba mirar a su lírico revolucionario tan cansado de ser un humano con sentimientos de ruiseñor retraído. —Le miramos muy fatigado, Dionisio. ¿Se ha enamorado de verdad? —las doce esculturales venus, con sus miradas del fuego verdiazul, en coro le preguntaban con un dolor de amantes abandonadas. Él, sin mirarles, les respondió reflejándose pálido en las paredes musicales, griegas: “Sí, ustedes ya lo sabían. Me enamoré de todas, conjugadas en una sola mujer del amante presente, ella como origen del existir efímero, giratorio”. En esas paredes cristalizadas las miró en silencio llorar, desgarrándose por su Dionisio trágico. Ante tal escena, los demás terráqueos entre lágrimas silentes, en fila abandonaron el purgatorio, dejando en sus mesas como tributo, poemas sobre la escena dramática, reveladora, enrollados en papiros zafiros y bastante dinero como para que ellas fundaran otro santuario venusino; se dirigían al convento a confesarse ebrios, vacíos. Él pensó en dejarlas para marcharse a su departamento, sin encontrarla o perdiéndola de nuevo. De las puertas abiertas al diluvio nocturno, entró volando la lechuza herida por un diminuto crucifijo rojo en su pecho emplumado. Al reflejarla volar hacia ese Dionisio, las paredes estallaron ciegas y suicidas. Las doce venus eran la ausente amada, con su lencería afrancesada, negra. La lechuza moribunda se postró sobre la nuca oscura de una de ellas. Lo miraba con sus ojos amarillentos que destellaban una compasión por sí misma, tal que él miraba a la que tenía frente al rostro pálido, con un ansia de morir entre sus brazos extendidos para por fin deshabitar su humanidad temporal. —Me has encontrado cuando me perdía recordándote en el convento, con una culpa en mí, artificial, enfermiza. Con la libertad entristecida fui al purgatorio, bebía en tu mesa, sola. Así lo decidí frente a todos ellos. Las venus me acompañaban, recitando sus poemas para mí, después, libre, me suicidé por pensarte ya un ruiseñor nocturno. Desperté en esta mesa consciente y alada. Volé hasta encontrarte siendo un humano harto de sí —las doce hablaban a un mismo tiempo junto con las bocinas que hace rato interpretaban los violines de paganini. La lechuza cerraba sus ojos cansados, agonizantes sobre la nuca de cabellera oscura. —Eras el principio de sublimidad en todas ellas. Compañeras de soledad vacía —se levantó para tomar a la lechuza entre sus brazos cálidos. Le sacó del pecho el crucifijo, dejándolo caer al suelo pedregoso con un sentido impecable de absurdidad. Besó su pecho ensangrentado que cicatrizó al momento de hacerlo. Las doce amadas se levantaron de sus sillas para, lejos de la mesa marmolada, formar un círculo alrededor del Dionisio danzando al ritmo de los violines de paganini. La lechuza voló hacia el centro de la mesa, aleteando alegre, pasajera. Ellas le recitaban “vive ruiseñor el paraíso infernal, triste y poético”. Ya no era más un humano. Volaba un ruiseñor rojo con patas blancas en el centro del círculo danzante de los violines de paganini. Sin espejos la poesía mutaba incontenible, más allá del verbo letrado. Las doce venus eran mariposas coloridas volando caóticas por todos los rincones del purgatorio. La lechuza y el ruiseñor volaban fuera del burdel ultramoderno. Doce mariposas aleteaban fuego azulado al interior del burdel con una armonía purificadora. El purgatorio ardió solo un instante lunar, para luego ser una infinidad de luciérnagas allamaradas, huyendo hacia las estrellas distantes a miradas luz, fugitivas. Las doce mariposas se volvieron espejos por todos los cuartos del convento. Cada uno de los ahí huéspedes, sin excepción al mirarse en ellos, fueron venus y dionisios, decididos a volver el convento en otro purgatorio, con la esperanza de ser algún día libertados por la poesía viviente en sus amadas perdidas. La lechuza junto con el ruiseñor, trinaban por los rosales del futuro santuario sublimador, los violines de paganini con una melancolía honda, más allá de cualquier infierno paradisíaco o paradoja viva con tristeza terráquea.
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