El guardián del bienRusvelt Nivia Castellanos Al comienzo de aquel día, un duende salió temprano de su cabaña. En diversión, cogió por el sendero que estaba rayado de sol. Entre saltos se fue adentrando en el bosque. Anduvo por entre piedras y plantas. Regocijado, disfrutó el olor de las margaritas, de la naturaleza. Cada vez más fue yendo hacia los árboles frondosos.
Luego de un rato de caminata, él profundizó la mirada y a lo lejos advirtió la choza del campesino, Jeremías. Aquel hogar se hallaba recubierto por bejucos tupidos, por cigarras, grillos. Y el dueño resultaba estar allí, pobre con su sombrero, llorando como sin consuelo durante esa mañana, colmada de calor. Así lo supo el duende Darwin, quien había acabado de subirse a una acacia amarilla para espiar a Jeremías. Entre tanto, Darwin al advertir su tristeza, se bajó del tronco y corrió hasta donde este hombre campestre, vivo de piel morena. Se le acercó con sagacidad al hombre. Al tenerlo al frente, lo saludó con humor, cogiéndose la barba, después le preguntó: —¿Por qué lloras, amigo, qué te ha pasado? —Mira, mi única hija, Carla, se perdió ayer en la laguna encantada —dijo el señor entre lágrimas —en tan sólo un instante, ella se desapareció de mi presencia. Al no verla conmigo, yo pues la llamé a gritos, perseguí su perfume y la he buscado durante noche y día, sin descanso, pero nada que la encuentro. —Oye, amigo, y será que es por casualidad esa niña, la que viene por aquella pradera. El campesino entonces volteó la cabeza para ver hacia su derecha y supo que era ella, su hija, la inocente Carla. En cuanto al duende, rápido se escabulló por entre los arbustos, mas siguió haciendo su trabajo por el bosque, el cual era darle sorpresas a los desamparados.
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