Mimeógrafo #123 Agosto 2023 Heraldo opalescenteFrancois Villanueva Paravicino (Peru) La bahorrina y el hedor del arroyo atraían a los moscardones, cuyos zumbidos molestaban bajo el sol de mediodía hiriente y pesado como el plomo. Por las tardes, cuando la temperatura alcanzaba grados de fiebre, casi todo el pueblo era invadido por una atmósfera venérea, que solo era posible aguantar vestido con short y sandalias, tapándose a cada rato la nariz y siempre agitando un matamoscas.
El sueño de todos era ahorrar para marcharse a otro lugar, incluso a cualquiera de los pueblos más cercanos. Los pobladores vivían del campo, las ganancias eran exiguas. Por ello, al año se iban un par o un trío de familias, por lo que en estos tiempos solo quedaban pocos hogares. ―He visto un par de chiririnkas en las orillas del arroyo ―le advirtió el niño Miguel a su amigo Pepe, en la bodega del pueblo, una tarde tórrida―. Cuídate mucho, Pepito, porque tú vives cerca de ahí. ―El que debe tener cuidado debes ser tú, zonzo, porque tú lo viste, y ese bicho es de mal agüero ―dijo Pepe, a la defensiva. Al día siguiente, en la hora del almuerzo, cuando Miguel esperaba la sopa en su silla, frente de la mesa, distinguió, entre las moscas, encima del marco de madera de la ventana, a aquel insecto verdeazulado, opalescente, ventrudo, que parecía mirarlo de modo maquiavélico. Dudó unos segundos, con la boca y las pestañas fruncidas. Al final expresó con desesperación poniéndose de pie: ―Madre, otra vez he visto a la chiririnka. Doña Toña, que terminó de servir para ella y para su hijo, por el contrario, le sonrió y le dijo: ―Solo debes orar a Dios y a los Apus para que nos protejan, Miguel. ―Pero, ma, todos saben que la chiririnka es peligrosa… ―Nadie cambia el destino de los hombres, Micky. La chiririnka solo anuncia lo que está destinado, hijo, y no podemos hacer nada contra eso. ―¿Papá, cuándo regresará mamá? La verdad estoy muy preocupado… ―Llegará en tres días, Miguel, y será mejor que no te descuides de tus deberes, porque si no se enfadará. Miguel la abrazó y, aunque quiso llorar, sintió cierto alivio y se calmó. Al volver a sentarse, vio a la chiririnka salir por la ranura de la ventana. En la madrugada, cuando dormía, soñó que el arroyo apestoso desbordaba sus aguas de forma violenta, y con potencia arrastraba piedras, árboles, escombros de viviendas, hasta incluso cadáveres de animales y personas, y, de golpe, se despertó a las tres de la madrugada, con lágrimas en los ojos. Como una sentencia irrefutable, lo peor de todo fue escuchar el aleteo de aquel moscardón opalescente, que golpeteaba la puerta y que, de la nada, se perdía en las afueras. En la tarde, luego de la escuela, su madre le encargó traer agua en un par de baldes para el chancho que criaban, y, como todo niño obediente, salió de inmediato. Cuando bajaba la pendiente para llegar al arroyo, vio en la otra orilla una cosa brillosa, que, con el resplandor de la tarde, le pareció, a simple vista, un pequeño tesoro. Dejó a un lado los baldes, se quitó las sandalias, empezó a saltar con destreza sobre un par de piedras grandes y sobresalientes, pero en la tercera, como por arte de brujería, pisó mal y el pie en falso se hundió en el agua. Con un movimiento brusco, torpe, violento, cayó de espaldas y, como el ruido de un costal de papas al ser arrojado al piso, su cabeza tronó en seco al estrellarse con una roca sedimentada. Lanzó un gruñido, un quejido bronco, y su conciencia enlutó en segundos. Su padre llegó esa misma noche, había decidido regalarles su pronta presencia a sus seres más queridos, y encontró en su vivienda ―en la sala, sobre una mesa, con velas y flores, crucifijos y ofrendas― a su esposa y los vecinos velando a su pequeño. Dicen algunos que vieron a la chiririnka durante unos minutos y que, después, se disolvió en la nada.
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