El lector de obituariosHugo Norris Gahona (Chile) El otro día conocí una historia que me llamó profundamente la atención. Era la de un hombre que todos los días compraba impajaritablemente el periódico en el quisco de la esquina. Esto parecerá ser un acto común y corriente, y hasta intrascendente, dado que en general son muchos los motivos por los cuales alguien compra o lee el periódico.
Algunos lo compran para actualizarse sobre cómo va la economía del país, o para leer las columnas de opinión. Otros (que no son los menos), buscan los anuncios de empleo, o andan en la búsqueda de arriendo de un departamento o una habitación. También están los amantes de la sección de deportes, para saber los resultados de su equipo favorito. Están los que compran el periódico solo para ver la parte de espectáculos y artistas, y los que se van directamente a resolver el puzle o crucigrama. Pero el caso de este hombre, era particular. Esto pasó en el velorio de una excompañera del trabajo, Clara Cejas. Cuando entré a la sala del velatorio vi un rostro conocido, era Jacinto Rodríguez, un viejo compañero de la Escuela Industrial. Me hizo seña con la mano para que fuera hablar con él. ¡Sotito!, me gritó. Pensé que me llamaría para hablar de la occisa; lo típico, para recordar sus andanzas, proezas, infinitas virtudes, pues como bien se sabe, no hay muerto malo. Lo veía inquieto buscando entre la gente mirando para todos lados. Y me pregunta misterioso, si conocía a todas las personas que estaban en el velorio. Yo les respondí obviamente que no. Que hay mucha gente que conozco del tiempo en que trabaja con Clara, y a uno que otro familiar o amiga de la finada que me parecían cara conocida. Es imposible a conocer todos en un velorio, pues hay muchos familiares, amigos, y compañeros, familiares del familiar, y también amigos del amigo. ¡Eso es!, me dijo, ¡uno nunca sabe quién está en el velorio!, siempre hay alguien que uno no conoce; ni ha visto en su misera vida. Me decía Rodríguez mientras seguía mirando inquieto alrededor. Lo que recuerdo de Rodríguez, es que era un tipo de personalidad inquieta, muy extrovertido, siempre andaba comentando apasionadamente teorías de conspiración rusa, china, norcoreana o historias de evidencia alienígena. —Unos empleados que trabajan en la funeraria, me contaron que hay un hombre que se aparece en los funerales. —¿Y qué tiene de extraño que un hombre aparezca en un funeral? —¡Pero déjame terminar, pues, hombre!, que un hombre asista a un funeral no es algo extraño, lo extraño es que aparezca en todos los funerales que se realizan. —¿Qué probabilidad hay que una persona pueda asistir a todos los funerales que se realizan en una funeraria?, y es más, ¿qué posibilidades que este hombre aparezca también en las otras funerarias de la competencia? —preguntaba enigmático Rodríguez. —¡Y qué!, ¿acaso piensas que puede ser un alma en pena? —¡No sé qué pensar! Algunos empleados de la funeraria piensan que sí. Que es el alma de un antiguo dependiente del lugar que quedo acá varado. Otros comentan que es la misma muerte que viene a llevarse lo que queda de alma de los occisos. Los más racionales y escépticos dice que son cuentos de fantasmas, que siempre vinculan a las funerarias. Otros señalan que el hombre era alto, otros, que era pequeño, unos que era de contextura robusta, y otros delgada. —¡Por lo tanto, si había tantas y diversas versiones, lo más probable es que no era la misma persona o el mismo fantasma! —Por eso estoy mirando atentamente, por si hay alguien que resulte sospechoso. Cuando dijo eso Rodríguez, no pude aguantarme la risa, algunas personas en la sala me miraron con reprobación y encono. —¿Pero qué indicios según tú podrían ser sospechosos? ¿Qué podría resultar sospechoso de un hombre que asiste a un velorio? Sí, se ha visto gente borracha en los velorios. Los clásicos escándalos entre una amante y la esposa. Velorios con peleas por herencias. Velorios con balas al cielo y fuegos artificiales. Velorios con rancheras. Velorios con cánticos futboleros y un sinfín de manifestaciones variopintas. Ya nadie se muere como antes. —¡No lo sé!, quizás anda solo. —Yo vine solo. —¿Quizás está más pálido que de costumbre? —¡O quizás viene levitando! —le dije, y me largué nuevamente a reír. —¡No me agarres para el hueveo! ¿Acaso no te intriga saber por qué una persona asiste a todos los velorios? Esto al menos sale totalmente de lo común, ¿no te parece? —Mira, si tomamos en consideración lo que te comentaron; que un hombre asista a muchos velorios no es tan fuera de la común. Pues por lo general quienes se mueren son las personas de edad avanzada. Por lo que los velorios son los lugares de encuentro de los ancianos y ancianas, que vienen a dar el último adiós, a sus excompañeros, amigos o algún vecino o vecina. —Sí, pero este hombre va a todos los velorios. —¡Rodríguez, eso es imposible! Nadie va a todos los velorios. Y si es un fantasma, por lo que he escuchado, los fantasmas se aferran y quedan en un lugar determinado, que es significativo para ellos; y por lo que se comenta, se le ha visto en casi todas las funerarias, ergo es poco probable que sea un fantasma. Fue tanta el interés de Rodríguez que terminó contagiándome (o ganándome por cansancio) su espíritu de caza, fantasma o investigador paranormal. Según lo que sale en las películas y los libros; los fantasmas se aparecen a ciertas horas. Tampoco es que se expongan de manera pública, por lo que, de aparecer, quizás lo haga a ciertas horas de la madrugada. Todas las personas se veían hablando unos con otros, de par o en grupos, por lo que el hombre o fantasma no estaba aquí. Y si estuvo, ya se había ido. Generalmente, cuando voy los velorios estoy quince o veinticinco minutos, doy el pésame y me retiro. Sin embargo, en esta oportunidad, motivado por el interés obsesivo de Rodríguez, decidí quedarme hasta el final del velorio. Ya se había hecho tarde. Eran cerca de las veintidós horas. Se habían retirado todos los deudos, familiares y amigos, solo quedábamos nosotros y los empleados de la funeraria. Cuando aparece por la puerta del local, un hombre con un sombrero de paño y abrigo de color azul oscuro. No puedo negarlo, me dio un escalofrío que me recorrió desde la espalda hasta la nuca. Por más que le buscaba la cara, no daba con su rostro. Para ser sinceros no me parecía un fantasma. Aunque por su paso cansino parecía un alma en pena. Le agarré el brazo a Rodríguez y le dije que fuéramos a preguntarle al hombre si conoce a la finadita. Rodríguez no se notaba muy seguro de ir, y se frenó como si tuviera un cemento en los pies. —¡Vamos, pues hombre, qué esperas! —¡Hola, caballero, buenas noches! —Hola. (No tenía una voz de ultratumba) Se veía que era un hombre de carne y hueso, de unos sesenta años, aunque su cara hablaba de más años. Tenía unas ojeras marcadas, el rostro enjuto, la piel muy arrugada y un bigote pequeño. —¿Conocía usted a Claritas Cejas? —le preguntó Rodríguez. —¡No! —respondió seco el hombre. —Discúlpeme la pregunta, pero ¿por qué está aquí? —Esa es una historia más o menos larga de contar. —Proceda, tenemos tiempo, ¿verdad, Sotito? —Sí, tiempo es lo que más tenemos —respondí. Ahora que lo pienso, qué iluso es señalar en una funeraria, y al término de un velorio, que el tiempo es lo que más nos sobraba. —Yo era marino mercante, diez años atrás mi señora enfermó. Al principio pensábamos que era algo gástrico, sin embargo, tiempo después nos enteramos de que era algo más grave, cáncer de mamas. Yo estaba embarcado fuera del país, generalmente me iba por uno o dos meses. En esos momentos en el golfo de buena esperanza estaba en pleno apogeo la captura del atún. Me llamaron por radio, anunciando que mi señora había fallecido. Cuando me avisaron recién se cumplía un mes de faena. Yo estaba a cargo de la embarcación, por lo que no había mucho que decidir; la pesca debía seguir hasta el final. Cuando regresé, fui a dejarle flores a mi esposa al cementerio. Siempre quede con la espina de no haber visto el rostro de mi esposa. Elena era una mujer hermosa, y su sonrisa siempre iluminaba todo por donde andaba. Me torturaba pensar qué aspecto tendría su rostro inerte. En mis ratos de optimismo, la imaginaba con mirada y sonrisa radiante; con una flor de manzanilla en el pelo. En otro momento tenía pesadillas en que su rostro tenía una mueca de dolor; su piel se veía ajada y pálida, sin su sonrisa. Imaginármela así era un dolor inmenso. Porque Elena, créanme, era una mujer hermosa y alegre. —¡Disculpe, caballero!, pero ¿qué tiene que ver su esposa con que usted haya venido al velorio? —preguntó Rodríguez. —¡Todo! Siempre he leído el periódico local, pero fue la primera vez que me detuve a leer la sección de obituarios con detención, allí me surgió la interrogante, de sí acaso mi esposa habría tenido una publicación en el obituario. “Doña Elena Enríquez Solimano, devota madre y fiel esposa. Tus seres amados lloran tu partida y celebran tu vida. Sigue alumbrando con tu sonrisa los campos del cielo donde los querubines y ángeles danzan con alegría tu llegada”. Les pregunté a mis hijos si habían publicado un aviso en el obituario. La respuesta fue negativa. Recuerdo que me enoje mucho, y les regañe airado. Ellos me sacaron en cara y recriminaron (justamente) mi ausencia. Que no estuve en sus últimos días, que no tuve que hacerme cargo de los trámites mortuorios, el servicio médico-legal; el velorio, el entierro; Que no estuve ahí, cuando tenía que colocarle la ropa sobre su cuerpo duro y piel fría. Uno debería poder despedir a sus muertos. Y yo no había podido despedir al ser que más había amado en toda mi vida. A partir de ese momento comencé a leer los obituarios. No buscaba cualquier obituario, sino específicamente el de mujeres. Sé que les debe parece ridículo lo que les estoy contando; o creerán que soy un viejo loco y desquiciado. Pero a veces buscaba alguna finada con el nombre de Elena. Así empezó. Luego comencé a ir habitualmente a los velorios de las mujeres que estaban velando en las distintas funerarias de la ciudad. Esperaba y me aseguraba que toda la familia y deudos se fueran del lugar, y de ahí me acerco a ver el féretro. ¿Qué busco? Aún no lo sé. Quizás un rostro parecido o familiar, que me recuerde a Elena; para despedirme, para pedirle perdón, para agradecerle. Para decirle que la amaba, que la amo. Y que sé muy bien que no la merecía. No soy un hombre creyente. Por ende, no hablo con dios y tampoco con mi esposa. Sé que muerta esta y que nunca más la veré. Quizás solo soy uno de los tantos viejos que se volvió loco. Pero tengo una necesidad imperiosa de buscar el rostro de Elena, es más fuerte que yo. Mis hijos piensan que me patina el coco, el otro día los oí hablar de un sanatorio. Sé que Elena está muerta, y sé también que a quienes están velando son otras mujeres. Pero cuando veo una finada, me pregunto, si mi Elena habrá tenido ese rostro cándido, de paz. O aquella cara mustia, inanimada y macilenta; como si fuera el rostro de la misma muerte. Al escuchar a este hombre extraño, no lo pensé loco, pero si profundamente triste y desconsolado. En el rostro de ese hombre se vislumbraba un dolor inconmensurable, que solo conocen aquellos quienes pierden a quienes aman. A veces pienso que aquel hombre efectivamente era un fantasma, porque deambulaba y purgaba como alma en pena en búsqueda de su amor; y su espíritu no descansaba, esperando ver el rostro de su bien amada por última vez.
1 Comentario
Hugo Eduardo Norris Pinto
2/7/2023 04:31:17 pm
Bonita la historia del lector de obituarios, llega al corazón 😘 y creo que no es extraño que a muchas personas les interese saber el destino de otras personas que no sean de su circulo familiar, amigos o conocidos y que a través del diario, en los avisos necrologicos nos enteremos del fallecimiento de un familiar, amigo o conocido que partió de este mundo; lo felicito hijito.
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