Olor a sangreHugo Norris Gahona (Chile) —¿Atraparon al carnicero?
—¡Sí!, viene en camino a la comisaria. Todos quería ver la cara del hombre más buscado de Chile. Era un hombre joven de treinta años, tenía una estatura de un metro sesenta y cinco, contextura delgada, ojos cafés y pelo castaño. —¿Sabe por qué está acá? — ¡Sí, lo sé! —Soy el comisario Lorenzo López y me acompaña Martin Ross, psicólogo perito de nuestra unidad. Vamos a tomar su relato. —Tiene derecho a guardar silencio y esperar a su abogado, si es que así lo estima conveniente. —¡No! Puede proceder. Estoy dispuesto a responder todas sus preguntas. El detenido se veía tranquilo, incólume ante sus interpeladores. No mostraba signos de ansiedad, ni alteración ni titubeo en su voz al responder. —Su nombre es… —José Villar Almonacid —respondió interrumpiendo al comisario López. —¿Sabe de lo que se le acusa? —¡No en detalle, pero me lo imagino! —Señor Villar, está acusado de liderar una red terrorista que ha saboteado más de treinta ganaderas, un centenar de carnicerías, veinte empresas avícolas, diez supermercados. Además, se le acusa de haber realizado acciones de sabotaje de un centenar de caniles municipales. Todo esto en un periodo de cinco años. Produciendo una pérdida de millones de dólares. —¿Reconoce usted la autoría de estos hechos? —¡Sí, claro! —respondió serenamente Villar. López miraba a Ross con cierta mirada de sorpresa. Su pronto reconocimiento de los delitos que se le imputaban, descolocaba a la policía. Porque claro, pese a que se le había detenido con pruebas contundentes e inobjetables, era una situación peculiar y poco común, que a buenas y primeras un detenido reconociera la autoría de todos los hechos señalados. Esto sin duda desencajo a López y Ross. —Queremos conocer detalles de su móvil para realizar todos los hechos que se le imputan. Mi colega Ross le hará algunas preguntas —le señala López. —Señor Villar, ¿cuál fue su motivación principal para cometer estos ilícitos? Al escuchar la pregunta, Villar apretó los labios e hizo una breve pausa. —¡Para responderle esa respuesta debo remontarme a la infancia! —¡Continúe! —le señalo Ross. Siempre íbamos a pasar el verano en el campo, en la casa de mis abuelos. Pero aquel verano iba a ser diferente. Yo era un niño de ocho años. Me gustaba mucho ir a la casa de los abuelos, porque significaba excursiones al río, recolectar bayas y comer moras hasta la saciedad. Era una casa que quedaba en una zona bien rural, camino de tierra y piedrilla, un verdor que quemaba los ojos, ¡vacas, muchas vacas!, algunas ovejas, corderos y gansos, pero sobre todo vacas. Mis abuelos eran gente de campo, que tenían cerca de cinco acres de terreno. Mucho de estos con pastizales, donde tenían algunas cabezas de ganado, ovejas, algunos caballos, cerdos y gansos. Mi abuela era muy cariñosa, recuerdo que siempre olía a una mezcla entre lejía y harina. Su vida giraba entre el establo de las ovejas y la cocina. Mi abuelo. Que puedo decir de mi abuelo. Es quizás la persona más importante en mi vida. Le debo todo lo que soy. Todo lo que hecho ha sido marcado por mi experiencia con mi abuelo; especialmente ese verano, que marco mi vida a fuego en mi memoria. Era un verano caluroso, aunque en el campo se podía sobrellevar muy bien, dada la sombra de los algarrobos, robles, coihués y avellanos. Si el calor era demasiado, íbamos cerca del riachuelo y nos refrescábamos. Todo parecía que iba a ser otro verano más de excursiones, atrapar ranas, recolectar bayas, comer moras o jugar con los perros. Recuerdo que era día sábado cerca del mediodía, mi abuelo me dice: ¡Pepito, venga mijo, acompáñame al establo! Acompáñame a llevarle la alfalfa a los caballos y el afrecho a los chanchos. Luego pasamos al establo de las vacas. Mi abuelo quería enseñarme a ordeñar, sin embargo, yo no pude sacar ni una sola gota de leche; cuando me acerqué tenía miedo, dado que era un animal inmenso y pensaba que podía aplastarme o pegarme una patada. Después pasamos por las caballerizas, ahí peiné el pelo de los caballos y las yeguas, y le di comer alfalfa y otras hierbas. —¡Pepito, acompáñame a donde la abuela! Te voy a enseñar como se hace el ñachi. —¡Vieja, necesito ajito, cilantro, ají cacho, cabra, y unos limones! —Hijo, agarre esa fuente grande metálica. Luego mi abuelo llamó a mis padres y a mi tío Enrique, que estaba de visita para almorzar. Nos dirigimos al establo donde estaban las ovejas y los corderos. Mi abuelo tomó uno de los corderos y lo tiraba de la cuerda. El animal salió sumisamente del establo. Caminamos hasta donde está preparada una gran mesa de madera, cerca había un horno de barro. Mi abuelo levantó el cordero en sus brazos, pidió ayuda al tío Enrique y mi papá. —¡Agárrenle de los pies! —les dijo mi abuelo. Yo evidentemente miraba curioso de qué se trataba todo este ritual. Mi abuelo se acercó al mesón, tomo un cuchillo… ¡Y Dios mío! Villar hace una pausa mientras respira hondo. Pesco el cuchillo y le cortó el cuello al cordero; salió la sangre como en cascada. El cordero tenía su lana de color café con leche. De repente todo se había teñido con sangre de un color burdeos intenso. Toda la sangre que brotaba de cuello iba cayendo en el recipiente como si fuera agua, o aceite. _ ¡Ahora vamos a hacer la magia del ñachi! —decía el abuelo. La fuente tenía especias, ajo, ají, y el abuelo le puso limón. Yo me sentía mareado. No entendía nada de lo que estaba presenciando. —¡Ahora lo dejamos reposar unos diez minutitos, y ya está. Cortamos pedacito y lo echamos al pan amasado de la abuela. ¡Un manjar de los dioses! No sé qué cara habré puesto, me miraron y preguntaron qué me pasaba: ¿qué te pasa pepito?, ¡estás pálido! Salí corriendo, casi no llego al baño, abrí la puerta y vomité de inmediato. Por cierto, ese día no almorcé. En la noche no podía conciliar el sueño, no podía sacarme la imagen del cordero ensangrentado, la tenía como una fotografía persistente en mi cabeza, tan persistente como el olor a sangre, que, pese a que me había duchado y enjabonado la cara, no podía sacármelo de la nariz. Ross anotaba concentradamente apuntes en su libreta. Mi mente de niño no podía entender la incompresible brutalidad del asesinato de un animal. Lo peor de todo es que si bien el episodio del cordero fue en sí mismo traumático, no fue sino al otro día donde se sucedió el hecho que marcó mi vida para siempre. Yo escuché a mi abuelo preguntarles a mis padres qué querían almorzar. —¡Cualquier cosa no más! —respondieron mis padres. —¿Le parece un lechoncito al palo? —¡Yaaa, qué rico! —dijeron mis padres. —Listo, entonces voy a faenar un lenchocito tierno —repuso el abuelo. Esta vez mi abuelo salió sigilosamente camino al establo, yo lo seguí sin que advirtiera de mi presencia. Sabía que era donde dormían los cerdos porque iba a menudo para allá, a ver los cerdos pequeños, que son muy tiernos y juguetones. Mi abuelo cerró el portón del establo; yo intentaba buscar algún recoveco y hoyo por donde apreciar qué estaba haciendo mi abuelo. Entre unos paquetes de heno envueltos en un plástico blanco me subí y pude ver por una abertura. Mi abuelo algo murmuraba, de repente empieza a escucharse un chillido, que iba subiendo de tono. Era un chillido ensordecedor que iba in crescendo. No veía dónde estaba mi abuelo. Luego se levantó con un cerdo en los brazos, que no era de los grandes, tampoco era de los pequeños, era más bien mediano. De repente el chillido se hizo más intenso. ¡Dios ese chillido!, aún no puedo sacármelo de la cabeza, era de desesperación. Era como de quien rogaba clemencia por su vida. Villar hace una pausa. López sale de la sala y vuelve con un vaso de agua. Villar toma un sorbo de agua y continúa el relato. Mi abuelo subió el cerdo al mesón, del costado de su pantalón sacó su cuchilla. Mi corazón empezó a acelerarse y parecía que se saldría del pecho; pasó seguido, mi abuelo le clavó el cuchillo en la zona del tórax alcanzando el corazón del animal. Se escuchó un chillido desgarrador, profundo y sostenido. Y después, el silencio. Yo era solo un niño. Durante mucho tiempo tuve pesadillas con lo vivido ese verano, mojaba la cama, luego generé una suerte de desorden alimenticio. Pasé por psicólogos infantiles. Por cierto, nunca conté lo que había vivido, era algo indecible e inconcebible, que quería borrar de mis recuerdos. —¿Volvió a ir a la casa de sus abuelos? —Sí, creo que volví a ir un par de veces más. Luego mis abuelos enfermaron. Falleció primero mi abuelo, y al poco tiempo después mi abuela. Luego, a medida que fui creciendo, me fui dando cuenta de que solo había visto una parte del iceberg. Esta masacre por cierto no había empezado con mi abuelo. Había una industria diversificada y lucrativa, asociada a la masacre de animales. Mataderos, ganaderías, avícolas, plantas de faenamiento, caniles municipales, sumado a empresas de cosméticos, centros y laboratorios científicos. Todos los cuales desarrollaban sus iniciativas empresariales, torturando, experimentando, masacrando y asesinando animales. Eran prácticas vinculadas indisolublemente a la especie humana. Estaba escrito en los reportes y estudios de antropólogos, arqueólogos, biólogos e historiadores. Sea para subsistencia evolutiva del hombre, o en los rituales pre modernos religiosos politeístas y monoteístas, el sacrificio de animales estaba presente. Según la biblia, los animales, entre ellos los corderos, eran sacrificados desde tiempos inmemoriales para honrar a dios. Me cuesta entender que un dios creador de todas las especies se satisfaga del sacrificio de sus creaciones. Que dios consienta que se sacrifique en su nombre, vertiendo manantiales de sangre a lo largo de la historia de la humanidad, simplemente me parecía algo ilógico e inaceptable. En una oportunidad cuando me encontraba leyendo extractos de la Biblia. Di con una historia de Jesús joven. Se había marchado de la casa buscando su destino, anduvo varios años pastoreando por las tierras de Galilea. Llegó justo a Jerusalén, en los días en el que estaba realizando los rituales de sacrificio en honor a Dios. Jesús se había encariñado con una de las ovejas; al poco andar de los peldaños del templo, vio como bajaba la sangre por los adoquines de la escalera, cual cascada; luego de ver tan tétrico espectáculo, salió corriendo arrepentido de sacrificar a su oveja. Este relato removió mi memoria de lo que había vivido en la casa de mis abuelos. Tiempo después el cordero se había extraviado del rebaño, y Jesús lo salió a buscar por el desierto, cuando se le aparece Dios; este lo pone a prueba diciéndole: ¡sacrifica al cordero! Pese a la negativa inicial de Jesús, era una orden directa de Dios, por lo que no pudo hacer nada. Todo esto que les estoy contando, me llevo a una profunda certeza. Sea una explicación antropológica o religiosa respecto a los rituales de sacrificio a los dioses o a Dios; o las explicaciones cientificistas respecto al consumo cárnico para la preservación y desarrollo de la especie, o bien como propósito para la búsqueda de las respuestas contras los grandes males que aquejan ser humano; las torturas, experimentaciones, matanzas contra los animales no pararían. —Todos estos racionales o espirituales y justificados argumentos tienen algo en común, ¿saben cuál es? —¡No! —respondieron los policías. —¡En todas estas explicaciones, en el centro está el hombre, y en ninguna parte están los animales! Así comenzó todo. Al principio formé parte de movimientos animalistas, entregué volantes, promulgué la tenencia responsable de mascotas, sensibilice sobre el sufrimiento animal de los animales de granja; protesté contra la práctica del rodeo, contra las empresas de cosméticos que experimentan con animales. Sin embargo, nada cambiaba. Nos miraban con risas y burlas como personas desquiciadas, ociosas, o simplemente como pájaros raros. Esto me llevé a tomar la decisión de tomar otro camino. No desconozco que fuera una decisión radical, pero no sé de qué otra manera podía impedir que siguiera avanzando el maltrato, la barbarie y la matanza descarnada contra los animales. Si pudiera responder en una sola frase su pregunta inicial sobre qué me motivo a hacer todo lo que hice, infringir la ley y las normas. Solo podría decirles que me había cansado de sentir el olor a sangre. No podía seguir viviendo como si nada pasara; viendo que muchas personas pasaran por las góndolas de los supermercados y sacaran los trozos de carne de res, de pollo o cerdo, desconociendo la fría crueldad con la que millones de animales son torturados día a día para saciar una sed y hambre voraz por un pedazo de carne. ¡Tenía que hacer algo y lo hice! De eso no me arrepiento. Sé que todas estas acciones de liberación no pararon la máquina moledora de carne, pero me conformo con pensar que cada día en que liberé a un animal de las ganaderas, las avícolas o de los centros de experimentación, ellos tuvieron un día más de vida. —¡No tengo nada más que añadir señores! Esa es toda mi historia.
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