Ruidos molestosHugo Norris Gahona (Chile) Se conocieron en la enseñanza primaria. Ambos siempre compartían la sala de inspectoría donde se llevaba los estudiantes cuyas conductas se consideraban disruptivas o que rompían las normas aceptadas por la institución.
Borja Torres era un niño delgado de pelo chuzo, ojos profundamente negros, siempre tenía los pómulos rosados y asorochados. Usualmente se le veía con la camisa afuera, los pantalones desgastados o rotos. Los cargos que se le imputaban era empujar a compañeras y compañeros, tirar papeles mojados con saliva o tirar lápices. Incluso uno de ellos le había llegado a la profesora en la cabeza. No tenías secuaces, ni amigos con los que anduviera de chanzas y bromas. De hecho, los demás niños se alejaban de él, como si Borja tuviera peste o un olor pestilente insoportable. El otro usuario frecuente del centro de detención era un niño alto, de ojos perdidos, que no emitía palabras, sino alaridos, que siempre andaba transpirado. Se llamaba Tadeo Tiedelmann. Su última fechoría, se le acusaba de haber pateado a la canilla a don Rómulo Cáceres, el inspector de patio encargado de tocar la campana. El niño le grito con ira y desenfreno y luego procedió a golpearle. De lo que se pudo inferir respecto al testimonio del imputado. Todo el entuerto se debió al ruido molesto de la campana. Estaban más menos en quinto primario, y se encontraban para variar castigados en el comedor donde cumplían suspensión. Les daban tareas, ¡no debo tirar papeles mojados a mis compañeros!, ¡no debo golpear a los profesores y profesoras!, ¡no debo empujar a mis compañeros en el patio! —¡Ahora no están las viejas de la cocina! —señaló Borja con ponzoña. ¡Ves allá al lado del horno! Tadeo consiente afirmativo sin emitir palabra. —Allí hay un mueble de fierro, donde guardan las galletas del desayuno. ¡Qué daría por abrir este cofre del tesoro! Se acercó con un lápiz intentando introducir en la ranura del estante donde supuestamente estaban las galletas. —Ufff, maldita sea —balbuceó Borja al intentar infructuosamente abrir el mueble—. ¡Ven, ayúdame! Tadeo se acercó, solo miro atentamente el locker de acero, luego se devolvió hacia la mesa, sacó su estuche, pescó un clip, lo abrió, se dirigió a la caja, hizo unos cuantos movimientos, y vualá, abrió la puerta de par en par; dentro de la caja estaba el botín dorado de galletas. Borja estaba emocionado, ese iba a convertirse en uno de sus mejores días. Ambos comieron galletas hasta la saciedad. Tadeo reía de una manera exagerada con una tonalidad robótica, como una motoneta oxidada con problemas en el tubo de escape. Pese a que no había emitido ningún comentario respecto a la hazaña de las galletas, se podría inferir en su cara cierto semblante de felicidad y conformidad. Desde ese día, y en esa tarde de castigo, Borja consideraría a Tadeo como su compañero de viaje, sellando el vínculo con un pacto de mano con saliva. Con los años siguieron siendo asiduos visitantes de la sala de detención, Borja lo usual, sus bromas negras contra sus compañeros, compañeras y profesores, por ejemplo, una de sus últimas chanzas, había echado kétchup en el asiento de sus compañeras, y les gritó: ¡Le llegó la regla! Les llegó la regla! Otra vez variaba un poco y echaba yogurt de chocolate con almendras y frutos secos, y los colocaba en el asiento, y gritaba: ¡Miren, Morales se cagó! La amistad se vería nuevamente a prueba entre Borja y Mateo en su próxima aventura. —¡Tadeo, estoy a punto de repetir, si no logro sacarme unos cuatro puntos cinco en matemáticas repito el curso! —Tengo que entrar a la sala de profesores y conseguir la prueba del locker de Moya (profesor de matemáticas). ¡Necesito tener una copia de la prueba, si no de esta no salgo Tadeo! —¡Tengo listo el plan! Nos juntamos a las veinte horas, ambos decimos que vamos a estudiar en la casa del otro. Yo llevaré todo lo necesario, linterna, un cortapluma, un cuaderno y un lápiz. ¡Estás conmigo! Tadeo lo miró y asintió para variar sin decir una sola palabra. —¡Hola, tía, vengo a buscar a Tadeo!, tenemos que hacer un trabajo para Ciencias Naturales. La madre de Tadeo acepta encantada, pues Borja era su único amigo y sabía que lo defendía de los abusivos, que lo acompañaba al baño y que le amarraba los zapatos. Salieron a eso de las 19:30 horas. Era invierno y se anochecía más temprano. Borja tenía estudiadas de memoria las zonas vulnerables del colegio, dado que había hecho en reiteradas veces la cimarra en la escuela. Al costado del portón de salida de la escuela había un árbol, y al lado había un medidor de concreto, de ahí se subirían al muro, que no era tan alto. Borja subiría primero para luego ayudar a Tadeo a bajar. Eran dos los obstáculos que deben sortear en la incursión a la escuela, por un lado a don Severino, el sereno de la escuela, un hombre de unos setenta cinco años de edad. Él viejo se quedaba siempre en el hall de ingreso de la escuela sentado, al lado de una mesa, con su radiotransmisor a pilas RCA escuchando las partidas de futbol, las carreras de caballo o la radio que pasaba música del recuerdo. Pero el gran escollo era Petróleo, un quiltro negro pendenciero que había sido adoptado por el colegio, y que se había cobrado varias víctimas de sus mordidas. No obstante, con los niños y niñas de la escuela, Petróleo era protector y cariñoso, se acercaba, les movía la cola y dejaba que le acariciaran el lomo. La sala de profesores quedaba a pocos pasos de la entrada de la escuela, y para llegar donde estaban había tres caminos, por el lado derecho el más corto, pero menos probable dado que tenía que pasar por frente del portal entre el hall y el interior de la escuela. Por el medio, de manera perpendicular a la sala de profesores, que también tenía su riesgo, dado que quedaban expuestos a ser visualizados por Petróleo. La tercera vía era por el ala izquierda, que era la más larga porque circundaba casi todo el patio del colegio pasando por todas las salas de la planta baja, haciendo una U para llegar finalmente a la sala de profesores. Finalmente decidieron ese camino. La sala de profesores era como toda sala de profesores; tenía paredes color pastel, mesas blancas rectangulares de formica, con las mismas sillas de las salas de clases. En el fondo del salón estaba el santo grial, los locker. —¡Diablos, y ahora cómo saber cuál es el locker del viejo moya!, no tienen nombres solo números, dijo lamentándose Borja con voz baja. Tendremos que abrir uno por uno de los locker, replicó Borja. Tadeo asentía moviendo la cabeza de arriba hacia abajo. Él haría la magia del atraco, dada su pericia como abridor de cofres del tesoro. El primer locker tenía dentro carpetas, con guías de caligrafía y unas guías de lenguaje unos párrafos y estrofas de poemas. De seguro debía ser locker de la profesora de lenguaje. El segundo locker también tenía carpetas con algunas hojas que parecían un texto en sanscrito, con letras grandes y letras chicas, y unas tablas de colores (tabla periódica). El tercer locker tenía acuarelas, pinceles, mezcladores, un block grande con un legajo de dibujos pintados con tempera. Cuando Tadeo abrió el cuarto locker, cayó de manera súbita una guitarra y retundo no solo el golpe de madera, sino el estridente sonido atonal de sus cuerdas golpeadas. Al caer la guitarra también se pasó a llevar el triángulo y el xilófono que se encontraba junto al instrumento de cuerdas. La sonajera alteró a Tadeo, quien comenzó a gritar con su usual tonalidad robótica. Borja le tapó la boca de manera automática y le dijo: ¡calla, nos van a pillar! Fue difícil que don Severino y Petróleo no advirtieran los sonidos que interrumpían la noche serena de la escuela. El viejo temeroso pensó inmediatamente que habían ingresado a robar. Obviamente él sabía lo que tenía que hacer, Por supuesto no tenía pensada ninguna acción heroica ni temeraria, solo llamar a la policía. — ¡Alo, policía! — ¡Sí, en qué podemos ayudarle! —¡Le habla Severino Rojas, de la escuela N° 3! Hay un ruido en la sala de profesores. Sospecho que alguien entró a robar, —¿Y se cercioró de que no haya algún profesor o funcionario trabajando en el lugar? —le señaló el policía. —¡Por supuesto, mi cabo!, estoy seguro de que solo estoy yo y Petróleo en el establecimiento. ¡Petróleo es el perro de la escuela1! —De acuerdo. Y dígame, ¿no será algún ratón que anda por ahí merodeando? —No, mi señor, sé diferenciar el sonido de un ratón. Este es más sutil. El ruido de la sala fue mucho más fuerte, e incluso estaría casi seguro de que escuché una voz. —¡Entiendo!, vamos a mandar una patrulla al recinto. A los 20 minutos apareció la patrulla. Ingreso el funcionario a la sala, por detrás lo acompañaba don Severino y Petróleo. El policía alumbró su linterna y ahí estaban los dos niños sentados en el piso al costado de los locker. Se realizó una reunión entre el director, inspectores y los apoderados de Borja y Tadeo para esclarecer los motivos del ingreso a la escuela, así como la manipulación de los locker de los profesores. Pese al silencio inicial de los dos, frente a la presión de una eventual expulsión indeclinable, Borja terminó admitiendo el motivo del ingreso. Además, señalaría que todo había sido idea de él, y que Tadeo no tenía nada que ver, solo lo acompañaba como amigo. A ambos los suspendieron por cinco días. La madre de Tadeo vertió toda la culpa en Borja, señalando que era una mala influencia para su hijo, que se aprovechaba de su ingenuidad y pureza, gritando a los padres de Borja, y afirmando que nunca más dejaría que se juntara con él. Tadeo se puso nervioso, se tapó los oídos y empezó a repetir: ¡ruido molesto, ruido molesto! —¡Nos vamos! La madre le pescó la mano y se lo llevó de manera brusca. —¡No, mamá! ¡No, mamá! —¡Borja, amigo!, aarrrgggg. ¡Borja, amigo! La separación entre Tadeo de Borja solo duró unas tres semanas, debido a que Tadeo había comenzado a tener conductas que nunca había tenido antes. No quería comer, se orinaba en la cama, dejaba con excremento los sillones y la cama de sus padres, incluso le comenzó a pegar a la señora María (la empleada de la casa particular que lo cuidaba). —¡Qué te pasa Tedi!, tú no eres así, hijo (la madre le decía que él era su oso Tedi). Intentaba abrazarlo y hacerle cosquillas. —¡No!, ¡no! ¡Sale, mamá!, ¡sale, mamá! —le gritaba con enojo. —¡Qué quieres de mí! No ves que hago todo por ti. ¡Mamá está triste! —¡Tadeo está triste! —le replica. ¡Borja, amigo! La madre se dio por vencida y bajó la medida de restricción de la amistad proscrita. La amistad entre los ahora jóvenes se había forjado a fuego. Había sobrevivido a la condena de 12 años bajo las cuatro paredes de la principal institución de disciplinamiento y normalización, la escuela. No obstante, lo más probable es que el propósito propuesto de esta institución no se haya cumplido a cabalidad respecto de estos dos jóvenes. Saliendo de la secundaria ninguno de los dos prosiguió estudios técnicos o superiores. Borja se alternaba trabajando en locales de comida rápida de los centros comerciales de la ciudad, en los cuales duraba (con suerte) a lo más uno o dos meses, principalmente porque fallaba en asistir a los turnos, pero también porque varias veces había sustraído productos de los locales, piezas de hamburguesas, productos congelados precocidos como papas fritas, empanadas o pizzas. En una oportunidad le había colocado unos bellos púbicos en la hamburguesa de un cliente que había reclamado porque según él se había equivocado en el pedido. Él quería una doble con queso, sin pepinillos. ¡A quién se le ocurre pedir una hamburguesa sin pepinillos! Por su lado, Tadeo dio la prueba de selección universitaria y no le dio el puntaje para ingresar a la universidad. Trabajaba como reponedor de un mega supermercado, actividad en la que se destacaba por sobre el resto de los reponedores, debido a que ordena todos los jabones por colores, y era capaz de ordenar los cerros de manzanas y granadas cual pirámides egipcias. Las únicas frutas con las que no se metía por ningún motivo, era con las sandias y las paltas. Además, tenía una facilidad para etiquetar productos de manera rápida y diligente. Todo iba viento en popa con Tadeo, hasta el percance el día que realizaron la prueba de alarma de tsunami. Esta actividad estaba programada para las 11 de la mañana. Cuando comenzó a sonar las sirenas, la gente empezó a salir de manera tranquila del local. Toda la población estaba informada del simulacro. Salvo Tadeo, quien comenzó a angustiarse, lo habitual cuando sentía ruidos molestos, comenzó a taparse los oídos con las manos y a gritar. Luego comenzó a golpear las góndolas, luego quebró botellas de salsa de tomate, botó los detergentes, luego paso por la sección de vinos, dejando una quebrazón de vidrios. Allí quedó el piso derramado, lleno de la sustancia carmesí. Las y los compañeras lo miraban atónito. Tadeo, para ellos, era un tipo tranquilo, cándido, trabajador, que casi no se sentía en el supermercado. Por lo que esta conducta les desconcertó. Los más cercanos trataron de calmarle, pero no pudieron. El temor en el grupo se hizo evidente. —¡Cállense! ¡Cállense!, ¡ruidos molestos!, ¡ruidos molestos! Llegaron los guardias, quienes intentaron calmarlo y hacerlo entrar en razón. Sin embargo, no fue posible. Al final lo redujeron para que no siguiera destruyendo los productos. A raíz de este hecho, Tadeo fue desvinculado. No tanto por el hecho en sí mismo de la destrucción de los productos, que en costos no eran tan onerosos, y que además podría ser descontado por planilla. El motivo principal es que, desde ese episodio, a los trabajadores y trabajadoras les había generado un cierto rechazo Tadeo, alimentado por el miedo. Algunos sospechaban que tenía un cuadro maniaco depresivo, otros hablaban de esquizofrenia, trastornos de bipolaridad, todas las especulaciones por cierto, dado a que nadie tenía las credenciales médicas para poder diagnosticar. Sin embargo, el miedo se había instalado y los ejecutivos de la empresa cortaron por lo sano y lo despidieron. Ahí estaban los dos amigos condenados desde siempre a no encajar dentro de las instituciones que dictan las normas del buen comportamiento. —¡Tadeo, esto es una mierda!, ¡qué vida es esta! Trabajar por unas monedas de miseria, cumpliendo horarios de mierda, aguantando a fracasados que se sienten mejor que tú. ¡No, esto no es para nosotros! —Tenemos que doblar la mano a la vida como dicen. Que para nosotros, tú bien sabes, ha sido siempre de palos, caídas y golpes. ¡Ya está bueno! —He estado pensando en un plan que llevo madurando hace tiempo. Entrar al Banco Municipal de ahorro y préstamo. Es un local pequeño y antiguo, sin tanta parafernalia tecnológica, por lo que no tendríamos que sortear tantas dificultades. —He pensado en todo, mi tío samuel tiene un taller de soldadura en fierro, y tiene todos los implementos, sierra portátil, napoleón, corta vidrios. —Cuando acompañe a mi abuela a cobrar su jubilación, ahí puedo sondear el lugar y confeccionar un mapa. —¿Qué te parece la idea? Para variar, Tadeo asintió con la cabeza sin decir ninguna palabra. Borja se puso manos a la obra. Tal cual lo había planeado, acompañó a su abuela a cobrar su jubilación, que era algo que él realizaba regularmente, por lo que su presencia en el banco no levantaría mayor sospecha. Esta vez estaría mirando y memorizando el lugar, los pasos desde la puerta hasta el mesón de las cajas, luego de reojo mirando los movimientos de las cajeras. Ahí, también observaba la puerta superior del local con la señalética: “Acceso restringido, solo personal autorizado”, donde los empleados ingresaban con una tarjeta magnética. ¡Allí de seguro debía de estar la caja fuerte del Banco! Obviamente los cajeros manejaban algo de efectivo en sus cajas, sin embargo, el grueso de las divisas estaba en las bóvedas bancarias. Si querían ingresar, debían obtener la copia de la tarjeta magnética o buscar otra forma de ingreso. Tadeo se acordó de Corrales, un nerd computín que estudió diseño gráfico y que era medio hacker. De hecho, siempre desarrollaba negocios un tanto tránsfugo, como venta de carnet, pasaportes adulterados, permisos de conducir y tarjetas de créditos y débitos. —¡Corrales, tengo un negocio entre manos! Si te lo cuento es porque sé que es algo que te puede interesar. Con un amigo queremos entrar al Banco municipal de ahorro y préstamos. Es un banco antiguo, sin tanta tecnología y resguardo. El otro día fui a mirar las instalaciones, no hay nada muy complejo. Sin embargo, la puerta de ingreso donde está la caja fuerte, se ingresa con una tarjeta magnética. —Mmm —Corrales se puso la mano en la boca, pensando—. ¿Hay cámaras me imagino? —¡Sí, una afuera del local y dos dentro de la sala principal! ¡Tengo pensado utilizar aerosoles! —¡No, eso no me preocupa mayormente!, podemos intervenir, las cámaras son equipos muy simples. No recomiendo aerosol, dado que, al detectar la cámara en negro, inmediatamente darán aviso a los guardias para que vayan mirar qué pasa. —Yo pincho las cámaras y coloco un bucle de imagen, eso no es problema. _ ¡Excelente! Lo que sí es el gran problema es que a la bóveda se ingresa con una tarjeta magnética. —Mmm —Corrales vuelve a colocarse el dedo índice en la boca, mirando hacia arriba. Puedo adaptar el skimmer para que pueda leer la banda magnética de la tarjeta de acceso. —¡Perdón!, ¿qué es el skimmer? —Es un dispositivo que sirve para clonar bandas magnéticas de las tarjetas de crédito. El sistema de tarjetas de acceso es similar, solo tengo que incorporar unos parches adicionales, y creo que funcionaría. —Lo difícil va a ser escanear la tarjeta original. Para que funcione se tiene que colocar el dispositivo a diez pasos de la tarjeta. —¡Es decir, hay que entrar de nuevo al banco! —señaló Borja. —Así es, replicó Corrales. —Lo que no entiendo es cómo lo vas a hacer para abrir la bóveda, soplete industrial, congelamiento, dinamita dirigida. —¡Ahí entra la magia de mi amigo Tadeo! Él será nuestro Houdini. Si hay alguien que puede abrir la bóveda y caja fuerte es él —aseveró entusiasta Borja. El plan iba a pedir de bocas, Borja había vuelto a ir al banco a realizar una consulta en el mesón de atención al cliente. Afortunadamente el dispositivo para escanear tarjetas cabía perfectamente en su banano. En esta oportunidad estaba un poco más ansioso que la vez que entró acompañando a su abuela; no era menor sobre todo porque no debía levantar sospechas de los dependientes del Banco. Cuando viera a una funcionaria dirigiéndose a la puerta de acceso, debía apretar el dispositivo. Para asegurarse, realizó este procedimiento dos veces. Se reunió la banda para revisar todo el detalle del atraco. Tenía la sierra portátil, un napoleón, un corta vidrio. Revisaron una y otra vez el plano de la sucursal, el cual Borja había dibujado. Corrales tenía todo lo referido a tecnología, él quedaría esperando afuera, haciendo lo suyo en el centro de operaciones ubicado en el Toyota corolla gris que tenía Borja. Como buenos atracadores y ladrones, tenía que asegurar lo más posible su anonimato, por lo que ingresaría con unos pasamontañas de medias negras. —Pueden ser rojas? —replicó Tadeo. —Tadeo, amigo, es mejor utilizar ropa negra porque es más fácil poder mimetizarse con la oscuridad. —¡Yo quiero un pasamontaña rojo, no me gusta el color negro! Borja conocía a Tadeo. Este último hablaba muy poco, pero sabía cuándo algo se le metía entre ceja y ceja, no había nadie que lo sacara de su posición. Era una noche agradable, el cielo estaba despejado y no corría viento. Ya daba casi la medianoche y no circulaba gente a esa hora, ni siquiera un perro callejero deambulando. El ingreso seria por el costado de la sucursal. Corrales fue el primero en abrir los juegos pinchando primero las cámaras externas de la sucursal, y luego las internas. Luego procedió Borja al corte de las rejas con la sierra eléctrica de su tío. El proceso fue relativamente rápido. Borja había aprendido de su tipo el oficio de la soldadura, sin embargo, nunca quiso dedicarse al rubro de las estructuras metálicas. Tras el paso de la operación fue utilizar la máquina de corta vidrios para ingresar por el sector del cajero automático. Este proceso tardo un poco más, dado que requería un mayor grado de precisión. Ahí al lado lo acompañaba su fiel escudero Tadeo. Estaba tranquilo, silencioso, como siempre, o al menos casi siempre. Ahora la prueba de fuego era la tarjeta de acceso a la zona de la bóveda. Borja estaba nervioso porque en cosa de segundos todo se podía ir al demonio. El primero intento y nada. —¡Hijo de puta! No resulta esta mierda. Segundo intento y nada. Al tercer intento se pudo ver la maravillosa luz verde que indicaba que las puertas del paraíso estaban abiertas. Ingresaron sigilosamente por el pasillo alumbrando con la linterna. Allí estaba la bóveda. No era gigante como la de las películas, era más bien mediana. Pero para ellos sin duda era gigante y majestuosa. —¡Tadeo, hermano, ahora te toca hacer lo tuyo! ¡Sé que puedes! —le replicó Borja. Borja consideraba a Tadeo como un hermano desde el primer minuto en que coincidieron juntos en la sala de detención de la escuela, nunca más se separaron. Para él, Tadeo tenía un don, era una mente de genio. —¡Los genios son seres peculiares que no calzan, así es Tadeo! —repetía innumerablemente Borja a todos quienes le comentaban que Tadeo tenía algo, que era medio raro o friki, o pasado por agua tibia. Ahí estaba Tadeo, como salido de una fiesta de disfraces, con un polerón amarillo con peces azules, un pasamontaña de medias de mujer rojo y unos lentes de piscina. Estaba tranquilo, mientras miraba con concentración quirúrgica y sacaba la lengua afuera hacia un lado. De repente el silencio se quebró de manera súbita con un sonido estridente de sirenas y luces. —¡Borja, Borja, ¡no, no! Apágalo, apágalo. ¡Ruidos molestos! —gritaba desaforado Tadeo. —¡Maldita sea, esta mierda tenía alarma! ¡Vamos, corre rápido! —¡Apágala!, ¡apágala!, ¡apágala! —seguía gritando Tadeo con su voz robótica. —¡Cálmate, Tadeo! Tadeo pescó del suelo la máquina corta vidrios que había dejado Borja en el hall del banco y comenzó a emprenderlas contra las vitrinas de la sucursal. —¡Tadeo, cálmate!, va llegar la policía. Tenemos que irnos. Lo que no sabía estos legos atracadores, era que la señal de alarma no había activado la caja fuerte, sino al momento de cortar el vidrio, el cual tenía un sensor con alarma silenciosa que estaba conectado con la central de policía. Cuando Borja logró convencer a Tadeo de salir de la sucursal, afuera estaba los vehículos policiales con sus sirenas, luces y megáfonos, pidiendo que salieran con las manos arriba. Tadeo, al escuchar las bocinas de los carros policiales, volvió a colocarse fuera de sí, gritando desaforadamente. —¡No, no, no, Borja! ¡Ruidos molestos! ¡Ruidos molestos! Tadeo sacó del bolso el corta vidrio y los policías gritaron: ¡Alto!, ¡dejen las manos arriba! —¡Él es inofensivo! —gritó Borja—. ¡Le molestan los ruidos fuertes! Entre tanto ruido de las alarmas del banco, las balizas y el megáfono, y al ver la silueta de un hombre fuera de sí, con señales de hostilidad y que había sacado de un bolso lo que aparentemente era un arma, desencadenó que la policía abriera fuego contra el atracador con indumentaria colorida. Borja se acercó corriendo despavorido hacia donde había caído Tadeo; su polera estaba teñida de un rojo escarlata. —¡Amigo, va, va… vas a estar bien!, ¡ahora iremos a un hospital! —señalaba Borja sollozando. —¡Los ruidos molestos! —señalo con voz débil Tadeo. —¡Sí, no hables hermanito! Todo va estar bien, tranquilo. —¡Los ruidos molestos! —repitió Tadeo—. Los ruidos molestos… ¡ya se han ido!
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