[…] El verdadero terror reside en lo conocido. Sobre todo en aquellos que presentan su personalidad todos los días, pero dejando para el final, lo que desearías nunca haber visto. […] La madrigueraIrving Antonio Aréchar (México) “Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar.” JULIO CORTÁZAR Algunos piensan que el miedo se origina cuando te encuentras en lugares desconocidos, donde existen individuos de quienes no sabes absolutamente nada. Pero es falso. El verdadero terror reside en lo conocido. Sobre todo en aquellos que presentan su personalidad todos los días, pero dejando para el final, lo que desearías nunca haber visto.
Todo empezó después del terrible caos y muerte que estaba desatando el virus por covid-19, en el resto del mundo. El gobierno nos pidió a todos que nos resguardáramos hasta nuevo aviso. Mi familia y yo sabíamos que la situación se estaba agravando a niveles incontrolables, dejando miles de cadáveres en su haber. Como el resto del mundo, debíamos pensar en nuestra propia seguridad, para seguir pensando en un “mañana”. Nos abastecimos de comida y productos caseros. El resto del mundo hacía lo mismo, comprando más de una cosa, que de la otra. Aseguramos tener lo necesario para sobrevivir, al menos tres meses, en lo que los doctores buscaban una posible solución. Pero ni todas las provisiones nos salvarían del nuevo horror que presenciaríamos, y que, por desgracia, nosotros causaríamos. Mis responsabilidades en la casa tendrían una modalidad radical, al igual que en mis otras ocupaciones. Según mis padres, estaba sucia y desarreglada todo el tiempo, por lo que había que limpiarla. Todo el tiempo podía oler el cloro tras trapear el piso, la lavanda de la ropa que metía, ya sea mi madre o yo a la lavadora, la lejía que se fregaba en los baños y, algunas veces por las ventanas. Mi nariz se volvió sensible a esos olores. En todo momento y en cualquier parte de la casa, se podían escuchar mis estornudos, provocados por el aroma incesante que desataban los productos de limpieza. Era lo más parecido a una tortura psicológica. Transcurrieron dos meses. Nos dimos cuenta de lo pequeña que se había vuelto la casa. Los pasos que doy, de mi cuarto a la sala y viceversa, se hacen cada vez más reducidos, como si mi hogar se fuese encogiendo, o yo me hiciese más grande. ¡Qué consuelo saber eso! Pero sé que no es verdad. Mi mente me está jugando una mala pasada. Veo la televisión con mi familia para no perder la cercanía con ellos, por muy irónico que se escuche. Los reportajes que vemos sobre la situación en el mundo por el covid-19, nos da mí y a mi familia, una esperanza placentera. Sin embargo, existía incertidumbre entre nosotros. Cuánto tiempo duraría el encierro, antes de poder salir al mundo exterior y dejar a un lado el ver lo mismo todos los días. Tres meses. Nuestro tiempo en familia se nos ha hecho tedioso a los tres. Ya no teníamos el interés por saber de los tres. Nuestra “nueva realidad” nos obliga a tener nuevos intereses. Mi madre siente el deseo por la remodelación. Mi padre, por la música. No pueden imaginarse cómo era tratar de no sobrellevar sus nuevos gustos de los dos, y realizar mis clases en línea. Tenía que poner la pantalla a oscuras para que nadie viera a mi madre pasar por mi lado, mientras medía las paredes con la cinta metálica que tenía desde hace mucho. O tener que estar la mayor parte de mis clases con el audio apagado, para que mis maestros y compañeros no tuviesen que escuchar las melodías desafinadas que echaba a andar mi padre con su saxofón. Pero lo más tediosos era tener que verlos discutir por cualquier cosa, y escuchar las cosas terribles que se decían. Por más que quería pedir ayuda, nadie podía hacer para acudir a mi auxilio. Cuatro meses. Mis padres y yo ya no nos hablábamos. Con los gritos y reproches bastó para que dentro de la casa reinase el silencio. Aquella tranquilidad resultaría la más placentera, hasta que la calma resultaría tan absoluta que lograría ponerme imaginar individuos fuera de este mundo. Jamás pude verles la cara. Sólo escuchaba sus pisadas por toda la casa, incluso una que otra risa alegre cuando pasaban por detrás, en algunas ocasiones. Quería decírselo a mis padres, pero romper el voto de silencio que se tenían entre los dos, desataría, de nuevo la ira de los dos, y no estaba dispuesto a soltar esa “bestia”. Cinco meses. Las noticias en el país anunciaron que podíamos salir por un breve espacio del tiempo. Nos sentimos felices por esa maravillosa noticia. Salimos un rato para oler el aire del exterior, y todo estaba bien. Incluso, puedo decir, que lo sentí limpio por primera vez. Pero a mi padre se le ocurriría, un día, salir por su cuenta para explorar el resto de la ciudad. Tardó más de tres horas al volver. Cuando llegó a la casa, no volvería a ser el mismo. Se subiría a su cuarto, donde echó a mi madre, y se encerró, sin dar explicaciones. Ya no tocaría el saxofón. Sólo se le oiría remover los muebles, martillear en las paredes y gritar con terror durante altas horas de la noche. Esos episodios nocturnos se volverían terribles para mí. Estoy seguro que a mi madre también. Sentí insomnio por primera vez. Cuando le daba la bienvenida a un nuevo día, tenía el deseo ferviente que fuera el último de mi padre. Pero luego escucho abrirse la puerta de arriba y se dejaría ver. Su aspecto demacrado, viejo y obsoleto, acompañado con la mirada que denotaba tensión y horror, indicaban que más temprano que tarde, sucedería una tragedia inolvidable. Seis meses. Mi padre sigue de igual forma desde su última travesía. De su cuarto no sale más que para comer o llevarse herramientas. En su cuarto sólo se escuchan los martilleos, imaginando que está preparando trampas para los indeseados. Es como si se preparara para el próximo apocalipsis. Ya no tiene relevancia ahora. Hay otra locura que enfrentar: la mía. Las vacaciones de verano llegaron más pronto de lo que esperé. Podía hacer todo tipo de cosas planear todo tipo de juegos divertidos. Pero todo eso se lo llevaría una oleada de pasividad que había al interior, causando una pasividad apabullante, y más tarde irritable. La monotonía que había en mí, de alguna manera, tuvo una reacción contraproducente. De mi cama no quería salir. Era como si hubiese una fuerza desconocida, poderosa, que me mantenía aferrado. Veía pasar a mi madre desde el cuarto e intentaba pedirle ayuda para salir. Pero entonces, aparece una voz mi cabeza, que me manda a callar. Es un retumbar que me quita las fuerzas y me deja igual que un enfermo. Así estuve por dos días. El tercer día, mi madre entró a mi cuarto para intentar despertarme. Recuperé mi energía. Me salía de la cama y le agradecí por su involuntaria ayuda. Me salí del cuarto y, nunca jamás, volvería a dormir en esa cama. No volvería a dormir. Siete meses. El insomnio tuvo consecuencias. Mi madre sería la primera en notarlas. Preocupada, preguntó el origen de mi padecimiento. Le expliqué lo que pasó aquella vez que me paralicé por completo. No lo podía creer. Me abrazó tan fuerte, que sentí que me arrancaría la cabeza desde el cuello. Me ofreció dormir con ella en el sillón. Acostados, los dos intentábamos conciliar el sueño. No podíamos. El miedo se hacía sentir. Después de tres horas, el sueño me terminó venciendo. Al día siguiente, despierto e intento moverme. Por fortuna, mi cuerpo obedeció de inmediato. Ya no escucho la voz en mi cabeza. Estoy feliz por ello. Intento despertar a mi madre para contarle la buena noticia pero no me escucha. Parece que aún sigue dormida. La intento despertar pero no me hace caso. La jalo para que me vea y es cuando presencio su semblante lleno de horror, sin movimiento, sin vida. Mi impresión me hizo caer de sentado al piso. Me levanté de prisa y la llamo de nuevo, jalándola con más fuerza para que se despierte. No lo hace. Ella continúa inerte. Sin vida. Mis ojos dejan escapar lágrimas por el dolor de su trágica e inexplicable muerte. Es cuando mi padre, de la nada, aparece ante mí, con su mirada paranoica. Me aparta del camino y carga el cuerpo de mi madre. Va hasta la salida, abre la puerta y la avienta a la calle. Corro afuera para volver a meterla, pero mi padre, con una mano, me tira al piso. Se me acerca, y pegado a la cara, con su locura puesta en sus ojos, me dice: —Es por tu culpa, cabrón. Aquel que ayuda al prójimo, muerto, será el próximo —se regresó a la puerta, y la cerró con seguro. La llave se la quedaría, dejando a mi madre sin un espacio para su sepulcro, y a mí, sin oportunidad de salir a la libertad. Siete meses. Las noticias anunciarían el final de la cuarentena. El mundo podría disfrutar de la libertad que había anhelado desde el primer día de encierro. Excepto yo. Mi padre se volvió el amo de la casa. Cualquier cosa que hubiese, tenía que saberlo al instante, para después controlar la situación y librarse del problema. Su forma de solucionarlo, era tirar lo que a él ya no le sirviese. Incluso lo que a mí me servía, si a él no le servía, lo desechaba a la calle. Mi celular, mi laptop, los tiró, mucho antes de partirlos en pedazos, al tener sus momentos de furia incontrolable. Volvió a usar su saxofón. Interpretaba una melodía mejor que en los primeros meses, aunque triste, como fúnebre. Igual al de un velorio. “¿Quién será el muerto?”, me preguntaba mientras lo escuchaba con horror, pensando que, tal vez, podría ser yo. Ocho meses. Ya ni siquiera puedo verlo a los ojos cuando merodea por la sala. Su reacción es la de un animal al acecho. Cuando pasa eso, me encierro y no abro la puerta hasta que se sube a su cuarto. Pueden pasar horas, antes que me libre de él. Espero sentado en mi cama. Estoy consciente de la extraña fuerza que me impedía moverme. Me doy golpes contra la pared para evitar acostarme. De nuevo, escucho la voz que me dice “relájate y descansa un poco”. Intento no hacerle caso. Para ignorarla, salgo de mi cuarto, y es cuando mi padre aparece, con un cuchillo en la mano, y su mirada paranoica, que transmite un odio que nunca vi ante en ningún ser humano. Evité el primer zarpazo. El hombre quedó desbalanceado ante su intento. Me daría suficiente tiempo para meterme al cuarto y cerré con seguro. —¡ABRE LA CHINGADA PUERTA, CABRÓN! —tiraba con furia contra la puerta, buscando la manera de entrar. El miedo me recordó a mi madre y lo que pasó con ella. También lo que mi padre le hizo. Lo que alguna vez fue mi padre, le hizo a mi pobre madre. No pude evitar sentirme enojado por ese recuerdo. A punto de tirar la puerta, la abrí de inmediato, y fui contra él, golpeándolo lo mejor que pude. El viejo quedó tirado después de los tremendos puñetazos. Yo tampoco me salvaría de los navajazos que me propinó, en su intento por apuñalarme con el cuchillo de cocina. Fui a su cuarto, saqué las llaves de sus cajones. Tomé su celular y llamé a emergencias. Les dije lo que pasó, y por qué pasó. Bajé a la sala y me cambié de ropa, pues la que tenía estaba manchada de sangre. Por fin podría salir al mundo exterior. Tendría mi libertad. Por desgracia, lo que vi afuera no era el paraíso que imaginé que sería. Fue el mismísimo infierno. Sólo fuego y cenizas. Acompañado con gente igual que mi padre: desquiciada y violenta. Estaban a punto de entrar a la casa para tomarla para ellas solas. Si no es que me adelanto a cerrarla con seguro. Los golpes a la puerta retumbaban mis oídos. Pero estaba a salvo por un día más. Ya nunca volvería a abrir la puerta. Nueve meses. Estoy solo. No importa. Después de esta locura, es mejor estar sin nadie en tu vida. Lo desconocido es aterrador, pero lo conocido es mucho peor. La televisión es el único medio de comunicación que cuenta para saber lo que ocurre afuera. Pero no dice nada más que lo anunciado al principio de la cuarentena, que “todo va mejorando”. Es cuando recuerdo lo que dijo mi padre: “Aquel que ayuda al prójimo, muerto, será el próximo”. Cuánta razón tenías, papá. Diez meses. El mundo sigue igual. Me he propuesto a arreglar la casa, como lo hacía mi madre, antes de morir de forma inexplicable. Ya no es para mejorar la situación en el interior, sino para alejar lo que hubiese en el exterior. El caos está cada vez peor. Es un deber hacer algo al respeto, aunque falle en el intento. Once meses. Aún sigo vivo. El mundo ya no es habitable, n tampoco feliz. Está bien. Hace mucho que nada me da felicidad. Lo que sea que esté en el exterior querrá entrar y apropiarse de mi casa. No tengo pruebas, pero tampoco dudas. He aprendido todo acerca de la construcción. Cambié el canal de las noticias y seguí videos de construcción, permitiéndome aprender nuevas formas de reforzar mi hogar, como mi padre jamás pudo. Las fuerzas que me aprisionaban al principio, perdieron su poder. Las voces, por fin cesaron. Las provisiones se van acabando, debido a que no he salido. Pronto no tendré cómo alimentarme en la casa. Ya no importa. Al fin y al cabo, todos vamos a morir. Con la “nueva realidad”, capaz muera antes de que termine la comida. Sólo queda estar preparado para lo que sea, aquí, dentro de mi madriguera.
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