Lady infamiasIrving Antonio Aréchar “Todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas, lo son cada una a su manera”. LEÓN TOLSTOI Siempre, en cada familia, hay un(a) integrante que no es el favorito o favorita, que no resalta como el mejor, que no es el más agraciado, que se convierte en el “rebelde”, “la desgracia”, una “terrible decepción”. Sin embargo, la propia familia lo tolera, porque muy a pesar de sus faltas con esta y la sociedad, éste o ésta individuo sigue siendo parte de su sangre, y tienes la esperanza de que con el tiempo, se logre componer. Ese no fue el caso para Adriana Vásquez.
Desde que era niña, Adriana había desarrollado un carácter fuerte que a la mayoría de la gente le causaba mucho malestar. Sus padres, Oscar y Mariana Vásquez, constantemente, recibían quejas de todo el mundo por la actitud rebelde de su hija. Ellos pedían una explicación al respecto, y la niña solo respondía: “-¡Tenía que hacerlo!, ¿ok? —¿A qué te refieres con que “tenías que hacerlo?-preguntó Oscar, intrigado, igual que su esposa, por la respuesta de su hija. —Los niños nos molestan en la escuela y mis amigas lo toleran. ¡Yo no! —respondió Adriana enérgica. —¿Qué les hacen? —preguntó Mariana, consternada. —Nos pican en las costillas y no vean por debajo de la falda. Y se burlan si les decimos que paren.-añadió Adriana con furia. —Acúsalos con algún maestro la próxima vez. ¿Quedó claro? No tienes por qué pelear con nadie. Eres una señorita —dijo Oscar con altivez. Pero aquello le pasaba por un oído y le salía por el otro, pues el acoso de los niños iba en aumento. Y los profesores, por más que recibían las quejas de Adriana y sus demás compañeras, no lograban recibir la ayuda de ellos. Eso despertó la bravura de la niña, cuando en una clase le lanzó un cuaderno en la cara a un maestro, luego de que un compañero le picase en las costillas y la ignorase después de protestarle a su profesor lo que había hecho. Tuvieron que darle la queja al director, y después, mandar a llamar a los padres. Oscar y Mariana aguardaron que su hija llegara a la casa, para reprenderla por el incidente con el director. La pobre niña, sin saber lo que le aguardaba, llegó sonriente a su casa, para luego ver a su padre con una cinturón de cuero en una mano, y una expresión de furia, muy parecido a la suya en el momento que le lanzó el cuaderno al maestro. Con la mano que tenía libre la sujetó del cabello y la lanzó un metro lejos de la puerta principal. Ya que la vio tirada en el piso, Oscar aprovechó para azotarla con el cinturón a su hija, sin tregua alguna. —¡Tu madre y yo te advertimos lo que pasaría si volviésemos a escuchar al director sobre tu comportamiento en la escuela! —bramaba el hombre, mientras agitaba el cinturón en el pequeño trasero de su hija, mientras su esposa captaba la escena con los brazos cruzados, lleno de impotencia. —Por favor, papi! No fue mi culpa. Le avisé al maestro pero no me hicieron caso. Me molesté con él por eso y le lancé el cuaderno. Sólo quería que me hiciera caso —dijo Adriana con voz entre cortada y mirada suplicante a su padre. —¿Y por qué no fuiste con el director de inmediato? Si no puedes acusar a tus compañeros con tus maestros, hazlo con tu director. ¿Por qué nunca entiendes? —continuaba bramando y azotando a su hija con el cinturón. —Perdón, papi. No lo volveré a hacer —suplicaba Adriana, con los ojos mojados en lágrimas por clemencia hacia su padre. —¡Cállate, niña! Ya nos tienes hasta la madre —los azotes continuaron hasta la décima vez que lo hizo. Es cuando se cansó y dejó de golpearla con el cinturón. Oscar, cansado pero furioso, le ordenó a Adriana que se fuera a su cuarto. Adriana se fue de inmediato y se encerró todo el día. Mariana la acudió hasta la noche, cuando su hija estaba a punto de dormir. Adriana la dejó entrar, su madre le curó a herida en el trasero, y ambas se miraron por un minuto, en señal de entendimiento de lo que ocurrió ese día. El castigo desmedido de su padre despertó un resentimiento en Adriana, que soltó con cualquiera que quisiese sobrepasarse con ella. En la escuela, sobre todo, sería el lugar donde daría a conocer su furia. La etapa de la primaria la pasó con bravura, al igual que la secundaria. Con más pleitos en su haber, siempre por la misma razón. La más clara fue cuando un día, decidió llevar pantalón a la escuela. Los alumnos y maestros se quedaron atónitos al ver aquello. La ya adolescente, no rindió explicaciones a nadie, hasta que llamaron a sus padres. Ellos no tuvieron más opción que llevarla a su casa temprano, para aplicarle el correctivo de siempre. Sin embargo, Adriana ya no sufriría por el castigo. —¡Ya nos tienes hartos a mí y a tu madre con tu actitud rebelde! ¿Por qué no puedes ser una niña normal? —Oscar estaba al borde de un colapso nervioso. —Pues es sencillo. Porque no soy normal. No soy un corderillo como tú, mamá y el resto del mundo quieren que sea. No voy a ir a la escuela con falda, cuando sabemos que eso sólo provoca que los niños y los maestros nos miren como si fuéramos pedazos de carne —declaró Adriana, emulando una sonrisa triunfante. —¡Tú no te mandas, niña! Mientras estés en esta casa, vas a ir a la escuela y vas a acatar las reglas que hay, tanto allá, como aquí también. ¿Me escuchaste, escuincla? —Oscar parecía convulsionarse con la furia que sentía al hablarle a su hija. Pero Adriana ni se inmutó. —Pues me largo de aquí, cabrón. Yo no pienso soportar tus reglas. Ni las de nadie. Tú y el resto del mundo no hacen más que joder a los jóvenes. En especial a las jóvenes. ¡Por eso, jódanse tú y todos los adultos presentes! —lo último que dijo Adriana, fue con altivez suficiente para causarle un desvanecimiento a su padre. Oscar se agarró el pecho y se desplomó en el piso. Mariana fue en su auxilio, gritándole a su hija que fuera por ayuda. Pero Adriana no le hizo caso. Le dijo que “sería mejor para las dos que estuviese muerto”. Y salió por la puerta principal, y jamás volvió. Adriana se convirtió en una vagabunda, rondando las calles de la ciudad, en busca de espacio donde dormir, buscando en cualquier parte alimento para soportar el hambre de ese día. Pero nada podía olvidar la tristeza de saber que estaba sola. Sus amigas, aún menores de edad, no pudieron albergarla en su casa, pues sus padres no se lo permitieron, debido a su historial en la escuela. Era consideraban, no sólo en la escuela, sino también en todas partes, como “un caso perdido”. Por un año estuvo viviendo de la basura que dejaba el mundo, comía lo menos podrido que podía encontrar y dormía en lo más nauseabundo que encontrase a la vista. No era nada más que una escoria para la sociedad. Eso sí, ningún vagabundo o pandillero que rondase en las calles, se metía con ella. Lo intentaron pero ella les dejó entrever lo que pasaría si lo volviesen a hacer. Tras cumplir un año, encontró a un chico que también vivía de la basura. No era especial en absoluto pero la trataba bien a la adolescente. Lograron tener una relación íntima, en la que Adriana contrajo un embarazo. Los doctores que la revisaron, le dijeron que sería niña La chica estaba emocionada. El joven, por otro lado, no se encontraba con la misma emoción. Estaba furioso. Desquitó su furia con la futura madre, al pedirle que no tuviese al bebé y ella se negase. —¡Yo quiero tenerla! Me hará un bien, y también a ti —sentenció Adriana al padre de su hija. —¡Pues yo no! Me estorba y también te estorbará. Así que mándalo a chingar a su madre, o yo lo haré —declaró el joven, mientras apuntaba una navaja hacia el rostro de Adriana. —Atrévete, cabrón. Mi respuesta sigue siendo “no” —sentenció Adriana. No tardó menos de medio segundo, cuando el joven le encajó la navaja en el rostro y en otras partes del cuerpo. Adriana se resistió como pudo pero el tipo era muy fuerte para ella. Quedó tirada en la calle. Algunas gentes que pasaban por la calle la vieron entre el charco de sangre que había a su alrededor. Se asombraron de la escena, como también de las heridas que tenía la chica, y la llevaron al hospital para que le atendiesen. Adriana despertó y estaba fuera de peligro. La bebé también. Les dio las gracias a las personas que la trajeron. Sin embargo, sería la última vez que los vería. Otra vez, la chica, pronto a ser madre, quedaba sola de nuevo. El de su hija llegó, no hubo momento más maravilloso que ver a su hija en sus brazos. La llamó Enih. Un nombre que simbolizaba para Adriana una plegaria por una mejor vida. Pero resultó ser tan fugaz, como los gastos que más tarde tendría que solventar para mantenerse a ella y a su bebé. La realidad la golpeaba una vez más. Un día le resultó imposible pagar la renta. El dueño le dijo que debía pagarlo, pues ya era muchas oportunidades que le había dado. De lo contrario, ella y su hija se irían a la calle. No podía hacerle eso a su bebé. Debía darle un techo donde dormir. Pidió clemencia por el señor, y el tipo le hizo una oferta. Adriana preguntó en qué consistía le respondió lo siguiente: —Es fácil, sólo ven a mi cuarto y nos estamos cómodos tú y yo. Podemos pasar un momento “especial”, y me olvidaría de tu deuda por esa ocasión —el ofrecimiento del hombre provocaría su acostumbrada furia en Adriana. No dijo nada por un momento. No podía pensar en nada más que en lo que pasaría si no aceptaba la oferta que le hacía el dueño de los departamentos. También imaginaba lo que los demás inquilinos dijeran si supiesen lo que estaría a punto de hacer. Lo mucho que la asediarían a ella y, quien sabe, a su hija. Adriana vivió terribles infamias de pequeña, y nadie la defendió. Ni siquiera su familia. No quería que su hija tuviese que enfrentar todo eso. Ni mucho menos que ningún hombre la tocase como a ella le intentaron hacer en incontables ocasiones. Tenía que evitarlo. Para proteger a su bebé. Esa noche, todo estaba en silencio. Enith se quedó dormida. Adriana lo aprovechó para salir del cuarto. Se cercioró que no hubiese nadie rondando en los corredores. Tocó la puerta del cuarto del dueño, y éste le abrió con mirada lasciva a ella. La invitó a pasar y los dos estaban solos en el cuarto, esperando, el hombre, su “noche especial, la mujer, su momento para hacerle pagar su crimen. El hombre quiso empezar de inmediato pero Adriana lo detuvo. Le dijo al hombre que necesitaba ponerse más cómoda para la ocasión. El dueño mostró una mirada complaciente y le hizo el gesto afirmativo. Le preguntó Adriana dónde estaba el baño y el dueño le indicó la dirección. Después de un minuto, la chica salió, con ropa negra muy corta, mostrando su cuerpo esbelto y hermoso. El dueño quedó maravillado al verla. La chica tenía una cinta de tela negra en una mano y le indicó que debía atarlo para hacerle más emocionante el momento. El hombre, complaciente, aceptó. Adriana le ató las manos al dueño, y empezó con los juegos. Caminó alrededor del hombre, hasta detenerse atrás de él. Adriana sacó de su maleta una navaja, y con ella, le encajó en el cuello al dueño del local. Él gritó de dolor. Más tarde, suplicaría por su vida. —¡TOMA, CABRÓN! —las palabras retumbaron en el oído del dueño, mientras él sufría puñaladas constantes en la espalda y el cuello. El hombre se retorcía de dolor. Calló al suelo tras impedir que Adriana le siguiese apuñalando. El piso era un baño de sangre. La mujer veía a su “amigo” sufrir de dolor. Le sonrió con el mismo gesto lascivo de esa mañana. Continuó apuñalando Adriana a su acompañante, el tipo dejó de luchar. La chica se cercioró de aquello, y revisó el cuerpo, sus ojos estaban abiertos pero inmóviles. Murió, por fin. Los demás despertaron, y corrieron a ver qué sucedía en el cuarto. Derribaron la puerta y vieron la escena, aquello les dejó helados del miedo. Un baño de sangre, de un solo hombre. A su lado, Adriana portaba el arma homicida. Todos quedaron consternados al verla inmóvil, con la cara manchada de sangre. Estaba catatónica, hasta que escuchó gritos de bebé que venían de su cuarto. Enith había despertado. Debía estar con ella. Los inquilinos se lo impidieron. Temieron que pudiese escapar. Ella era la culpable de aquella muerte. Debian detenerla, sólo porque sí. Se la llevaron a la delegación. Allí, la policía quiso encontrar declaración de lo ocurrido por parte de Adriana pero ella se negó. No fue hasta que la amenazaron con quitarle a Enith de por vida, cuando empezó a hablar. —¡El hijo de su puta madre quiso sobrepasarse conmigo! Le puse en su lugar. Nadie más lo iba a hacer. Sólo yo. —¿Por qué no nos llamaste para que te cuidáramos? —preguntó el oficial, incrédulo por la actitud de la joven. —Porque ustedes son igual de bestias que aquel hombre. No iban a hacer nada. Nunca lo hacen. Dicen proteger a la gente pero dejan que nosotras nos quedemos calladas mientras los hombres como ustedes se sobrepasan, como si fuésemos un pedazo de carne —la euforia en las palabras de Adriana, sobrepasaba la razón de los oficiales que la escuchaban. —Pues ahora te vas a chingar aún más. Con esto que hiciste, ya no vas a ver la luz del día. Mucho menos a tu hija, escuincla. ¡Ya te cargo la chingada! —sentenció el oficial a cargo de la declaración. Esa declaración provocó la bravura de Adriana, que se abalanzó sobre el oficial. Los demás policías que se encontraban cerca, acudieron en su ayuda. La tomaron de las manos y piernas, y la llevaron a encerrar en una de las celdas que tenían allí. Al día siguiente, se la llevaron de inmediato a la cárcel de mujeres. No volvió a saber de nadie, ni siquiera de su hija. La noticia de su crimen pasó en las noticias y se transmitió por una semana. Luego llegó a internet. Las redes sociales se llenaban con la historia de Adriana y lo que hizo, muy pronto se llenaron de todo tipo de leyendas y apodos. La que más abundaría sería: Lady infamias. La gente de afuera la satanizaba por lo que había hecho, y más, cuando descubrieron sobre Enith. Declaraban que la niña “estaría mejor sin su madre que con ella”. Eso la destruyó. Sin embargo, en la cárcel, las prisioneras la estimaban. Las oficiales la respetaban, y los oficiales le temían. El apodo de Adriana le dejó una atención que no esperaba tener. Sin embargo, dio a entender lo que por mucho tiempo había explicado: “todos son machos hasta que los retas”. Mariana, se quedó con Enith. La acobijó en su casa, donde podría enseñarle los valores que intentaron enseñarle ella y su esposo a su hija. Pero, con el tiempo, la abuela contemplaría la misma actitud brava en su nieta. Tendría los mismos problemas con la autoridad, igual que su madre, y le pediría las mismas explicaciones. Su nieta le contestaría igual. No tuvo más remedio que seguirle la corriente a su nieta. Enith continuó con la actitud rebelde. No era más temeraria que su madre, pero se enfrentaba a cualquiera que pensara ella, se sobrepasara. No tuvo apoyo de nadie, pero eso no le quitó los ánimos. Estaba decidido a llevar a cabo el legado de su madre, aunque eso significara, tener el mismo apodo. Lo llevaría con orgullo ante una sociedad, que no hace otra cosa que desviar la mirada cuando ocurre una indecencia. Sería una autentica, “Lady infamias”.
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