Inflexión Irving Antonio Aréchar (México) “Todos somos insignes malvados” WILLIAM SHAKESPEARE Todo padre es el héroe en la vida de su hijo, lo ven como el hombre responsable, el pilar de la casa, el responsable de que su familia pueda vivir seguros y felices, un ejemplo a seguir. Para Armando Solís, no era el caso.
Roberto Solís, el padre de Armando, era como una moneda, dentro de la casa era un tirano con su esposa e hijo, ordenando como si fuera el “rey de la montaña”, castigando en demasía a los dos por no hacer las cosas a su tiempo y gusto; fuera de ella, era un hombre de familia, trabajador, padre ejemplar, según la sociedad. Era maestro de secundaria donde estudiaba su hijo. Armando no era un buen alumno pero se esforzaba por mantener un promedio aceptable. Desgraciadamente, eso no era suficiente para Roberto. Él quería la excelencia. Si no era una calificación de diez, entonces lo insultaba enfrente de sus compañeros y demás profesores, y contaba sus historias de su vida pobre, en señal de reproche. —Lo tienes todo en la casa: un escritorio donde trabajar, una computadora, un cuarto donde estudiar a gusto y una familia para ayudarte. Yo no tuve nada, cabrón. Y me sales con estas notas pendejas. ¿Crees que trabajo para mantener a un pendejo? ¡Dime, escuincle de mierda! Armando sólo podía ocultar la cabeza cuando él le hablaba de esa manera, la vergüenza sólo podía compararse con lo que vendría más adelante en la casa. Roberto le haría estudiar el doble como castigo, haciéndole un cuestionario, del cual, lo reprendería a latigazos con su cinturón, si no contestaba correctamente. Karina, esposa de Roberto y madre de Armando, sólo podía escuchar con impotencia, mientras su hijo era asediado por la sobrecarga de trabajo y los castigos constantes. No debía intervenir, ya que si lo hacía, tendría el mismo trato que Armando. Sólo debía aguardar lo suficiente. Su momento llegó en la noche. Armando se fue a dormir. Roberto andaba en su estudio todavía, preparando sus clases para el día siguiente. Karina dijo que tomaría un baño, antes de acostarse. Roberto le dijo que quería algo de cenar primero y le preparó unos tacos fritos. Se los pasó en su estudio y se marchó al baño. No necesitaba hacerlo. Sólo quería hacer tiempo para que Armando se durmiera, así no sabría lo que estaba a punto de hacer. Calculó media hora, el tiempo suficiente para que su hijo conciliara el sueño y así, poder salir del baño. Se puso su ropa para dormir y se acostó en la cama, aunque no cerró los ojos. Su esposo aún seguía despierto. —Te tardaste mucho en el baño. ¿Acaso eres una ballena o qué, vieja estúpida? Siempre echando la weba en la casa. Y cuando de verdad creo que estás trabajando, lo echas todo a perder. ¡Eres una inútil! No entiendo cómo es posible que me haya casado contigo. No vales más que un perro. Armando es igual a ti, flojo y estúpido —las palabras de Roberto desataron la furia de la esposa. —¡También es tu hijo, cabrón! ¡Y es la última vez que le hablas de esa forma! —sentenció Karina muy quedamente, pero lo suficiente para que su esposo la escuchara. —¿Cómo me llamaste, estúpida? —Roberto se levantó de la cama y se dirigió a su esposa. Karina se resguardó en el armario, donde pasó por un vestido de encaje, negro, con bolsillos a los lados. Buscó en los bolsillos y halló una pistola magnum .45. La sacó y en ese momento Roberto estaba junto a ella. —¡Es la última vez que me hablas así, perra mal cogida! —sonó una detonación. Roberto cayó al suelo, y Karina, por el impacto que dejó el haber disparado, esperó un minuto para recuperarse. Armando despertó de inmediato, escuchó un estallido venir del cuarto de sus padres. Se levantó y fue a ver qué ocurrió. Cuando llegó, la puerta estaba abierta. Para su asombro, vio a su padre tirado en el suelo, lleno de sangre, y un agujero en el pecho. Su madre estaba a menos de un metro de él y el cadáver de Roberto, tenía algo rojo salpicado en el rostro. Imaginó que era pintura, hasta que vio la pistola que sostenía en la mano. El niño tenía edad para entender qué pasó realmente con su padre en ese momento, y quién lo llevó a cabo. —¿Qué hiciste, mamá? —preguntó Armando, con lágrimas saliendo de sus ojos pero de miedo. —Lo maté, hijo. No tenía opción —dijo Karina, suplicante. Quería creer que lo hizo por un bien mayor. Armando llamaba a Roberto una y otra vez pero no respondió, Karina lo observaba, confusa ante su actitud con el cadáver de su esposo. No entendía que Armando le llorara al hombre que sólo los veía a ella y su hijo como basura. Lo tomó del brazo y salieron los dos de la casa. —¿A dónde vamos? —preguntó Armando, consternado y triste. —Afuera —respondió Karina. —¿Por qué? —añadió Armando, preocupado. —Para que no estorbemos a la policía cuando lleguen —dijo Karina, convencida de lo que decía. Estaban a punto de salir pero antes, Karina tomó su celular que dejó en la sala y abandonó la casa con él en una mano y a su hijo en otra. Una vez afuera, la madre llamó a emergencias, donde les contó lo sucedido. Lo que había hecho y cómo pasó. En cuanto terminó la llamada, se sentaron en una banqueta a esperar a la policía. Es cuando Karina le recalcó a su hijo lo siguiente: —Presta atención, hijo. Cuando la policía y la ambulancia lleguen, van a encontrar a tu papá en el cuarto. Luego nos van a hacer preguntas. Cuando eso pase, les vas a decir que tu papá me quiso atacar, que disparé para defenderme y sólo eso. ¿Lo entiendes? Si no, me meterán a la cárcel y a ti te llevarán a otra familia. Capaz sean peores que tu padre. ¿Eso quieres —Armando sólo pudo negar con la cabeza al escuchar lo último de su madre. Estaba condicionado a modificar la verdad, para no estar sin su madre. Llegaron policías y ambulancia a la casa, entraron y revisaron cada espacio, hasta encontrar el cuarto matrimonial, donde estaba el cadáver de Roberto en el piso, tal y como lo habían dejado Karina y Armando. Salieron todos con el muerto y tomaron declaración de los dos. Armando dijo lo que le ordenó su madre. No sabía qué estaba diciendo ni por qué lo hacía. Sólo pensaba en lo que le dijo su madre, de principio a fin. Los años pasaron, los dos vivieron una vida común pero nada feliz, a Karina la degradaron en todas partes. Pese a decir la verdad sobre lo que vivieron ella y su hijo, la policía y la gente de la comunidad con la que siempre había convivido, no creyó ninguna palabra. Sin embargo, el jurado tomó en cuenta su palabra y fue suficiente para declararle inocente. Aunque, eso no importaba, era una marginada. No tuvo más remedio, que irse de casa, con su hijo, a buscar una vida nueva. A Armando, por otro lado, lo que pasó aquella noche le dejó un triste recuerdo, que fue apagando con el tiempo. Las pesadillas lo despertaban todas las noches y eso preocupaba a Karina. Pero el tiempo pasó, al igual que los sueños turbios. Pasaron a vivir con una tía, y fue que su vida, radicalmente, para bien. Al llegar a la universidad, Armando volvió a la capital. Ya estaba en paz. Sin embargo, los recuerdos regresaron a la mente del joven como olas incesantes. El agobio de su padre por sus fracasos en la escuela, la humillación que le hacía pasar y su muerte. Se preguntaba cuándo acabaría. Es cuando recordó lo que su madre tuvo que hacer esa noche. El buen trabajo que hizo por él y el respeto y buenos valores que le enseñó, todo eso tuvo un significado claro, en cuanto Karina tomó la batuta en su educación. Para Armando, su madre llenó las expectativas que Roberto no hizo por él. Había que recompensarlo. Acabó la universidad, se matriculó en Letras hispánicas e hizo el examen para ser maestro. Al año, estaba dando clases en una cabecera municipal, ubicada en la parte “Altos” del estado. Una zona conflictiva pero que le permitía tener una vida allá, al igual que una pareja con la cual formar una familia. Su trabajo no lo descuidó pero tampoco hizo menos a a su esposa y sus dos hijas, que representaban la imagen de “familia perfecta”. Esto llenaba de orgullo a Armando, tenía un buen empleo y una familia maravillosa y responsable. No había necesidad de que Armando las ayudara con sus tareas, pues eran muy inteligentes para hacerlo ellas solas. Pero Armando quería ser más participativo con sus hijas, como su padre nunca lo fue con él. —Estamos bien, papá. No queremos tu ayuda —esto último resultó para Armando un balde de agua helada. ¿Era necesario decirle aquello? —Está bien. Si necesitan ayuda, llámenme —dijo Armando. Denotaba tristeza al salir de su cuarto. El trabajo no cambió en absoluto para Armando. Los alumnos lo querían, incluso quienes no tenían clases con él, escuchaban fuera del salón o pedían permiso para formar parte de del grupo. Los padres tenían buenas referencias de él, lo cual levantaba varias envidias en los otros maestros, aunque no para provocar rencillas. Por desgracia, en su familia, comenzaron a suceder varios problemas. Blanca y su otra hija, Susana, la menor de las dos, comenzaron a faltar a clases y más tarde, en la escuela. Armando pidió explicaciones y las adolescentes sólo lo ignoraron, con risas burlonas que encendieron un nuevo temperamento en su padre. —¡A mí me respetan, hijas de la chingada! —farfulló Armando. Sus hijas se alertaron ante el aviso de su padre. —No te dijimos nada malo —dijo Susana con expresión inocente, igual que Blanca. —Les hablo y se van, como si yo estuviese pintado. ¡Pues ya no, chiquillas mal educadas! ¡En esta casa me respetan! —sentenció Armando. Estaba fuera de sí. En ese momento, Karla llegó a la casa, luego de un arduo día de trabajo, cuando presenció la discusión entre su esposo y sus hijas. Blanca se acercó a su madre, para recalcarle la actitud de su padre. —Óyeme, cabrón. Es la última que les levantas la voz y les insultas a mis hijas. ¿Escuchaste? —sentenció Karla a Armando. Las adolescentes miraban por detrás de su madre, contentas porque su madre las defendiese. — ¡También son mis hijas! Y ellas son las maleducadas. Se salen de la escuela en horas de clases para andar de pinta, como si fueran unas malandras. Intento que ellas se disciplinen, como niñas responsables que eran y ellas me ignoran, como si no fuera nadie. ¡Soy su padre! ¿Oyeron, escuinclas? —sentenció Armando en voz alta, para que las dos adolescentes escuchasen con atención lo que dijo. —Estar en la escuela es aburrido. Queríamos estar en otro lugar para divertirnos. ¡Y no somos malandras, papá! —protestó Blanca, la mayor de las hermanas. —Pues aunque te aburra, jovencita, tienes que ir a la escuela. Mientras vivas en mi casa, estarás bajo mis reglas —impuso Armando, esperando causar una reacción diferente en ella y su otra hija. —¡Esta también es mi casa, Armando! —protestó Karla esta vez—. Estoy de acuerdo de que deben estar en la escuela, pero no justifica que las insultes. En esta casa no insultamos ni decimos groserías. ¿Quedó claro? —miró a Armando y a sus hijas, esperando que también ellas captasen el mensaje. Armando se retiró de la sala y las dejó solas a las tres mujeres. Estaba furioso pero también confuso. No entendió qué había hecho mal para merecerse aquella reacción de su familia. Nunca les faltó el respeto hasta ese día, siempre procuró tratarlas con respeto porque así lo había educado su madre. Entonces, ¿por qué él era el malo? Los meses pasaban pero no los disgustos en la casa. Desde esa tarde que discutió con su esposa e hijas, la relación decayó. Armando cada vez perdía fuerza como cabeza de la casa. Ya nadie le escuchaba cuando necesitaba su atención. Pasaba desapercibido, igual que un fantasma. La escuela era el único momento donde podía valorarse su trabajo. Pero eso no le impedía sentirse mal todo el tiempo. Karla pasaba mucho tiempo afuera y no regresaba a la casa hasta muy entrada la noche. Blanca y Susana se iban a pasear después de la escuela y se quedaban a dormir con alguna amiga. Armando encontraba la casa vacía, sin nada más que silencio. Era un tormento para alguien que había tratado a su familia lo opuesto de lo que su padre los había tratado a él y a su madre. No merecía esto. Un día, Armando salió del trabajo, pero no pasó a la casa, como estaba acostumbrado. Esta vez, fue a una armería y compró un revolver magnum .45. La misma que utilizó Karina para matar a Roberto. Pagó en efectivo. Se fue a su casa, dejó sus cosas en su estudio, preparó la comida para él mismo, y más tarde, trabajó en las clases que tendría al día siguiente. A media noche, tenía puesta su ropa para dormir. Pero, en esta ocasión, no conciliaba el sueño. Quería esperar a Karla. Quería hablar con su esposa, como solía hacerlo en sus tiempos de enamorados. Karla llegó a la casa, estaba deshecha, hasta que oyó a Armando bajar las escaleras. Una vez que bajó todos los escalones, Karla preguntó por qué aún seguía despierto. —Quise esperarte. ¿No puedo esperar a mi esposa para dormir juntos, como cualquier matrimonio? —el comentario de Armando alertó a Karla. —Sí, pero es extraño, viniendo de ti —dijo Karla, extrañada por la actitud que adoptaba su esposo. —Sólo quiero que estemos bien. Como dos esposos que se aman. ¿Podemos? —dijo Armando en tono suplicante. Karla aceptó tajante. Se fue a cambiar de ropa y se acostó en la cama que compartían los dos. Se miraron de frente y es cuando Armando le recordó sus años de novios y lo mucho que se amaban. También dijo lo feliz que era al compartir los bellos momentos con las tres. —¿Por qué dices que “eras feliz”? ¿Acaso te vas a morir? —preguntó Karla altaneramente, dejando salir una risa burlona, similar al de su hija, Blanca. —Porque ya no seré parte de esta familia. Tú y las chicas me han hecho entender que mi presencia no es requerida. Por lo tanto, esta será la última noche que estaremos juntos. Tú y yo terminamos —las palabras de Armando desconcertaron a su esposa. —¿Así nada más? ¿Sólo porque tus hijas no te hicieron caso? Eres un niño. ¡Es verdad, no sirves para nada! No les harás falta a tus hijas si te vas —sentenció Karla, esperando que Armando perdiera los estribos y la agrediese. —No me importa. De todas maneras, el final ya se presentó. Tú y yo dormiremos, como esposos, por última vez —dijo Armando en tono dramático. —Yo no pienso dormir en la misma cama que tú, cabrón. Eres un indeseable. Y no quiero saber de ti. ¡No vales más que mierda! —lo último que dijo Karla, hizo sacar unas cuantas gotas de saliva que salpicaron la cara de Armando. Él ni quisiera se inmutó. Karla se levantó de la cama y abrió la puerta del cuarto, pero no salió. Se quedó en el umbral, esperando que Armando se levantara y se fuera. Armando no se levantó. Le invitó a que se volviese a la cama pero Karla se negó. La esposa, nuevamente, le ordenó que se levantara. Fue entonces, cuando Armando se levantó de la cama y, embravecido, sacó la magnum del cajón que tenía cerca, y le apuntó a su esposa. Karla dio un grito de terror al ver el arma en la mano de su esposo y salió del cuarto. Por desgracia, el arma se disparó antes de salir de su camino, matándola al instante. Armando salió para asegurarse de que su esposa estuviese muerta. Era un baño de sangre, igual que con su padre. Con la suerte, de que no estaban sus hijas en la casa, admirando su crimen. Se quedó sentado junto al cuerpo inerte, sin importarle que la sangre que corría en el suelo le manchara la ropa. Cuando marcó la primera hora de la mañana, Blanca y Susana regresaron a la casa. Llamaron a sus padres pero no contestaron. Subieron la escalera, y es cuando observaron, horrorizadas, a Karla en el suelo rojo, muerta, y a Armando, sentado mientras observaba el cadáver de su madre. Las dos adolescentes gritaron al unísono al ver aquella escena. Preguntaron a su padre qué había ocurrido pero él no les contestó. Llamarón a emergencias, aunque ya era tarde, Karla llevaba muerta desde hace horas. La policía y el jurado escuchó su historia, supieron la vida que tuvo con su padre, agresivo y autoritario, y a su madre, que lo salvó de su tortura. También escucharon lo que tuvo que hacer para no cometer los errores del pasado pero que no tuvo éxito, pues su esposa e hijas, no eran sus padres. Lo último sólo lo podía agregar, al decir: — “Era un esposo atento y un padre amoroso. Pero las dos no lo supieron ver. Debía hacérselos entender. ¿Ustedes me entienden?” El jurado se removió la conciencia con las palabras de Armando. Pero las hijas quedaron atónitas ante lo que dijo. ¿Cómo era posible que dijese eso, después de haberlas dejado sin madre? No se lo merecían ellas, pero tampoco su padre al principio. ¿Quién merecía el desprecio, entonces? Armando quedó libre, pero ya no tuvo a sus hijas a su cuidado. Las chicas no quisieron vivir con él. Se fueron a vivir con Karina. Armando estaba feliz de que se fueran a vivir con su abuela. Karina quedó abrumada con lo que hizo su hijo a su nuera. Una vez llegó a su casa y le cerró la puerta en la cara. Recalcó que ya no tenía cabida en su vida, ni en la de sus hijas. Armando, atónito, no supo que decir y se fue. Nunca volvió a molestarlas. “El mundo es injusto para quienes sólo tratan de ser mejores personas de que los que fueron nuestros padres”, pensó Armando, de camino a su casa. Entonces pensó en su padre por primera vez, desde que era niño. En los correctivos que le hacía y los castigos incesantes que aplicaba cuando él cometía lo que consideraba una falta. Consideró, finalmente, que lo estaba educando, como un padre debe hacerlo con su hijo. “¡Qué terrible puede ser la gente cuando no se dan cuenta de lo que quieres lograr para ti y tu familia. Son tan ocurrentes al momento de criticar tus acciones para contigo, pero no se dan cuenta de lo que hacen consigo mismos. Una hipocresía vulgar pero permisible hasta ahora”. Después de imaginar su justificante, Armando entró a la casa, fría y sola, rondando los pasillos donde alguna vez tuvo el control de su vida. Sin embargo, de alguna manera, eso no le perturbó. Denotaba una sonrisa triunfante, al ver las noticias en la televisión, donde anunciaban su caso. Sintió alegría y orgullo, igual que su padre.
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