Palabras prestadasIrving Antonio Aréchar (México) “El corazón de un escritor es un péndulo que oscila entre dos polos fundamentales: La soberbia y la humildad”. LUIS ARTURO RAMOS Carlos Olmos era un joven que quiso entrar al mundo literario con un conocimiento muy corto y pobre de la literatura. Las letras son los símbolos con los que desarrollamos las palabras que nos comunican con el mundo y sus habitantes. Esas palabras dan a entender nuestras ideas, sensaciones y virtudes; como también nuestros miedos y pecados. Son palabras únicas, porque nos hacen únicos. Lamentablemente, para personas como Carlos, aquello le era ajeno, y lo ajeno, para un escritor, lo termina pagando caro.
Desde la prepa, Carlos estaba orgulloso de lo que escribía, sus amigos se maravillaban con sus historias y se los compraban a buen precio. Los padres no sabían ese aspecto en la escuela, pero ellos estaban tan orgullosos como él por la fama que recibía. Tras entrar a la universidad, esa fama se esfumó. Trató de hacer lo mismo con sus historias como en su etapa anterior. Pero sus textos no causaban el mismo impacto. Ni siquiera en sus maestros, quienes hacían lo mismo que con cualquier trabajo que no les gusta: Tirarlo a la basura. Esto último le resultó como una puñalada en el pecho, tirando por la borda su entusiasmo. Fue cuando un día, uno de sus profesores, Samuel Giménez, alias “El Samy”, se acercó a Carlos y le dijo lo siguiente: —Tus historias son buenas. Pero el género ya no es bien visto hoy en día —la respuesta le pareció como un balde de agua helada recién bañada sobre su cabeza. ¿Acaso la buena literatura se destaca por moda, en lugar del estilo? —¿Qué les gusta al mundo hoy en día? —preguntó Carlos expectante. —El drama y la superación personal —respondió el profesor con escepticismo. —¿Por qué? —añadió Carlos, incrédulo. —La gente, muchacho. Les gusta inmiscuirse en la vida de otros para saber qué tan mala es. De esa forma, no tienen que lamentarse sus errores, si hay otros peores el desinterés del maestro en su respuesta provocó más incredulidad en el muchacho. —Me parece una mierda querer leer sobre esos temas sólo por eso. Las palabras que entonaba al “Samy” le parecían ajenas, como el gusto que tenía el mundo, hoy en día, por saber historias que sólo pasan en las telenovelas. Sin embargo, en su interior, sabía que tenía que decir eso, no tanto para que su profesor las escuchara, sino para estar convencido de que aquello era, exactamente, una mierda. —Así es la gente, chico. ¿Qué se le va a hacer? —su tono despreocupado de Samuel le abrumaba a Carlos. Dio por terminada la plática y se marchó de su área de descanso, dejando al maestro con la palabra en la boca. Sus respuestas, más que mejorar su situación, sólo causaron más estrés en el joven. ¿Había forma de cambiar la opinión de la gente en cuanto lo bueno y lo popular? Más tarde se daría cuenta. Pasaron dos semanas desde aquella terrible averiguación. Carlos trataba de entender cómo su situación dependía de algo que no conocía, mucho menos, que le causara gusto. Salía temprano de casa sin decirles a sus padres a dónde iba y regresaba cuando menos lo esperaban. Ya no hacía contacto con sus amigos de la prepa. Su falta de creatividad para elaborar una obra dramática con tintes de superación personal, le daban una sensación de fracaso, que no se permitía siquiera comentarlo con nadie. Ya ni siquiera podía verse en un espejo; no era una promesa en las letras, era un fracaso. Esa idea se lo reprochaba a todo aquel que preguntara por su obra. ¿Para qué continuar con desarrollar un fracaso mayor? Caminaba grandes distancias para olvidarse del asunto y sólo lograría agotarse. Hasta que un día, su suerte aparentaba cambiar a su favor. En una casa localizada en un área urbana común se hacía una venta de garaje. Se vendía lo siguiente: artefactos de cocina, herramientas de reparación, muebles decorativos, estatuas de porcelana de segunda mano. Carlos se acercó y vio mejor la mercancía. No encontraba nada que le llamara la atención hasta que observó el estante de los libros. Tenía a los siguientes autores: Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, entre otros. A él no le hacían mucho ruido, pues ya los tenía en su poder, sin excepción. Excepto uno: Fabián Peña. “¿Secretos o mentiras?” era el título del libro. Muy propio para una historia dramática. El efecto que tuvo en Carlos fue tanta que buscó al dueño del negocio para preguntar cuánto costaba. El hombre le puso un precio de 40 pesos. Bastante económico para el estado perfecto que se encontraba el libro. Buscó entre sus bolsillos. Había ganado mucho con la venta de sus cuentos, por lo que esperaba tener en su haber la cantidad que necesitaba. Y, afortunadamente, lo tenía completo. Pagó por contado y el dueño se lo entregó en una bolsa de supermercado. Carlos se fue triunfante a su casa, donde iniciaría su lectura. Durante la noche, Carlos leyó ¿Secretos o mentiras?, esperando poder generar en él, el mismo entusiasmo que en el resto del mundo. Pero le provocó algo más. La historia tenía a protagonistas una pareja de jóvenes que se juran gran fidelidad tras contraer matrimonio; sin embargo, en el desarrollo de la historia, el matrimonio decae por la monotonía del trabajo y los hijos. Los dos empiezan a ser infieles con compañeros de trabajo, que tienen gustos muy bizarros y caóticos, al estilo del Marqués de Sade. La familia decae, cuando las personas con las que se engañan quieren hacer algo más sádico: quieren matar. Ellos desisten de esa tentación y se libran de ellos, salvándose entre sí, al igual que su familia. Un final lo más parecido al de William Shakespeare. Carlos no había sentido tanta emoción por ninguna obra que hubiera leído antes. Parecía cualquier mujer humilde que pide su despensa cada mes y se reúne con sus vecinas para hablar del capítulo de la telenovela que se transmitió la noche anterior. Sentía celos del autor. Hasta esa noche, se consideraba el mejor escritor de su época. Fabián Peña le quitó ese título. ¿Habría que hacérselo pagar? Carlos se quedó acostado, boca arriba, unos cinco minutos, antes de saber qué hacer con la obra que leyó, como también con la que escribiría a continuación. Su mente no dejaba de pensar en ¿Secretos o mentiras? Recordó oraciones como: “No pido nada más que una oportunidad de sentir lo mismo que antes”. “Ella era intrépida, temeraria y aventurera, tal y como me gustan. Lo malo es que no es mi amada”. “Que error tan terrible pensar que ella me haría feliz como alguna vez lo hizo mi esposa y la madre de mis hijos”. “Ella es enfermiza y peligrosa, igual que un monstruo”. “Ella no dejará a nadie vivo mientras esté viva”. Las palabras le retumbaban, como si fueran una señal prohibida. Claro que sí. De alguna manera, la historia le advertía lo que pasaría si esto salía a la luz con el nombre de Carlos, en vez del original. ¿Caería en esa trampa para recuperar el folclor y la fama que alguna vez tuvo? Desgraciadamente, el encanto de la obra lo sedujo tanto como a la pareja protagonista. Se sentó en su escritorio, abrió el libro desde la primera página y frente a la computadora, fue transcribiendo, palabra por palabra, ¿Secretos o mentiras? Tardó toda la noche copiando el texto; los dedos de las manos, como los ojos, le pesaban conforme iba escribiendo, formando una historia que no era ni jamás sería suya. A la primera hora del día, terminó de escribirla, poniendo su nombre abajo del título. Es cuando el aura del ambiente en su cuarto se sintió sombría. Un aire frío le recorría por el cuello y más tarde por todo su cuerpo. Era como si alguien más estuviese en el cuarto con Carlos, observando lo que hizo. Un testigo. ¿Podría ser amigable y desinteresado, o podría ser mezquino y perjudicial? El tiempo se lo diría. Les mostró la historia impresa (con su nombre puesto en él, claro) a sus padres. Su reacción, al principio, fue la de un niño al ver una película gore. Fue cuando llegaron al final, cuando en sus rostros, se les vio inundarse de lágrimas, emulando un llanto silencioso por el texto que su hijo había escrito. Estaban felices. La misma reacción la tomaron sus compañeros de escuela, al igual que sus profesores. Sólo “el Samy” fue quien le expuso su inconformidad, sin ninguna reacción por el texto. Sólo se levantó de su mesa de trabajo, le devolvió la historia a Carlos, y le dijo “buen trabajo”, con su tan acostumbrada impasibilidad. El joven no le dio importancia. Finalmente, estaba de vuelta en la cima. La fama le devolvió la felicidad que alguna vez tuvo, más tarde experimentó los horrores que le dejó. Carlos empezó a recibir amenazas por parte de alguien que no se identificaba con un nombre. Sólo siglas: FP. Los mensajes decían que “cometió la peor infamia de su vida”. “No tienes perdón de Dios, mucho menos la mía”. “Te crees un escritor, pero sólo eres una mentira”. “Pronto vas a caer”. “Me aseguraré de que sepan todos tu farsa”. “VAS A CAER, CABRÓN”. Lo último le sonó muy fuerte a Carlos y a quienes le rodeaban. Los demás no entendían lo que el acosador quería decir. Carlos, al parecer, sí. Su reacción ante el asedio le daba una postura de intensa inseguridad. Sabía quién lo perseguía y también por qué. La misma obra se lo advirtió, ahora su autor le recordaba su error. Fabián Peña haría lo imposible para que Carlos pague caro por haber plagiado su historia. ¿Cómo lo haría?, era lo que el joven se preguntaba constantemente. ¿Llegaría a descifrarlo a tiempo para que él pudiera impedir lo que sea que Fabián pretendiese hacerle? Los nervios estaban a flor de piel. Pasaron tres días, el acoso hacia Carlos seguía poniéndolos nerviosos, a él y a su familia. Pronto recibiría mensajes de WhatsApp, provenientes de un número desconocido, describiéndolo al joven como “embustero” y “falso creativo”. “Pronto lamentarás lo que has hecho. Te lo prometo”. Todos los textos tenían el mismo destinatario: FP. Carlos les ocultó los mensajes que recibió en el celular, excepto las siglas del destinatario. No podía revelarles el contenido de los mensajes, sin exponer el motivo y arriesgarse a perderlo todo. Es cuando deseó no haber transcrito nunca ¿Secretos o mentiras? Ya fuera de día o de noche, Carlos experimentó lo más parecido al acoso. Como una persona invisible o un fantasma. No se sabía quién era Fabián Peña. Tampoco que fuese real. Sin embargo, aquella persona resaltaba negativamente en la vida de Carlos, de una manera que no podía, siquiera, confiar en su propia sombra. Tras pasar en una calle cerrada, a un par de cuadras para llegar a su casa, Carlos sintió el ambiente oscurecerse a proporciones nunca antes conocidas. El aire se tornó pesada y fría. Las paredes de la calle se notaban angostas. De repente, vio una sombra moverse en dirección hacia él. Su forma se fue notando mejor, conforme se iba acercando. El joven, temeroso, quiso correr pero tropezó con algo pequeño pero duro. Cayó al suelo y, de inmediato, la sombra se encontraba de frente suyo. —Por fin te encontré —dijo la sombra. —¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? —preguntó Carlos con terror. Ni siquiera sabía lo que estaba diciendo. Las palabras salían involuntariamente de su boca. —¡Lo que me robaste, cabrón!-dijo la sombra con tono altisonante, para que Carlos escuchase claro. —¿Qué te robé? —Carlos sabía la respuesta. Sólo intentaba que aquel individuo se olvidara del asunto. —¡Mi obra! Tú te apropiaste de ella como si yo no existiera. Por eso la vas a pagar. —Por favor, no me hagas nada. Discúlpame por hacerlo. Estaba desesperado. Nadie quería leer lo que escribía. Necesitaba recuperar mi fama. Por eso tuve que copiar tu libro. ¿Puedes entenderlo? —Lo entiendo. Por eso fue que me aseguré de que nadie supiese de esa novela. Esa historia la escribí sin haber vivido ni sentido nada en mi vida. Era palabras vacías, producto de una idea que reflejaba una situación que jamás experimenté. Pero no me importó. Estaba ciego de fama, como tú. Pero créeme, muchacho, ningún reconocimiento vale la pena con exponer una historia sin vida. Son palabras vacías, por lo tanto, lo que sientes, no es más que vacío. ¿Tú me entiendes, chico? —tras escuchar el discurso de la sombra, Carlos enfocó su mirada en él. —¿¡Entenderte!? Estás bien pendejo, cabrón. Es sólo una historia. ¿Cómo te puede causar eso que tú dices? ¡Estás loco! —Carlos trastabillaba con las manos y piernas, tratando de alejarse de la sombra. Aquel individuo fue avanzando también, descubriéndose por fin, era nada menos que Samuel Giménez. ¿Él era Fabián Peña todo este tiempo? ¿Cuál era su nombre real y cuál era el falso? La incredulidad de Carlos sólo la podía superar el miedo por no saber qué le haría su profesor. Se levantó de inmediato del suelo y dio tremendo arrancón, sin cerciorarse por detrás si lo seguía. Llegó a su casa, creyendo que por fin estaba a salvo de su maestro y autor verdadero de su “obra maestra”. Pero sólo fue el principio del terror que le aguardaba. El lugar estaba destrozado, algunos muebles estaban de cabeza, otros hecho trizas, la utilería estaba en pedazos, regados en el piso, la puerta de la cocina tenía un agujero enorme que resaltaba desde afuera. Carlos revisó el primer piso y no había señales de sus padres. Revisó el segundo y los encontró escondidos en el armario de su cuarto, con señales de haber sido golpeados. Estaban igual que su hijo, asustados y confundidos. No daban crédito al vandalismo que presenciaron hace poco. No conocía a nadie que pudiese lastimarlos. Carlos sí, pero igual que su libro, ocultó la verdad, esperando que acabara con el tiempo. Un pésimo error. De alguna manera, “el Samy” reveló su identidad como Fabián Peña y que fue creador de ¿Secreto o mentiras?, también habló del plagio que cometió Carlos Olmos a su obra y el reconocimiento que se adjudicó con ella. No había forma de que Carlos ocultase esa verdad. El mundo ya sabía lo que hizo. La gente que alguna vez lo admiró lo veía, esta vez, con decepción y desprecio. Sus padres pedían una explicación, sus amigos más. Él sólo podía justificar que sólo trataba de darle el prestigio que su verdadero autor jamás se atrevió a darle. Que todos, incluyéndolo a Fabián Peña, deberían agradecerle que se atrevió. Nadie creyó le tomó en serio. Con el tiempo, lo abandonaron, igual que a un leproso a punto de morir. El tiempo fue pasando pero el pecado de Carlos continuaba vigente en las personas que alguna vez lo admiraron. No le dirigían la palabra, mucho menos a comprarle textos que él mismo escribió antes de cometer plagio. Aunque sí, las miradas de reproche continuaron. Aquello le hizo pagar factura. Imaginaba ser hostigado en todo momento y lugar. Por Fabián Peña. Por todo el mundo. La culpa que imponía era más fuerte y terrible. Conocían al creador de ¿Secretos o mentiras? Todo daba a entender que quería de Carlos, algo más que la verdad. Quería que se doblegara como el canalla que era. Las noches eran para Carlos peor que el día. Soñaba con las miradas de la gente, escuchaba voces que salían de su cabeza, le decían insultos como: “Mentiroso”. “Embustero”. “¡Fracaso!”, esta última palabra, retumbaba más en el subconsciente del muchacho, quien daba gritos en toda la casa, despertando a la gente de su cuadra, suplicando que los dejaran descansar. Los padres, indignados pero confusos, sólo pudieron decirle que se calmara y no hiciera ruido. Nadie parecía entender lo que experimentaba, o tal vez sí, pero no les importó en absoluto. Su acción atrajo consecuencias graves, que debía pagar con lo único que le quedaba: la consciencia. Es cuando recordó una frase picaresca de la obra de Peña: “Lo que dices lo olvidan de inmediato. Pero lo que no, lo tendrán en su memoria por siempre”. Estaba escrito. Incluso puede decirse que ya era un hecho. Carlos tardó más de lo debido en darse cuenta. Toda obra literaria tiene palabras que alguna vez pertenecieron a alguien más. Por eso encantan a la gente. Pero también agobian a quien las escribe. Porque al final, te das cuenta, que sólo pueden ser tuyas, cuando son prestadas.
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