[...] Los soldados nos quitaron todo: nuestra casa, nuestras cosas, nuestra tierra, nuestra dignidad y nuestra humanidad. [...] (Irving Antonio Aréchar - Selva negra) Selva negraIrving Antonio Aréchar (México) “No lo olvidaré nunca, el pánico y la noche que pasé bajo el tejo. Hay una maldad espantosa en el mundo”. RICHARD ADAMS No encuentro una mejor excusa para no contarte lo que vas a escuchar. Ojalá nunca hubiera tenido que llegar a este momento, para revelar lo que alguna vez padecimos: yo, mi madre, mi padre, mi hermana, mi hermanito y el resto de mi gente. Pero entendí hace mucho que lo pasado no siempre es pisado. Las experiencias de quienes dejamos atrás en aquel tiempo de dolor, miedo y desesperación, estarán puestas en esta historia que te voy a narrar. Si yo te cuento esto, no es sólo porque tú me lo pides, sino también, porque no hay nadie más que la cuente. Sólo yo pudo decir que “realmente salió” de aquella selva negra.
Para empezar, me llamo Norberto Noriega. Nací en El Salvador, a mediados de los noventas, cuando se suponía que había terminado la guerra que azotó a mi país por casi dos décadas. El tiempo se detiene cuando hay caos y muerte. Se deja un tremendo dolor, y en mi familia hubo mucho para no ignorar. Yo me fui cumpliendo los doce años. Debía hacerlo. De lo contrario, hubiese muerte, a causa de esa guerra. Mis padres, mi hermana y mi hermanito, no tendrían suerte. Los soldados nos quitaron todo: nuestra casa, nuestras cosas, nuestra tierra, nuestra dignidad y nuestra humanidad. En especial de los niños. El peor de todos era su líder: el general Emilio López. Era un tipo a quien no podías verlo de otra manera que no fuera con temor y resentimiento. A ese ser, porque no se le podía llamar de otra forma, parecía ser el mismísimo Diablo. Mataba sin piedad y destruía con placer a sus enemigos. Los niños eran su mina de oro. Pero con calma, no es como tú lo piensas. Se trataba de algo menos físico, pero que no dejaba de ser más terrible: el reclutamiento. Aún puedo recordar cuando lo vi por primera vez, podía sentir como si sus ojos sacaran fuego. El odio que nos tenía, el miedo que le teníamos. Una década antes de mi nacimiento, había implementado una regla: todo aquel infante que cumpliese los doce años, debía cumplir su servicio militar en su mandato. Eso, significaba para todos, una sentencia de muerte. Cuando escuché de esa regla, aún tenía diez años. Me quedaba un par de años más de libertad. Pero ver a las madres de mis amigos de la escuela y el barrio sufrir por el arrebatamiento de sus hijos, su dolor en sus rostros, la ira por aquellos que se lo llevaban por una guerra que parecía no tener fin, me hacía creer que no tendría esa suerte que imaginaba en ese momento. Los rebeldes, si bien eran muy valientes y organizados, les superaban en número. Mi tío Rafael, a quien le apodaban “el Hittler”, por tener un bigote del mismo estilo que el Fürher, y tener un carácter imponente. Era el líder de la resistencia. Nadie lo podía contradecir, y todos lo apoyaban en todo momento. Lamentablemente, no podría soportar el asedio de López, y terminó fusilado en las afueras del Cuscatlán, en medio de la noche, donde el ruido de las balas eran tan imponentes que ponían a cualquiera que estuviese ajeno a los dos bandos debajo de sus camas, aguantando todo hasta el día siguiente. Mi niñez puedo decir que la viví feliz, pero muy corta. Como te he explicado hasta ahora, la guerra es interminable y dolorosa, por lo que la felicidad, si bien fue reconfortante, me era ajena. Había cadáveres por doquier, hombres y niños. Las casas hechas cenizas. Mis amigos se los llevó la noche, en la interminable y oscura selva, acompañado de balas y granadas. Puedo decirte sobre mis amigos dónde, cuándo, cómo y por qué murieron. Gilberto Manríquez, a quien le apodábamos “el zorro”, porque se robaba las gallinas que su papá criaba en su granja para sacarles los huevos y comérselos, al igual que el ave, siempre se escapaba de la escuela, y los maestros lo regresaban tirándole de la oreja. Siempre creímos que él sería el primero a quien reclutarían en el ejército de López. ¡Qué triste fue su final! A lado de otro amigo, quien fue mi mano derecha por dos años, compartirían la muerte más horrible. Como a los rebeldes, los fusilarían a los dos, con un disparo por detrás de la cabeza. Pero Gil, por su carácter, no les daría esa satisfacción. Se puso frente al soldado con la pistola. El soldado disparó, y la cabeza de Gil sacó sesos rojos detrás de su cabeza, cayendo rotundamente. Es una hazaña que hasta la fecha, aún se sigue contando en toda la nación de El Salvador. El famoso “Zorro”. Ramón Olivares, “El luchador”, porque era grande y siempre le gustaba jugar a la lucha libre en un colchón viejo que teníamos en las afueras de mi casa. Era fuerte, podía levantar a tres de nosotros con un brazo. Nos gustaba columpiarnos. Pero lo que le sobraba de tamaño y fuerza, le sobraba de valentía. Su madre siempre nos decía después de clases, como lloraba por las noches cuando disparaban los soldados, como suplicaba que dejaran de disparar, mojando sus pantalones debido al miedo. Incluso el día que lo reclutaron por la fuerza, chilló como un bebé, dejando rastros de orina en el camino, mientras se lo llevaban atado de manos. Qué lástima que mi tío tuvo que matarlo. ¡Pero él no tenía opción! O al menos eso me contó mi tío. Ramón le apuntó con su fusil, por lo tanto, debía responder antes. El cuerpo se lo llenó de plomo. Jamás se dio cuenta que se trataba de mi amigo. Y todo pasó en la noche, en medio de la selva. Roberto Sánchez, mi mano derecha, a él lo consideraba más que un amigo, era un hermano. Él me ayudó más que cualquiera. Gracias a Roberto es que estoy aquí, contando esta historia. Aún recuerdo esa noche que nos escapamos de nuestras casas y recorrimos toda la selva. Había cumplido los doce años. No faltaría mucho para que el ejército me reclutase. Pensó que sería buena idea refugiarnos con los rebeldes, así pasaríamos desapercibidos y podríamos dejar el país. Pero el ejército nos interceptó en la cuadrilla donde nos encontrábamos. Empezaron a disparar. Los rebeldes nos ayudaron a escapar. Tomamos camino en medio de la selva. Pero la oscuridad denotaba un cierto aire de calma que era agobiante, mucho peor que el ruido de los soldados disparando y soltando bombas. Sentimos la necesidad de escapar de esa selva negra. Cuando pudimos salir, por fin, descubrimos a más soldados, esperándonos con sus fusiles empuñados. Sin más remedio, opté por rendirme. Pero Roberto no se dejaría vencer. Peleó con los soldados lo más que pudo. En medio de la lucha, el soldado que me agarró, me soltó, y fue cuando escapé lejos de su alcance. Corrí colina arriba, donde nadie pudo alcanzarme. A Roberto lo agarraron, y le dieron el mismo castigo que “el zorro”. No se voltearía para verles de frente como Gilberto, pero les haría una sonrisa, satisfecho de lo que hizo. ¿Cómo sé eso? Porque estuve presente ese día. Como dije, había corrido colina arriba, me oculté entre los árboles grandes, para que los soldados no me encontrasen. Resultó. Pero me dejaría un escenario que ojalá no hubiera tenido que ver. Mis tres mejores amigos. Dos murieron por seguir manteniendo su inocencia, el tercero murió porque ya la había perdido. A pesar de que sólo uno me pudo ayudar, les agradezco a los tres. Sin ellos, no hubiera podido escapar. La guerra se los llevó, al igual que a mi familia. Mi padre era un campesino, como cualquier hombre salvadoreño en la época de los setentas y los ochentas. Pudo ver a nuestra selección de futbol participar en su segundo mundial en España. Pero también tuvo la desgracia, al igual que mi mamá, mis abuelos y abuelas, de ver el ascenso al poder de López. No puedo imaginarme cuanto caos desató, las muertes que provocó, los niños que utilizó en su ejército como “perros de presa”. Hasta que un día, solamente se fue, buscando el sueño americano, con la esperanza de llevarnos un día, a mí y mi familia. Ese día jamás llegó. Aún sigo sin saber qué pasó con él. Ya no importa. De encontrarlo, no creo que necesite saber qué nos ocurrió. Mucho menos cómo, ni por qué. Una vez fuera del alcance del ejército de Emilio, seguí recorriendo la inmensa y tenebrosa. De día no daba mucho miedo, sólo se oía el ruido de los animales que rondaban por mi dirección. Pero de noche, escuchaba los bombardeos, los disparos, los gritos de los soldados que buscaban a sus enemigos, a los guerrilleros que se resguardaban de los soldados, a la gente que pedía clemencia para no ser asesinado. Me tapaba los oídos todas las noches, sin cerrar los ojos, esperando que todo acabara. Pero como dijo una vez mi abuela: “La guerra no acaba hasta que estás muerto”. Llegué a una de las ciudades fronteras con México: Tapachula. Créeme cuando te digo, que no es más seguro que lo que tu gente te hace creer. Al menos en El Salvador podías distinguir a los malvados, usaban ropa verde y portan escopetas y pistolas. Pero allí, reina la maldad en todas las personas con quienes te cruzas. Algunas están marcadas con la Santa Muerte, otros con El Diablo, ángeles y demás imágenes de sus seres queridos, que no hacen más que despistar su locura. Pero las personas supuestamente normales, los que no tienen nada más en sus cuerpos, que sonrisas, a ellas si tenles miedo. Pueden ser dueñas de tu suerte, y más tarde, de tu vida. A ese tipo de gentes las encuentras en casas hogares, donde te piden que les digas tu nombres y el país al que provienes. Más adelante les comentas la razón de haber abandonado el país. Yo les digo lo que quieren saber, más por ingenuidad que curiosidad. ¡Por poco me termina cobrando caro! Si bien, la gente en México puede llegar a ser amable en su mayoría, en las casa hogares son unos monstruos. Te mandan a un cuarto pequeño, donde hay de entre veinte a treinta personas, y sólo cinco camas. Hubo más de veinte niños, grandes y pequeños, instalados en un cuarto, con cinco camas nada más. Los más grandes, de catorce y quince años, eran terribles, con una mente tan perversa que hacía ver a mis amigos soldados decentes. Te robaban tus pertenencias, te molestaban mientras intentabas dormir, te torturaban con todo tipo de armas punzantes. Y los adultos son peores. Te miran como si fueras un pedazo de carne. Intentaron meterme las manos encima cada día que estuve en la casa hogar. Intenté quejarme varias veces, pero me ignoraron. Me quisieron difamar de mentiroso, me amenazaron con echarme de la casa, si continuaba diciendo mentiras. No tuve más remedio que callarme y soportarlo. Pero no aguanté, y al mes, dejé la casa hogar. Tenía un objetivo y debía cumplirlo: Debía llegar a los Estados Unidos. Buscar el sueño americano, para mí y mi familia. Y, por qué no, tratar de encontrar a mi padre. El primero si lo pude cumplir, lo segundo, todavía no. Pero cada paso que daba en el país vecino, era una punzada en el pie, del que dudaba no poder sacármela. A cada pueblo y ciudad siguiente, presencié un caos todavía peor que los anteriores: tiroteos, contrabando, muertes, sumisión, muertes. Pero era la propia gente que se mataba entre sí. ¡Y todo por dinero! Aunque fueran unos cuantos pesos, eran capaces de destazar a su propio padre. Un emblema para México, como tierra podrida, desleal e impredecible. Pero bien aprendí en mi tiempo recorriendo en aquel país, que “todo monstruo tiene su encanto”. Si bien, hay más delincuencia, robos y muertes que en El Salvador, también hay más condescendencia y amor que en mi país. No puedes imaginarte cuantas señoras y señores me ayudaron con la comida y casa. Una pareja de viejos me ofreció alojarme en su vivienda. Romualdo y Guadalupe, así se llamaban los ancianos, fueron muy amables y atentos conmigo, ofreciéndome espacio donde dormir, y algo de comer. Por tres días, sentí lo más parecido a mi hogar. Ya no extrañaba mi país, ni tampoco añoraba avanzar a los Estados Unidos. Finalmente era feliz. Esa felicidad se esfumó de inmediato, cobrándose las vidas de la pareja. Al parecer, le debían dinero a un grupo terrorista, o “cartel”, como le dicen allí. Los pobres viejos no tenían nada, y aquella gente mala, les dieron el tiro de gracia. Me tocaría ver desde el cuarto en el que me alojaron, aquella ejecución. Pero no sería sólo eso. También los destazarían con un machete, llevándose los pedazos en bolsas negras. No quedó nada más que un piso lleno de sangre. Aquella gente se fue, dejándome solo, traumado y triste por aquellos viejitos que tanto me ayudaron. Al igual que mis amigos, también les debo la vida. A partir de ese día, tomé mis cosas, y di marcha sin tregua a mi destino. No tengo memoria del tiempo que me tomó recorrer hasta los Estados Unidos. Sólo sé que cuando llegué a Zacatecas, entendí que lo que había vivido hasta ese momento, no era nada más que un preámbulo. Aquella tierra parecía ser un pueblo fantasma. El calor era sofocante, el sol avasallador, los árboles los podías contar con los dedos de tu mano. No había para donde ocultarse. Si bien, en mi tierra está caluroso, no es como el que había allí. Era estar en el infierno. Pero era el menor de mis problemas. Me encontraba en medio de la calle, vi lo que parecía ser un parque, con gente descansando y conversando sin ninguna preocupación. Hasta que, de la nada, una camioneta negra, con ventanas del mismo color, donde puedes ver el interior, dejó salir a varios hombres armados, disparando por todas partes, despachándose a la gente en el parque. Me oculté entre varios carros que estaban estacionados por allí. Más tarde, cuando cesaron los disparos, me salí de mi escondite. Observé la masacre que aquellos hombres en la camioneta dejaron en su haber. El parque se llenó de muertos: Hombres, mujeres, niños, jóvenes y ancianos, todos muertos. “¿Qué clase lugar era ese? ¿Cómo se puede vivir así? Pensé, al ver horrorizado aquella escena. Traté de inmediato de salir cuánto antes de allí. Aquel era peor que cualquier lugar que he estado en México. Quería llegar a mi destino. Le pregunté a varias personas, si había alguien que quisiera ir a los Estados Unidos, o al menos que fuera a la frontera. Pero no hubo nadie dispuesto a ir, mucho menos llevarme. Fue entonces que un hombre grande, de alto y de ancho, con una mujer con dos niños y dos niñas a su cuidado, se ofreció a llevarme a cruzar la frontera. Me daba mala espina. Había visto demasiada maldad en mucha gente de ese país, que me era difícil poder confiar en ellos. Pero el tiempo ameritaba que llegase cuanto antes. Me la jugué con él y su aparente “familia”, y salió bien. El hombre se llamaba Artemio, y resultó que él y su familia, también tenían pensado ir a los Estados Unidos, en busca del sueño americano. Nos fuimos los siete en su camioneta. Los adultos iban al frente, los niños atrás. Me preguntaron de dónde era y por qué quería llegar al otro lado. Les contesté lo mejor que pude. Los niños quedaron sorprendidos. Las niñas me preguntaron cómo un niño como yo, sin ningún adulto a mi cuidado, ni provisiones para el viaje, pudiese llegar tan lejos. Les hablé sobre Romualdo y su esposa y lo que hicieron por mí. También les dije lo que les pasó y cómo pasó. Los cuatro quedaron petrificados al escuchar mi historia. Nuestro siguiente destino sería Piedras Negras. Quedaba en la frontera con los Estados Unidos. Había un muro de alambres, con púas en la parte alta. Afortunadamente, Artemio estaba preparado. Con unas pinzas, cortó el alambre en la parte baja, formando un hoy lo suficientemente grande, para poder cruzar. Pero habría un problema mayor. La policía de migración nos interceptó el paso al cruzar el muro. Una de las patrullas llegó de la nada. La familia con la que iba y yo comenzamos a correr. Es cuando la policía comenzó a disparar. Los disparos eran pocos, pero suficientes para cobrarse la vida de toda la familia. Yo pude salvarme, por mera suerte. Llegué a un pequeño bulto de tierra, el cual fue suficiente para ocultarme de la policía. Fue cuando me aseguré de que ya no me estaban buscando, que decidí salir de mi escondite. No había nada más que tierra. Por primera vez me sentí solo. A pesar de la angustia y tristeza, seguí avanzando. Tenía que hacerlo Por fin pude llegar a mi destino. Todo resultó bien. Conseguí alojamiento en una casa hogar, muy diferente a lo que había en México. Los adultos que trabajaban allí me cuidaban y me respetaban. Me mandaron con los niños de mi edad, a quienes los castigaban si eran malos conmigo o con otro niño. Cuatro años después, mi hermana y mi hermanito llegaron a los Estados Unidos, acompañados esta vez, con mi abuelita, Consuela. Le pregunté a mi abuela por qué no los acompañó mi mamá, y es cuando me contó la desgarradora noticia: a mi madre la mataron. Los soldados habían llegado un día, e intentaron llevarse a mi hermanito al ejército. Ella se los impidió. Luchó lo mejor que pudo para evitar que se llevaran a su “pequeño hombrecito”. Es cuando uno de ellos le apuntó a su humanidad, y le descargó todas sus ballas. Mi madre quedó tendida en el suelo, con su ropa llena de agujeros, sacando sangre por la boca y el cuerpo, agonizando, hasta que murió. Mi abuelita lloró por su muerte, mi hermana también. Los soldados estaban a punto de llevar se mi hermanito, cuando los rebeldes llegaron en su auxilio. Abrieron fuego contra ellos, pero les superaban el número. No tuvieron más opción, que retirarse. Mi hermanito, mi hermana y mi abuelita se fueron con ellos. No puedo decir lo mismo de mi madre. Ojalá hubieran llegado antes, de esa forma ella se hubiera salvado. Ahora vivo tranquilamente, con mi hermanito, que ya es un hombre hecho y derecho, y mi hermana, que ya es una mujer. Yo ya tengo mi esposa y mis hijos, instalados en los Estados Unidos, donde vivimos bien, y sobre todo, vivimos en paz. Pero no sería por siempre. A mi hermano lo deportarían a El Salvador. Resultó que a carta de ciudadanía, a diferencia de mí, sólo serviría por un corto tiempo. Mi hermana y yo tratamos de luchar por que se quedara, pero todo fue inútil. Una semana después de haber cumplido los dieciocho años, regresó a nuestra patria. Más tarde, supimos que Emilio mandó a su ejército para mandarlo a matar, como castigo por no haber cumplido el servicio militar. Lo fusilaron en la plaza, en frente de la gente. Mi hermana y yo lloramos su muerte. Era lo único que podíamos hacer. Con todo esto que te he contado, espero que pueda llegar a oídos de todos, en especial, a los demás salvadoreños, que intentan escapar de aquella guerra que los azota en todo momento. Pero decir eso, es decir también que la guerra sólo está allí. Y no es verdad. Está en todas partes. Se encuentra también en México, que vi cómo los azotó a la gente que me brindaron su atención y su amor. La guerra no da tregua a nadie. Se encuentra en cualquier parte. Principalmente, en la selva negra.
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