Están llorando los perrosKent Figueroa (Perú) Allá venía el pobre Rigoberto Martínez por el caminito de roca con su velita a medio acabar, Dominga, como un puntito de luz que regresa de los cerros y se te queda en el ojo a pesar de que te sobes y sobes hasta hacerlo lagrimear. Tú estabas que te quejabas por culpa de la Mota y el Siki que se habían puesto a llorar como condenados. Pero no de hambre. Porque para el hambre debían haber tenido la tripa vacía y esos hijos de su mala madre habían devorado cuatro camotes y hartas cabezas de pollo que herviste en el fogón. Y ahí estaban lloran que lloran como almas en pena, que tuve que salir con el chicote para educarlos y hacerlos entender que no es deber de las mascotas perturbar el sueño de los dueños que se levanta a las cinco de la mañana.
Yo estaba amarrándolos en la cerca para que no se me escaparan de los latigazos, cuando vi al puntito de luz que era Rigoberto que cada vez se hacía más grande molestándome la vista. Aunque, claro, al principio no sabía que era el Rigoberto Martínez ni mucho menos que su puntito de luz era una vela consumida. En mi mente yo estaba imaginándome que eran esos fueguitos de San Telmo, que el padre Tolomeo nos contó la otra vez de cuando se había hecho marinero allá en su país. Pero al rato, cuando escucho mi nombre, Nicéforo Figueroa, entendí que no eran esos fueguitos de San Telmo que se me vinieron a la cabeza como por cosa divina. Era el Rigoberto Martínez. Estaba empapado, pero no estaba lloviendo. Traía tierra seca pegada al pantalón y un enorme hueco en medio del pecho que le dejaba descubierto sus dos tetillas peludas. Yo le dije Rigoberto, compadre, ¿qué te ha pasado?, ¿qué haces así hecho harapo caminando por las chacras? Y el Rigoberto: agua, nada más que agua, pedía, titilando de frío y con los labios deshidratados. Yo le dije anda pasando, Rigoberto, dile a la Dominga que ponga más madera al fuego para que se sequen tus ropas, y él que agua, agua, Nicéforo Figueroa, necesito agua para seguir caminando, allá el trecho es más largo, con un vasito me basto para mover los pies. Pero entonces la Mota y el Siki vuelta con la lloradera, y no aguanté pulgas y ¡zas! en sus lomos carachosos, para que se calmen los malcriados. Entonces le dije a Rigoberto que vaya entrando para que se tome un vasito de agua mientras les enseñaba a estos chuchos que la lloradera vuelve loco a la gente de trabajo honrado. No les pegué mucho, tampoco, Dominga, por si te lo preguntabas, ya sé que son como tus hijos la Mota y el Siki, sino lo suficiente, que fue en realidad poquito, para que se calmaran y se enrollaran en la tierra con los hocicos cerrados. Luego entré, y allí estaba el Rigoberto parado sobre el porongo tomando agua con tranquilidad, mientras tu dormías como chancha cubierta con las colchas, cerquita al fuego y acaparando todo el bendito calor. Así despacito ambos hablamos. Le pregunté que por qué andaba todo mojado y por qué demonios se la había ocurrido subir desde San Miguel hasta las chacras sin zapatos u ojotas sabiendo que el sendero de roca tiene un montón de piedritas puntiagudas que te agujeran las plantas de los pies. Y el Rigoberto, callado, sorbiendo agua, mirándose los pies. Clavándome los ojos de pescado que tiene, tú sabes, Dominga, esa mirada sin parpadear. De pronto, dejando el vaso de agua, me dijo ten cuidado, Rigoberto, los cumpas mañana vendrán acá, han marcado tu casa porque dicen que te han visto salir de la comisaria al poner una denuncia a uno de ellos, a ese que agarraste a piedrones cuando te fue a pedir que le donaras una vaca. Yo le dije que no se preocupara, que a mí los rojos con sus pistolas chiquitas no me daban miedo, que yo tenía mi carabina guardada bajo el colchón que le había servido a mi padre en Huarautambo en las revueltas del Héctor Chacón. Pero él insistía, preocupado, que mejor me fuera de la provincia porque en San Miguel los cumpas y los milicos iban a armar tremendo fuego que ni la iglesia del padre Tolomeo se iba a salvar a pesar de que a Dios le gusta apagar la candela del Diablo. Entonces, como llorando, recogiendo sus lágrimas con el dorso del brazo, el Rigoberto Martínez me dijo que a él y a su hermano Poncio lo habían agarrado los cumpas allá por mitad de camino hacia Tambo, cuando regresaba a San Miguel con sus encargos de choclos y habas. Que les habían pegado y saqueado sus mercancías, que a Poncio le habían volado un dedo como jugando, que enmarrocados los hicieron caminar con el pico de la pistola hincándoles las columnas. A la orilla del Torobamba nos llevaron, Nicéforo – dijo -. Allí nos tuvieron horas preguntándonos por todos, anotando nombres y números de hijos y familiares y los aproximados de las vacas y ovejas y chivos; decían ellos para su guarnición, para su lucha. Luego cuando el Poncio dijo tu nombre, uno de ellos dijo “ah, el cholo que nos agarró a piedrones y fue a ver al comisario en calidad de soplón ”. Y yo asustado, Nicéforo, porque uno de ellos dijo que iba a poner como corona en la estatua del Arcángel San Miguel tus tripas coloradas y tu lengua soplona para que le picoteen las palomas. Y risa que risa estaban, hasta que terminaron con las preguntas, y comenzaron a hincarnos con sus cuchillos como en broma, para luego arrojarnos al río y nos arrastrara la corriente. Rigoberto Martínez suspiró, Dominga, suspiró, así como con temor y botó un olorcito como a esas flores del camposanto que sueles recortar para llevar a tu madre. Se abrazó a sí mismo, repitió que nos fuéramos, que matáramos a nuestros borregos y vacas para que se los coman los zorros en vez de esos condenados cumpas, que iban a venir antes que cayera al sol para blasfemar con mis entrañas al Arcángel San Miguel. Yo le ofrecí ropas, ojotas, una tela para que se cubra la humedad y no agarre una pulmonía, pero el Rigoberto ni caso, sostuvo su velita y se marchó, tomando el camino entre las colinas, sin perturbarse por el sorpresivo llanto de los perros que otra vuelta habían empezado con sus malcriadeces. Pero yo ya estaba listo, Dominga, por eso no te había contado nada porque conociéndote como te conozco, con lo cobarde que eres, me hubieses salido con súplicas de que mejor nos fuéramos y abandonáramos a los animales y al sembrío que tanto trabajo nos había causado desde la última temporada. Además, ya tenía cargado mi carabina para hace carne molida con esos rojos que no me hacen temblar la mano, listo para agujerearlos como madera apolillada, hasta que llegaste del mercado de San Miguel con los ojos hechos agua, llorando como magdalena, diciendo que habían encontrado al Rigoberto y al Poncio Martínez hinchados y morados más abajo del camino de Tambo, con las ropas rasgadas por las rocas del Torobamba, los estómagos abiertos y un par de arengas sanguinolentas trazadas con la punta de una navaja. Ventanilla 26/09/2022
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