La librería de mis recuerdosM.S. Alonso El olor a hojas de papel recién ensambladas en forma de cuaderno, una goma de borrar recién empaquetada, la caja de lápices de carbón o de colores, ambas cerradas, al momento de abrirse, inundaron mis fosas nasales. Tenía la tierna edad de seis años, cuando comencé el primer grado. Lo amé y odié a partes iguales. Lo amé, porque el aroma de los útiles escolares nuevos y de los libros, hubo sido recién descubierto por mi sentido del olfato, dándome así cuenta de que me había enamorado irremediablemente de ellos. Lo odié porque la maestra que fue asignada a primero “A”, no era buena. Maltrataba niños. Daba castigos de la época de mis abuelos, levantándolos por el cabello frágil de sus sienes o jalándoles las orejas hasta enrojecerlas, y los dejaba de pie por una hora, mientras ella se dedicaba a comer chocolates, mientras corregía exámenes. Mi visión no falló, era de ese tipo de maestras. Para ese entonces, ya me sentía mejor sola o con mis iguales, personas de poder, como ella, me inspiraban suma desconfianza, y miedo en extremo.
Fui asignada a primero “A” en 1988. Separada de Patricia, mi mejor amiga del kínder, con quien jugaba horas sin aburrirme, y también con quien me sentía cómoda. En ese momento no lo supe o quizá sí, y simplemente fingí no darme cuenta, pero ella fue mi primera perdida consciente. Después de que ambas iniciamos el primer grado en aulas diferentes, nuestra amistad se fracturó. Durante el primer mes, compartíamos y jugábamos en la hora de receso. Más tarde, ella encontró amigas nuevas y yo comencé a refugiarme en los estudios. Posterior a este hecho, encontré nuevas amigas. Ambas seguimos nuestras vidas, separadas. Ninguna volvió a tratar a la otra, más que para saludarnos cordialmente. Ese octubre de 1988, no fue el primer año que mis ojos se posaron sobre los estantes llenos de libros de una librería. Lo había hecho desde 1985, ya que, a tres cuadras de mi casa, en el centro comercial Guacamaya, quedaba una muy pequeñita, y más para adquirir artículos como hojas blancas, cuadernos y lápices, que para comprar libros; solo que esa fue la primera vez que lo hice consciente de la cantidad infinita de libros que existían. Ellos fueron mi razón principal para aprender a leer rápido, eso y que mi madre me hubo enseñado a leer desde los cuatro años. Ya para cuando llegué al kínder me sabía las vocales. El abecedario completo lo aprendí veloz, durante el curso de primer grado. De todos los olores a papel impreso que me embargaron la tarde de octubre que compramos mis útiles escolares para el primer grado, en una gran librería de la avenida Las Ferias, cuyo nombre era El Araguaney y que al día de hoy no sé si exista, el olor a libro se convirtió en mi favorito. Recuerdo haber visto una edición de El Principito, otra de Veinte poemas de amor y una canción desesperada y un libro que me produjo miedo con tan solo leer su título Frankenstein, pues mi referencia sobre él a tan corta edad, era como película de horror. Por supuesto que para ese momento no sabía leer corrido, pero una vendedora muy amable me dijo sus nombres. Me facilitó El Principito para que lo tomara en mis manos. —Este libro va a gustarte mucho —dijo, con una sonrisa dulce en los labios. Era un libro delgado, con muchos dibujos. Ella me explicó que contaba la historia de un niño que vivió en un planeta pequeño. Ella se lo recomendó a mis padres. Por supuesto, el intento de su venta fue infructuosa, para ella. Para mí significó la siembra de una semilla que años después, muchos, diría yo, comenzaría a dar frutos.
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