Mimeógrafo #123 Agosto 2023 La uniónLuis Gilberto Torres Bustillos (México) Néstor
La primera vez que la vi no me llamó tanto la atención. Recuerdo que andaba con mi grupo de amigos, allá cerca del canal. No me pareció ni fea ni bonita. En lo que si me fijé es que era diferente a las demás, no sé cómo, pero diferente. La siguiente vez que la vi, estábamos afuera de una taquería cercana y ella pasó caminando enfrente de nosotros. Venía del brazo con su hermana y así, de puro refilón volteó y me vio. Entonces ya vi que ella era menudita, pero con cuerpo. Su pelo muy negro agarrado en una cola de caballo. Nada más en ese momentito que vi su cara, alcancé a distinguir sus ojos vivillos, esa sonrisota que siempre me gustaba ver y los hoyitos que se le marcaban en los cachetes. Seguro que ella se dio cuenta de que la miraba, pero rápidamente giró la cabeza y siguió caminando y hablándole a su hermana. No sabía que ese sería el comienzo de algo importante para mí, pero así fue. Nos mudamos a la colonia La Unión, hace años, cuando ya no hubo dinero para pagar el pequeño cuarto con cocina y baño donde vivíamos, en las orillas de Iztapalapa. Llegamos acá porque ya no había de otra. A mi papa le ayudaron unos compas de la chamba que conocían la colonia y con quién había que hablar. Decir que es una colonia es algo exagerado, pero así la nombraron. Más bien es un conjunto de casas levantadas poco a poco, sin mayores servicios municipales. Acá viene dar la gente que fue perdiendo todo y se quedó en la calle. Así llegamos a la colonia, sin más que nuestras pocas pertenencias, pero fuimos mejorando poco a poco. Por suerte yo pude entrar a la primaria y después a una secundaria cercana. Me gustó el estudio y aunque sea a jalones y tirones pues fui terminando cada grado. Mi papá siempre me dijo que, si yo demostraba interés, el me apoyaría para seguir estudiando. Sé que todos hicieron sacrificios, pero valió la pena. Así fui a dar al Colegio de Bachilleres. En el tercer año, nos dieron una capacitación para el trabajo, de manera que al salir podríamos optar por un trabajo decente con nuestra especialización. En mi caso fue Máquinas y motores. Pasaron los años, y dejé de estudiar saliendo de Bachilleres. No porque no me gustara la escuela, pero ya no había para más. De esa época aprendí mucho, pero sobre todo el gusto por leer. Desde entonces compro y leo cuantos libros puedo. Pero había que ayudar en la casa con algo. Así que mi papá me metió a una fábrica de muebles allá en Iztacalco y pues desde entonces ahí sigo. Si te pones buzo y le caes bien al encargado, puedes ir mejorando. Yo entré de ayudante general y ahora ya estoy en acabado de producto. Pasé por los talleres de corte, de relleno, de tapizado y de armado. Le he echado ganas, que ni qué. De lo que ganaba le entregaba a mi mamá la mitad, yo trataba de guardar siempre un poco porque uno nunca sabe. El resto lo gastaba en la poca ropa que me compro y en salir a comer algo con los amigos o a tomar unas cervezas. Así conocí a Paula, comiendo en una taquería con los amigos. Después pasaron algunos días en que no la vi, pero discretamente anduve investigando sobre ella. Unos compas la conocían a ella y a su hermana Bertha. Viven aquí cerca en la colonia Baluartes, con sus jefes y creo que un hermano menor. Lo de menos fue lo que tuve que hacer para acercarme, pero lo logré. Una noche estaba ahí con mi amigo Pedro, tomando unos drinks cuando ella apareció también con sus amigas. La miré fijamente, siguiéndola por todo el salón. Ella me vio, pero hizo que no me conocía y siguió. Su pelo brillante bailaba alrededor del cuello, su sonrisa era grande y sus ojos brillantes. Cuando estaba más cerca de ella pude distinguir más que su rostro. Iba con un vestido de algodón, entallado al cuerpo, lo que la hacía ver delgada y ligera. Sus piernas desnudas se veían fabulosas y quizás ella lo sabía. Entonces me atrevía acercarme y hablarle. Me presenté y ella algo nerviosa me presentó a sus amigas. No recuerdo nada de ellas, solo de Paula: su nombre, su forma de hablar y su olor a flores de azahar. Nunca sentí esa mezcla de sentimientos con esa punzada en la ingle. Un calor que sube y vuelve a bajar y te hace sentir más vivo que nunca, que te hace querer tomarla de la mano y correr lejos donde poder decirle todo, donde acercar tu calor al de ella. En ese momento no oyes nada, no ves nada más, no reaccionas. Todo es querer verla por siempre y saberla cercana a ti, de cualquier manera. Quizá oigas la pieza que toca la rockola, como el fondo de un video musical. De repente la realidad te da un jalón y vuelves. Sus amigas se la llevan y tú te quedas petrificado, viéndola irse, pero mirándote a los ojos y mostrando esos hoyuelos en las mejillas que ya adoras. Lo demás vino solo. Salimos, nos divertimos. Conoció a mi familia y yo a la suya. Acá en la Unión todos somos muy alivianados. O sea que es una colonia pobre, pero tranquila. Paula viene a veces a verme, otras veces nos vemos en su colonia. Llegó el día que tenía que llegar. No había nadie en su casa porque se fueron a una comida familiar. Ella me invito a visitarla y yo sabía lo que podía pasar. Llegué por la tarde y me invitó un refresco. Nos sentamos en la sala y empezamos a charlar. Al rato ya estábamos besando y toqueteando. Ella es muy bonita, huele a perfume y a limpio. Estaba de pantalón y playera, pero poco a poco se fue deshaciendo de todo. Yo nunca la había visto así en ropa interior. Su figura era tan hermosa, su piel tan suavecita, sus movimientos tan excitantes… Me quité la camisa y el pantalón. Seguía tocándola y besándola. Me hablaba con cariño. Me miraba con esos ojos que dicen todo. Nos abrazamos fuertemente, ya con muchas ganas de hacerlo. Entonces, ella se despojó de la ropa interior y me quité los boxers. Estábamos por fin juntos y desnudos. ¡Cuánto habíamos esperado por eso! Hacerle el amor fue lo más bonito que me haya pasado. Yo era un primerizo y no me da pena aceptarlo. Nadie necesita que le enseñen a complacer a una dama. Todo se da solo. Nos dimos uno al otro en la misma sala. Todo fue pasión, cariños, palabras bonitas. Sé que nunca olvidaré ese día. Ella se entregó y yo también lo hice, sintiendo que la amaba. Era la mujer ideal para mí. Después vinieron unos días idílicos en que nos veíamos con frecuencia, en su casa o en la mía. No queríamos tener gente alrededor, más bien queríamos el tiempo para nosotros. Yo solo quería besarla, tocarla y sentir que solo esos momentos era feliz. Una fatídica tarde me llamó su hermana para decirme que Paula no había regresado a casa del trabajo. Para saber si yo estaba con ella o si sabía con quién había salido. Ni idea. Trate de tranquilizarla, diciéndole que me encargaría de localizarla. Esto no me daba buena espina. Estaba desaparecida. Ahí empezó una larga temporada de buscar y darse contra la pared. Delegaciones, Semefos, hospitales, denuncias de desaparición, largos interrogatorios, armar expedientes, pegar carteles. Nada. Los días pasaban a acabar y sin una sola pista. Yo estaba trabajando, no queda de otra, pero saliendo iba directo a su casa, a hablar con la familia. No hay novedades. Otras tardes, directo a la procuraduría. Otras a seguir una pista inútil. Que la casa de una vieja amiga, que alguien la vio en otra colonia, que a mi vecina le dijeron que estaba en trabajando en un mercado y aseguraban que la vieron en un puesto de fruta. Nada. Paula no estaba en ningún lado. Pero no podía desaparecer así nada más. En algún lugar estaba. ¿Y por qué no se comunicaba? ¿Por qué no llegaba alguien a decirme que ya la encontraron? ¿Por qué nadie me da una pista correcta para encontrarla? Paula Cuando desperté, no sabía dónde estaba -ni siquiera quién era yo-. Me vi en esa gran cama de latón, vieja y oxidada, cubierta por colchas raídas. Sentí un malestar en todo el cuerpo que nacía desde mi estómago y subía por el tronco, llegando hasta la cabeza y recorriendo mis piernas, hasta los pies. Quise incorporarme y no pude. Me di cuenta de que estaba fija a la cama. Unas cadenas me ataban ambos pies juntos y otras dos detenían cada una de mis muñecas al tambor metálico. Sentí miedo, pero no cedí a la tentación de jalonear mis extremidades. Sabía que solo lograría lastimarme. Empecé a revisar la habitación en la que me encontraba. Un cuarto oscuro, lleno de trebejos. Las paredes estaban descarapeladas y sucias. El techo tenía grandes manchones. Del centro colgaba un foco minúsculo que apenas ofrecía luz insuficiente para aquel espacio. Había cajas apiladas por aquí y por allá, muebles cubiertos de mantas y alguna silla destartalada de madera y palma. Había ventanas en dos de las paredes, pero éstas estaban cubiertas por telas oscuras y sucias, de manera que casi no entraba luz en el cuarto. Note que al fondo había una puerta metálica pintada solo con primer, cerrada. Me quede quieta, viendo al techo semicubierto por telarañas, tratando de escuchar algún ruido que me diera pista de donde estaba. Nada. Todo era silencio. ¿Era de día? Por ese silencio completo, pensé que más bien era de noche, pero, ¿Cómo saberlo? Moviendo las piernas, hice a un lado las colchas que cubrían la mitad de mi cuerpo. Entonces me di cuenta de que sólo llevaba puesta una camiseta y mis bragas. Mis piernas estaban sucias y se veían rastros de golpes, lodo y rasguños en ellas. Mis pies estaban maltratados y sucios también. El color rojo de las uñas de los pies, apenas se notaba debajo de la suciedad que los cubría. Me asustó pensar en cómo había llegado a ese punto. Acerqué las manos, tanto como me permitían las cadenas, para mirarlas. Estaban en iguales condiciones: raspadas, con algún moretón y sucias. Las uñas estaban llenas de tierra y pasto, como si hubiera querido desenterrar algo en el campo. Entonces no pude más y empecé a llorar quedo, sin detenerme. Las lágrimas caían de mis mejillas sobre la camiseta polvosa. Hubiera querido limpiarlas de mi cara, pero al estar atada de pies y manos, nada podía hacer. ¿Cómo llegue aquí? ¿Y por qué con el tiempo me quedé dormida así, en la posición de Cristo en la cruz? Cuando desperté no sabía si habían pasado minutos u horas. No sentía tanto dolor, salvo el que ahora me causaban las cadenas en muñecas y tobillos. Creí que ahora si era de noche, pues se sentía frio y se escuchaba un leve sonido que el viento causaba al pasar por entre los árboles. Sí, ya era de noche. Moví las piernas, tratando de volver a taparlas con las colchas harapientas. Algo logré cubrirlas. Agucé el oído, tratando de descubrir algún ruido en el exterior. Solo se oía ese viento. Por debajo de ese sonido me percaté de que también había insectos. Ese ruido confuso que hacen las de cigarras, los moyotes y otros insectos voladores por las noches. Dirigí la vista hacia la puerta del fondo. Noté con horror que ahora estaba entreabierta. Apenas unos centímetros, pero una tenue luz se colaba por esa separación. ¿Alguien había entrado a la habitación mientras dormía? ¿quién me tenía atada a esta cama, y por qué? Seguí con la vista fija en la linea de luz que se colaba en la habitación. Nada, ni un ruido. Pasaron minutos. Tenía frio y hambre, pero era incapaz de hablar o de gritar para ver si alguien me respondía. De repente la franja delgada de luz se hizo lentamente más ancha. Alguien estaba entrando al cuarto. Sudé frío. Cuando pude ver, una pequeña de unos seis años estaba caminando hacia mí. Vestida con ropa humilde y un poco sucia, peinada de días en dos trenzas que amarraban listones descoloridos. Se acercó, curiosa, a mí. Nos miramos. Ella no parecía extrañada de mi presencia. Respiré un poco aliviada, esperando sus palabras. No dije nada. Solo se pegó a la cama y me miró con sus ojos negros y redondos. “Quién eres?”, le pregunte al final del silencio. No hubo ninguna respuesta. Recargó su cabecita en el colchón, muy cerca de mi cuerpo. Volvió a levantar la carita y me miro, con curiosidad, pero sin intención alguna. “Hay alguien allá afuera?”, pregunte con voz baja. Nada dijo, solo me miró y extendió su manita para tocar mis piernas desnudas, parcialmente cubiertas. Su mano estaba caliente en comparación a mi cuerpo. Nada dijo. “¿Cómo te llamas?”, hablé suavemente, tratando de establecer confianza. No contestó y en cambio empezó a alejarse de la cama para salir de la habitación. “No te vayas…”, supliqué, pero ella solo me vio una vez más y salió del cuarto, cerrando tras de sí la puerta. Una extraña desesperación empezó a apoderarse de mí. Solo recordaba haber salido del trabajo un poco más tarde de lo común. Tuve que caminar sola, pues no pasaba ningún transporte. Caminé y caminé. No es muy claro el recuerdo. Viene y va ¿Cómo llegué a este cuarto? ¿Quién me tiene presa? Tengo que calmarme. No ganaré nada si me desespero. Respiro hondo. Exhalo. Es cuestión de esperar. Alguien tiene que venir. Escucho que alguien habla afuera, no muy fuerte, más bien cuchichean. ¿Son dos hombres? La puerta ahora se quedó cerrada. Espero. Empiezo a distinguir el ladrido de unos perros. A lo lejos, pero cada vez con más claridad. Se acercan. No sé cuántos son, pero más de uno, pues sus ladridos son variados. Quisiera poder taparme completamente, pero no lo logro moviendo solo las piernas. Mi mano izquierda se aferra a la vieja colcha. La derecha al tambor de hierro que sobresale del viejo colchón. Aprieto con fuerza ambas manos, como si eso me protegiera. Nada. Al fin, la puerta se abre y veo la sombra de un hombre, pero no entra. Por delante de él, entra un perro amarillo y flaco. Se acerca a mí, me olfatea y empieza a ladrarme. Lo miro con calma y solo alcanzo a decirle “quieto, quieto”. Sé tratar a los perros. Éste deja de ladrar y me mira fijamente, Entonces la sombra crece y veo al dueño de la sombra atravesar el quicio de la puerta y caminar hacia mí. El perro sale. Es un hombre viejo, anodino, sucio y de aspecto desagradable. Usa sombrero y huaraches. Parece que tuviera los ojos entreabiertos, como dos rendijas oscuras. La luz del cuarto no es muy eficiente. Me mira y se sonríe, aun en silencio. “¿Quién es usted? ¿Qué hago aquí?” -alcanzo a decir-. Él solo quita la colcha que me cubre y mira mi cuerpo. Veo un brillo en sus ojos. Me asquea. Encojo lo más que puedo las piernas. Él se ríe y regresa la colcha sobre mí. No dice nada y sale del cuarto, dejándome humillada, asustada, y temblorosa. Alcancé a escuchar que ese hombre hablaba con alguien más, fuera del cuarto: “Báñenla y denle algo de comer, pero vuelvan a atarla a la cama. Mañana la llevaremos con las otras. Hay ropa en los cajones. Que se vea presentable”. Me quedé helada. Ese fue el comienzo de un infierno ante el cual hubiera preferido mejor morir.
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