M. S. Alonso – Horacio y las tres piedrasÉrase una vez un granito de maíz muy valeroso, y también curioso al que su madre dio por nombre Horacio. Cierto día, preocupado por las constantes desapariciones de sus familiares, el granito dijo a sus hermanos:
–¡Hermanitos míos, ha llegado el momento de partir! Sospecho que en este maizal corremos grave peligro. Y es que todas las mañanas, el señor gigante recogía las mazorcas donde dormían sus primos, las echaba en un envase de paja, y se los llevaba a todos muy juntitos a un lugar desconocido del que jamás regresaban. –Eso es cierto, hermanito querido. Pero, ¿qué podemos hacer? –respondió Juan a las palabras de Horacio–. Una vez que hemos crecido, nos arrancan del regazo de nuestra madre, la mata de maíz para después llevarnos quien sabe adónde. –Podemos irnos, y eso haremos, Juancito. Está noche, cuando todo esté calladito partiremos. Al anochecer, cuando ni tan siquiera el ulular del búho se escuchaba, y a lo lejos los grillos tampoco cantaban, Horacio abrió las hojas que los cubría y dando un brinco cayó al suelo. Paciente, esperó un momento que sus hermanos lo siguieran, pero ninguno de ellos se movió. –Albertico –llamó susurrando al granito de maíz más cercano, y más chiquito–, ven, hermanito vámonos. –Hablo por todos cuando digo: ¡No podemos, hermano! ¡Lo sentimos, Horacio, nosotros aquí nos quedamos! Sin decir otra palabra más, afligido por irse solo, y la vez eufórico por la aventura que le esperaba, el valeroso grano, inició el camino hacia su primera aventura. El pequeño, caminó el resto de la noche hasta la llegada del alba. Lo hizo poco a poco, disfrutando del paisaje; viendo como las estrellas titilaban. Ellas lo guiaban hacia el rumbo de su nueva vida. –No hay ni una sola nube en el cielo –se dijo a sí mismo–. Eso significa que voy por buen camino. Al poco tiempo, no muy lejos del que había sido su hogar, se encontró con un grillo cantor, estaba borracho. –Y tú, ¿qué eres? –preguntó el desgarbado grillo vagabundo, mirando al granito con suma desconfianza. –Soy un granito de maíz, en busca de aventuras. Mi nombre es Horacio. –Nunca antes vi uno cómo tú. Eres muy amarillo, hasta tienes un nombre divertido: O-RR-A-C-I-O. –Me separé de mi madre, la mata de maíz –siguió diciendo Horacio– porque no estoy seguro de lo que ocurre cuando el hombre recoge las mazorcas. –Tuviste razón en hacerlo. Por eso me escapé de casa, y mírame, ahora cantó sin parar en este inmenso escenario. El grillo continuo cantando encima de una rama seca. –«Cantas en un inmenso escenario» –reflexionó el granito–, «pero nadie te escucha. ¡Se te ve tan solo!» Con ese pensamiento, Horacio, tan valeroso como curioso partió. Maravillado, de cómo el sol se alzaba en el cielo, tiñéndolo con su esplendorosa luz de purpuras y rosados, hasta clarearlo en azul casi traslucido, escaló lo que parecía ser una piedra unida a otras dos. Hipnotizado por tal hermosura de la naturaleza, y a su vez cansado de tanto caminar, se sentó en ella. Así fue como, de repente, el grano escuchó tres voces a la vez: –Hey, ¿quién te crees para sentarte encima de nosotras? –¿De dónde provienen esas voces? –preguntó en voz alta. –De nosotras, míranos, pequeñín. Estamos aquí, debajo de ti. Sin perder tiempo, el granito se bajó de la piedra lanzándose al suelo. –«Ah, ella eran quienes hablaban» –pensó. –Hola, señoras Piedra. Mi nombre es Horacio, soy un granito de maíz en busca de aventuras –dijo con voz no tan enérgica como el del grillo. –No es común ver a uno como tú por estos rumbos –respondieron las tres piedras que eran muy sabías–. A ustedes se les suele ver en sembradíos, junto a sus madres, las matas de maíz. Yo soy Úrsula, y ella son mis hermanas, Gloria y Paulina. –Mucho gusto –respondió el granito que ahora tenía gotas de lluvia en la mirada. –¿Qué ocurre pequeñín? Tus ojos han cambiado –las tres piedras estaban conmovidas. –Extraño a mis hermanos. Nosotros éramos como ustedes tres, muy uniditos. También me siento cansado. Los ojos se me cierran solos. Caminé toda la noche. Lo único que quiero es dormir. A las tres piedras les produjo tanta ternura el granito de maíz que, una vez más en coro, dijeron: –Ven Horacio, puedes dormir aquí. Nosotras te protegeremos. Eres tan pequeñito que, estando solo, serás presa fácil de los pájaros e insectos. Las piedras del campo que siempre eran amigables, aunque de apariencia dura y rugosa, lo cobijaron en su seno. El granito de maíz descansó por tantos días y noches, que cuando despertó, lo hizo flotando en agua, junto a sus nuevas amigas. –Agárrate fuerte, pequeñín –gritaron las piedras–. El rio ha crecido por la lluvia. Ahora flotaremos, haremos hogar en un nuevo destino. –¿Nos llevará lejos? –gritó Horacio–. ¿Habrá en ese lugar aventuras? –Nos llevará a vivir nuevas aventuras, chiquitito. Será un lugar mágico, ya lo veras –aseguraron las piedras, felices de navegar con su amigo, el granito. Y ese lugar mágico al que llegaron fue debajo de un árbol frondoso lleno de gozo, juventud, flores y pajarillos. Allí, los tres, las piedras y el granito de maíz hicieron su casa. –Bienvenidos, amigos –les dijo muy educado el joven árbol a su arribo– los mantendré seguros bajo mi protección. Cada día, para el curioso Horacio, significó una aventura divertida, en la que los pájaros le iluminaron la vida con su dulce trino. Fin.
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