GrungeMario Treviño (México) Parte 1 La absurda huida de las hormigas corriendo en círculos para salvarse del fuego. Capítulo uno El último vierne Dios es un niño con una granja de hormigas: no planea nada. Jonh Constantine: Flaco y yo pasamos a eso de las cuatro a casa de Alfredo a comprar cocaína y pastillas, Alfredo es el gay del pueblo, aunque se decía que era el único, nosotros sabíamos qué hay más porque tiene amantes anónimos, no preguntábamos, únicamente nos importaba que nos vendiera las drogas. Sabía también que Flaco y algunos otros se acostaban con Alfredo cuando no tenían plata y querían algo de fiesta, se nos hacía normal, pero nunca se comentaba nada dentro de la bola de amigos, todos sabían, nadie se burlaba, ¿con qué cara? Tocamos en la puerta de Alfredo, desde afuera, se oía un jazz estridente, casi lujurioso, la pieza estaba ya en el paroxismo, sonaba la trompeta escandalosamente por atrás, un piano sordo parecía perseguirla cansadamente, ambos, envueltos en un salvaje contrabajo que llevaba placenteros y culposos compases a nuestros oídos. Los acordes hacían retumbar las paredes de madera pintada de blanco, la casa tenía dos plantas, raro en ese pueblo. Flaco tocó la clave secreta, tres golpes seguidos, dos pausados. Volvió a hacerlo porque el jazzista del disco estaba tan tremendamente concentrado en su expresión que casi ahogaba todos los sonidos cercanos. Unos veinte segundos después Alfredo salía al porche. El cabello ondulado y rubio, la barba a medio pelo, una camisa abierta a medio pecho, de seda color amarillo con unos cuadrados azul ultramar y, a partir de la cintura muchas grecas y cabezas de medusa en color dorado, calzoncillos blancos, sin zapatos, Alfredo sonrió y hablo fuertemente, abrazándonos. —¡Amigos, queridos! ¿Qué los trae por acá? Recuerdo que me llamaste, Flaco, pero no creí que vendrías —me miró y me abrazó fuertemente. Olía a loción, a sexo, a alcohol, pero no me fue desagradable. —¡Muchacho, cómo has crecido! —dijo gritando en mi oído, sentí su aliento, supe que olía a Ginebra. —Pasen, por favor, ahora los atiendo —caminó delante de nosotros, y Flaco entró primero, Alfredo se detuvo en la credenza del recibidor, también blanco, y tomó un vaso con “Gin”, hielo y agua tónica. Sonrió, y nos hizo el ademán de salud. Sonreímos y nos dijo, “vengan, sírvanse”. Miró a Flaco y sonriendo preguntó: -Flaco, entonces solo quinientos pesos ¿verdad? Flaco sonrió y me miró, yo asentí, habíamos acordado el monto desde la noche anterior. Alfredo desapareció en la puerta de la cocina. La casa era preciosa, muy americana. Escaleras con barandal de madera blanca y pasamanos de nogal que contrastaba hermosamente, pinturas enormes con hombres y mujeres desnudos adornaban la estancia y la doble altura donde comenzaba la escalera. Alfredo tenía buen gusto, aunque su camisa no lo demostrara. Vi a Flaco tomar familiarmente un libro de la mesa del centro, era un libro de fotografía, y se perdió mirando las notas, no las fotos, es decir, no lo hojeaba, sino que lo leía, me habló de películas, de sensibilidad, de diafragma, velocidades, reveladores, la verdad es que no entendí nada, solo que Flaco quería o debía ser fotógrafo. Alfredo salió dos minutos después, había comenzado otra pieza de música y ahora pude saber que lo que escuchábamos desde afuera era el disco de Art Blakey, “Moanin”, la funda del acetato estaba junto al tocadiscos. Excelente. Nos dio un papel blanco doblado muchas veces, hasta llegar a ser del tamaño de una moneda de dos pesos, diciendo que era lo justo y un poco más, solo porque yo había ido con Flaco. Sonreímos nerviosos, Flaco soltó el libro y salimos sin ver con quién estaba Alfredo. Eran las 4:15, fuimos a casa de Mariana. Mariana era, es… La chica más guapa del pueblo, quizá del estado, heredera, rubia, bellísima, con un trasero tan redondo y desafiante, que parecía tener más cuerpo de negra, que de rubia, todos, a excepción de Flaco, teníamos diecisiete años. Todos amábamos el grunge, y todos bebíamos tequila directo de la botella. Caminamos un buen rato, y Flaco me hablaba de arte, de foto, de grises, de cómo sería la vida si el encuadrara las escenas; decía que todos sus amigos, nuestros amigos, éramos bellísimos, que el sería feliz si nos pudiera tomar fotos. Le creí. La verdad es que pensaba en la excusa que le daría a mi padre cuando llegara a casa después de la fiesta, el pobre hombre apenas podía con su exmujer, mi madre, como para aguantar que yo le diera más preocupaciones. Mi madre se fue de casa cuando yo tenía unos siete años, recuerdo un infierno de gritos y golpes un par de años antes de que desapareciera, después la frialdad, después las cervezas, una madrugada se fue, acompañada de un sujeto de cabello largo vestido de blanco. Era el terapeuta Gurú, quien le ayudaba a sanar el espíritu para ser feliz con su familia. No me dijo nada, me dio un beso y dijo, “un día lo entenderás”. Habían pasado siete años, y seguía sin entenderla, lo único que seguía sin cambiar eran las cervezas que mi padre bebía cada noche al llegar de la fábrica. A veces, cada par de meses, quizá, tenía arranques de lucidez e ímpetus extraordinarios, arreglábamos la casa, me enseñaba carpintería, albañilería, fontanería, y ahí con él, bebí mis primeras cervezas al calor de un domingo de verano. Como nuestra pequeña casa jamás creció porque no tuve hermanos; el jardín de enfrente quedó intacto, y ahí gastábamos muchos sábados por la tarde. Honestamente, esos eran días felices, la escuela, la bicicleta, mis amigos, los libros, mi padre siempre llegando a la misma hora a leer, a escribir. A beber. Ciertamente, él era un hombre fuerte, jamás fue al gimnasio, o a correr, o algo más allá de hacer jardinería y beber, aun así el trabajo como obrero lo tenía en excelente forma. Muchas veces oí halagos de las damas del vecindario sobre él, comentarios envidiosos de los vecinos hombres, pero en general, era un hombre bello y marchito. Amaba a mi padre. Todo eso pensaba en la calle principal del pueblo mientras lo atravesábamos a pie para llegar a la zona rica, donde estaba la casa de Mariana. Mientras yo divagaba, Flaco hablaba de Isos y distancias focales, hacía encuadres con los dedos y hablaba rápidamente, emocionado. Al cruzar la avenida principal frente a la plaza de la iglesia, entramos a la tienda a comprar cervezas y tequila, yo no llevaba más dinero que el de la mesada y casi había gastado la mitad ya, así que no había mucho que pensar, cerveza barata y tibia y quizá algo de tequila, igual, del barato, quizá cigarrillos sin filtro. Escogí una caja de doce latas de corona, y miré a Flaco, él sonrió y me dijo, “lleva dos, yo tomo el tequila”. No entendía bien, sabía que no llevábamos dinero, pero Flaco me encontró en la caja y llevaba dos botellas y una caja más de doce cervezas, lo miré y le pregunté con la mirada, él dijo, “el bokeh siempre es importante, entre menos veas todo, mejor ves el foco”. No entendí, pero sacó un billete de quinientos pesos, igual al que habíamos llevado para pagar la coca, y pagó sonriente, mientras me guiñaba el ojo izquierdo. Sentí felicidad, pero un poco de remordimiento, los tratos de Flaco y Alfredo no me gustaban del todo. La casa de Mariana era la antigua casa del alcalde, su padre no era alcalde, pero era el dueño de medio pueblo, así que un día la compró a buen precio y la decoró y amuebló a su gusto, era exquisita. Era además, la única casa que tenía piscina decente, todas las nuestras eran piletas de agua fría, y la de esta casa era una hermosa piscina curveada llena de azulejos bajo arboles de flores enormes, flores que siempre estaban flotando amarillas contrastando con el verde del piso de la alberca, balanceándose al compás de las pequeñas olas del agua tibia. Entramos y la música se escuchaba ya desde el jardín, el olor a cigarro y marihuana llegaba a nosotros antes de llegar siquiera al cobertizo del garaje, los coches de los padres de Mariana estaban aparcados, lo que significaba que estaban en casa, sentí pena, o miedo, pero Flaco entró como si estuviera en su casa, y me olvidé de todo. Adentro, aun siendo menos de las 5 de la tarde, había humo espeso, una niebla gruesa que llegaba a la cara de los presentes, Flaco sonrió y se desvaneció entre gritos femeninos, pensé que era alguna amiga, yo busqué la cocina y fui a dejar las tres cajas de doce cervezas. La cocina, llena de granito beige moteado de verde y madera color verde pastel tenía una gran mesa de trabajo, larga perfecta, en ella había unas veinte cajas de las mismas que yo cargaba, las acomodé y abrí una, saqué una lata tibia, y sin destaparla comencé a deambular en la sala buscando caras conocidas. Encontré a los chicos de tercer grado, los seis, sentados en un sofá, todos tenían cervezas o alcohol en las manos y se compartían un cigarrillo de marihuana, sus melenas alborotadas, sebosas, brillantes me parecían sacadas de una revista, Flaco tenía razón, éramos hermosos todos. Me miraron sonrientes y me saludaron levantando las manos balbuceando, y haciendo ademanes con la cabeza y los ojos adormecidos y rojizos, saludé vagamente a todos reconociéndolos lo mejor que pude. Salí a la terraza y encontré a mis amigos, drogados y ebrios, no podía creer que Flaco y yo hubiéramos llegado tan puntuales, y ellos ya estuvieran en ese estado, pensé de inmediato que tendría que beber mucho para alcanzarlos rápidamente. Como todos estaban en su asunto, me senté en la escalinata que bajaba a la piscina, y abrí la cerveza que escupió espuma y derramó bastante en los bloques rosas de la cantera. Me limpié con la camisa de franela que llevaba atada a la cintura y me dispuse a oír, y a ver. Dentro de la piscina estaba el gordo, que se carcajeaba ruidosamente mientras aventaba agua a uno más de mis amigos, “el cheto” le decíamos. Más allá, al fondo, estaba “el chino” con unas chicas que no identificaba, agucé la vista para ver mejor pero no alcancé a identificarlas. Tomé un sorbo de la cerveza caliente, no me sentía gusto, quizá debería regresar a ver a mi padre y dormir. Regresé hacia la cocina buscando el baño, vi a los chicos de tercero, y seguí por la estancia mientras buscaba la puerta del toillet. La encontré pasando la cocina, debajo de la escalera, la puerta quedaba oculta desde donde yo estaba porque a la madre de Mariana se le había hecho muy mono poner unas enormes macetas con helechos ahí mismo y esconder asi la entrada al servicio, entre calladamente, con cierto respeto. El baño, tenía el WC de porcelana y estaba decorado igual que la cocina, el lavabo era del mismo granito beige, y los manerales y llaves eran de un latón muy dorado, impoluto. Oriné pastosamente, en ese momento el ruido del chorro contra el espejo de agua me relajó bastante, no el orinar en sí, sino el sonido. y me lavé las manos, y salí cerrando quedamente, afuera el bullicio crecía y se percibía que vendría una fiesta de locura. Salí con la puerta detrás de mí, mirando de reojo a la estancia y fijándome en la escalera, ¿sería prudente subir? No dudé mucho, al final todos estaban distraídos y yo quería conocer toda la casa. Subí sin esconderme o disimular, como si ya hubiera estado muchas veces ahí, o fuera amigo íntimo de Mariana, arriba, tenía un gran vestíbulo desde donde se podía ver la estancia y la chimenea allá abajo. Un poco más allá pasando el puente, había más macetas como las del toillet y después de estas, una pequeña sala de color rosa pastel, casi como el verde de la cocina, pero afeminado. Un par de libreros blancos llenos de libros de diferentes tamaños y colores, dispuestos organizadamente, más como si fueran elementos de decoración que herramientas para transmitir el conocimiento. En el centro de la estancia, en el techo, había un tragaluz que iluminaba delicadamente el sitio, por sus cristales esmerilados que servían de difusor. Me senté frente a una televisión enorme y apagada, y me imaginé a Mariana saliendo de su cuarto en pijama, sentarse y esperar el desayuno allá abajo. Rumores de voces dentro de lo que parecía la alcoba principal me estresaron y bajé a la fiesta. Cuando giré en los últimos escalones vi que Mariana me miraba con cara interrogante y divertida, la mire sin saber que decir y no sé qué cara puse, pero sonreí y levanté los hombros, caminé hacia el jardín bastante cohibido. Afuera en la piscina la gente seguía bebiendo y drogándose, Flaco y un chico que no conozco, pero que había visto con los de tercero, bailaban desenfrenadamente frente a tres muchachas sin sostén. Todos parecían ser felices y no ser conscientes de la situación. Sonreí y busqué en la hielera una cerveza fría por fin, la abrí y bebí un gran trago, casi la terminé; eructé sonoramente y busqué en mis bolsillos los cigarros sin filtro. Encendí y fumé. Después de todo el cometa seguía su camino, era el último viernes en la historia de la tierra. Desde que se dio la noticia, ya nada parecía tener importancia. Todos en absoluto parecían querer acelerar el aturdimiento. Pensé en mi padre, y fumé de nuevo. La música subió de volumen, casi groseramente y sin pena, canté junto a todos entrando también en el aturdimiento deseado: “Skin the sun, fall asleep Wish away, the soul is cheap Lesson learned, wish me luck Soothing burn, wake me up I'm not like them, but I can pretend The sun is gone, but I have a light The day is done, but I'm having fun I think I'm dumb”. De la ironía, o de lo inútil que es el despertar de la conciencia en un suicida durante su corto o largo viaje de la cornisa al piso. Capítulo dos El último mes Hacía apenas tres semanas que se supo la noticia. Como siempre, ellos lo sabían desde antes. El asteroide 29075 1950 DA había impactado con un cuerpo celeste más pequeño y se desviaba a la tierra, se decía, según los científicos, que en el choque 29075 1950 DA se partió en tres pedazos cada uno de menos de quinientos metros de ancho, pero que cada uno de esos tres, donde cayeran, provocarían uno tras otro, el exterminio de los mamíferos y de casi todos los seres vivos hasta ese momento en el planeta. El día de la noticia, fue el día de mi cumpleaños. Era el mes de abril de 1994. Ellos, las agencias espaciales y los científicos sabían de esto hacía meses, pero no estaban seguros de nada sobre las trayectorias de los tres pequeños imbéciles pedazos de roca espacial. A pesar de todos los cálculos, las errantes maniobras de las piedras gigantes hacían imposible saber si en el último momento se pasarían de largo saludando a los terrícolas que los verían en las pantallas de sus televisiones muertos de miedo, abrazándose entre padres e hijos, o abandonados al licor en la barra de algún bar maloliente, o como finalmente sucedió, impactarían con un tremendo combo de golpes al gordo y enfermo planeta tierra, aniquilando a la humanidad. Increíblemente, una vez que los gobernantes y millonarios pusieron todos sus recursos en proyectos arca, o salvavidas interplanetarios, la gente de calle, la normal, se abandonó perdidamente al hedonismo. En las ciudades, los vagos proliferaron exponencialmente de un día para otro, yo mismo reconocí a tipos de cierta clase, o a famosos de los espectáculos deambular ebrios por las calles casi buscando ser atropellados. Se amontonaban en las esquinas, en los callejones, en los portales, en los parques. Ahí, como en una maravillosa secta de la perdición, todos, hombres y mujeres protagonizaban orgias intensas antes los impasibles ojos de la policía. Los delincuentes, o los que quisieron serlo y nunca se atrevieron, tenían rienda suelta. Existía en cierto modo la ley del más fuerte, pero al saber el final tan cercano, inminente, y justo, a nadie le importa ya nada. Fueron los dias en que el ego de la humanidad desapareció. Todo lo que el sistema nos había inculcado, todo lo que pudieras comprar para impresionar a alguien, tu maravilloso cuerpo, tu estupendo auto, tu bella esposa, no tenían sentido. Al determinarse el día final, desapareció la vanidad aprendida en la televisión, desaparecían también los celos, la posesividad, ahora era inútil ya pretender ser lo que no eras, era inútil esconder tus sentimientos más primitivos, como por mencionar algunos: comer por placer, fornicar, matar, gritar, ahora estaban de cierta manera permitidos, porque la llamada ley social había muerto. No había hombres sojuzgando hombres, solo había primates a punto de desaparecer, y todos querían aprovechar sus últimos dias. Hubo saqueos, asesinatos, incendios, suicidios en masa, o solitarios, explosiones, guerra de pandillas, pandillas en donde increíblemente podías encontrar a sacerdotes armados y feroces asi como a decanos de universidad peleando salvajemente, solo por desesperación. Ira sin sentido, tristeza sin motivo, sabiduría de último minuto para consumir en la comodidad de tu cama. En el pueblo, al menos en lo que nos enteramos, solo hubo un par de casos extremos de abandono, por lo demás, lo único diferente fue que todos se convirtieron en las personas más amables, ebrias y felices que hubiera conocido, lamentablemente, mi padre seguía yendo a la fábrica, ahí pasaba el tiempo con dos amigos, los demás obreros, ingenieros, técnicos, choferes, etcétera, abandonaron las labores. La fábrica era de televisores, y a nadie le importaba ya alguna noticia o espectáculo, a nadie le importaba ya su aspecto, o su olor, o el de alguien más. Pero ellos tres, como paladines de las buenas maneras, seguían trabajando en lo que fuera con las maquinas apagadas. El dinero ya no era problema, los almacenes grandes que no fueron saqueados, estaban abandonados, solo funcionaban, la iglesia, la pequeña tienda de abarrotes, y la licorería, que por algún tipo de insana costumbre seguían aceptando dinero, y seguían vaciando sus bodegas. La costumbre también es una droga, quizá la más peligrosa de todas. Nosotros por nuestra parte, dejamos de recibir clases, pero seguimos yendo a las aulas, que ahora se habían convertido en cuartos llenos de mugre, chicos peleando o fornicando entre ellos, o golpeando a algún otro, me parecía asombroso como ante la sombra de la muerte, la vanidad y el recato se diluyen como humedad bajo el sol. Como si la costumbre religiosa cristiana inhibidora de deseos cavernarios, se desprendiera del alma humana cual hoja del árbol ante un ventarrón de muerte próxima. No obstante, hubo las reacciones contrarias, se escuchaba en las noticias que en algún país de centro América, las iglesias estaban abarrotadas, gente golpeándose la espalda, hincada por dias, con los brazos al cielo, ciudades pequeñas donde hubo hasta dos semanas sin delitos, la policía reportó a un violador después de esto, con lo que se reinició la cuenta de días sin delitos. Algunos de nosotros, hablábamos de cosas normales, aun había energía eléctrica, y las redes de Internet aunque con apagones, seguían funcionando casi normalmente, algunos de los reporteros, al igual que mi padre y los mencionados paladines, seguían haciendo su labor, seguían informando, claro que al abandono de las costumbres, la censura ya no existía. Llovieron confesiones de todo tipo en los conductores de televisión, recuerdo como en el segundo día, mi chica favorita del clima, bailó desnudándose, diciendo que siempre quiso ser stripper. O el señor maduro que comenzó a maldecir a sus padres, al dueño de la televisora, a sus compañeros, exhibiendo casos de abuso, exhibiéndose el mismo como abusador, llorando y carcajeándose mientras sacaba un revolver Smith & Wesson y se volaba la cabeza frente a las cámaras que quedaban fijas después, y nadie cortaba la transmisión. Recuerdo también como algunas bandas de rock tocaban sus piezas por largas jornadas, drogándose y bebiendo sin vergüenza. Terminaban tocando incoherencias, llorando, tirados en el escenario, que solía ser la sala de su casa. Sus hijos lloraban preguntando que le pasaba su padre, mientras una mujer delgada y exquisita, los levantaba y se alejaba de ahí con ellos en brazos, supusimos que era la madre de los pequeños. Veía a los nuevos vagos tristes, con la mirada perdida, la boca abierta hablando con sus manos o quemando hormigas en un árbol. Un martes, uno de esos recién vueltos vagos, estaba en la plaza de la iglesia, estaba mucho más delgado que yo, el pelo enmarañado y rojo, con manchas que tenían pinta de ser mugre de semanas, y aun así mechones muy rojos, casi incandescentes, era frágil, pero agradable de ver, llevaba una guitarra en buen estado, sucia, con quemaduras de cigarro en el puente y en el cuerpo. Estaba tocando muy suave, como acariciando las cuerdas, su vos potentísima y rugosa, comenzó a cantar y me pare a escucharlo, encendí un cigarrillo y le miraba los pies, descalzos. El siguió ensimismado cantando una pieza tristísima mientras el atardecer nos decía que habíamos gastado un día más de los pocos que nos quedaban. “…I'm better than this
Don't leave me so cold I'm buried beneath the stones I just want to hold on I know I'm worth your love Enough I don't think There's such a thing…”
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