[…] A menudo se preguntaba, reflexionaba, pensaba y repensaba sobre el día en el que aquella pobre muchacha se desvaneció, y dejó en su lugar a ese deprimido, furioso y grisáceo monstruo. […] (Nacho Panelo) Triste GorgonaNacho Panelo (Argentina) Desde aquel día algo quedó roto dentro de ella. Las risas, las alegrías, le parecían tan lejanas como los astros que cada noche se detenía a observar.
A menudo se preguntaba, reflexionaba, pensaba y repensaba sobre el día en el que aquella pobre muchacha se desvaneció, y dejó en su lugar a ese deprimido, furioso y grisáceo monstruo. Una historia que ya es muy antigua, y nunca pudo entrarle en la cabeza. - ¡¿Qué culpa tuve?! ¡Por los dioses! - cuestionaba la Gorgona mientras su voz llenaba, eco tras eco, la profunda cueva en la que vivía, y luego, la vaciaban sus llantos. Parece que el peor castigo que padecía esta mujer no era el de su piel blanca y fina transformada en una piel escamosa y gris, ni el de sus pequeñas y delicadas manos de dedos suaves convertidas en manos huesudas de dedos largos con afiladísimas garras verdes. No era el de su hermoso cabello negro y lacio como el de Atenea, que ahora se trataba de un montón de babosas serpientes inquietas. Su mayor castigo no era el de sus voluptuosas y sensuales piernas, unificadas en una inmensa cola de serpiente de escamas verdes. Tampoco era el de haberle arrebatado aquellos ojos color cielo y poner en su lugar unos ojos de reptil que convierten en piedra a todo el que los ve. Su castigo radicaba en vivir sola... eternamente… Al aburrirse, es decir, prácticamente a diario, jugaba con la colección de estatuas de piedra que decoraban su casa. Las golpeaba, les hablaba, las empujaba para que se rompieran al caer, las tomaba con su cola y las arrojaba contra la pared. Ella misma se lanzaba contra el suelo, contra el muro, contra los hombres de piedra. Ya no sabía qué hacer. Las voces de sus dos hermanos pequeños peleando resonaban en su mente. Las dulces palabras y las caricias de su madre también eran motivo del llanto nostálgico que la quebraba rutinariamente. Cuando revivía el día del arrebato de su dignidad, lo hacía como si realmente esa agresiva culebra estuviera dentro de ella. Sentía espeluznantemente nítida esa sensación. Y entonces, era cuando corría desesperada al pequeño reservorio de agua que se encontraba en la parte última de la caverna, y allí, empezaba a limpiarse. No tenía nada, pero se sentía sucia. Se refregaba con agua, una y otra vez, mil veces. Una incesante comezón se esparcía por todo su cuerpo. Se rascaba con fuerza, con furia y en el acto dejaba caer un poco de su sangre al agua, y con ella también caían varias escamas, mientras que otros pedazos quedaban debajo de esas garras irrompibles. Hacía tiempo que ya estaba cansada de intentar hablar con los visitantes que a menudo iban a su cueva a intentar asesinarla. Siempre intentó hacerles entender que no era mala, que fue humana y lo seguía siendo. Pero no hay remedio contra el prejuicio, y aquellos locos aventureros (o acaso estúpidos) querían decapitarla, y un simple mortal, claro está, contra ella no puede. Sin embargo, un día, que como de costumbre se encontraba jugando con las estatuas, jugando con su cuerpo, jugando con su mente, echada en el suelo, sintió la presencia de alguien adentrándose en la cueva. Al instante se puso alerta, y reptó por lo bajo para sorprender al atacante. Posicionada detrás de una roca, tomó impulso y se lanzó hacia el hombre esbozando un rugido terrorífico y poniendo sus ojos a cinco centímetros de los de él, todo con una rapidez inaudita. El guerrero se limitó a gritar asustado y caer hacia atrás. Vestía una túnica negra y unas sandalias, y llevaba un bastón que no soltó aún al caer. Su capucha le descubrió la cara. Se trataba de un anciano que no podía ver. Sus ojos no tenían vida alguna, eran blancos como la barba de Zeus. La Gorgona se sintió un monstruo. No uno que tiene dientes afilados y un aspecto horripilante. Se sintió un monstruo de los que actúan con verdadera malicia y crueldad. Al instante ayudó al señor que durante varios segundos no pudo dejar de gritar. Logró tranquilizarlo un poco y lo ayudó a sentarse en una de las estatuas que se encontraba en horizontal en el suelo. —¡¿Qué fue eso?! ¡Se sintió como el grito de una bestia del Hades! —exclamó el anciano tratando de calmarse. Su corazón parecía a punto de salírsele del pecho. —Tranquilo, señor. Tranquilo. Dígame cómo se llama. —Aristófanes —dijo con el aire muy agitado. —¿Usted cómo se llama? —Eh... eh... ¡Hiparquía! —dijo dubitativa, pues decir "Medusa", con la liviandad que se dice cualquier otro nombre menor, solo mataría al anciano de un infarto. —Qué hermoso nombre. Creo haberlo escuchado por algún lado —y entonces se dio cuenta de lo ronca que era la voz de la mujer, pero no quiso decir nada por educación. La Gorgona, por su parte, no podía creer estar teniendo una conversación tan amena con alguien después de tanto tiempo. —Señor, le traeré agua, espéreme aquí —agarró un cuenco de madera que yacía boca abajo en el piso y que nunca había usado, pero que la había acompañado todo el tiempo que vivió allí. Lo llenó con el agua del pozo—. Tome, señor. —Muchas gracias —ahora el anciano notó que la joven no hacía ruido al caminar, pero pensó que quizás tendría un paso muy liviano. —¿Cómo llegó hasta aquí solo? Tomó dos sorbos del cuenco y contestó. —No sé, estoy realmente perdido. Sólo necesitaba un lugar para descansar, y parece que lo encontré. De todas formas, te pido que me orientes hacia el este. —Señor, ¿usted sabe que se encuentra demasiado lejos de cualquier polis o aldea? —Parece que necesitaré ayuda de Hermes —dijo riendo y calmado al fin—. Ahora que me acuerdo, ¿qué fue lo que rugió en mi cara hace dos minutos? —Eh... debió haber sido una correntada, no escuché un rugido tal hasta que lo oí gritar en el piso. —Ja! Lamento mucho esa situación. Últimamente no ando muy bien de la cabeza, de un momento a otro, me desoriento —dijo y dio por olvidado el hecho de que bestia semejante había gritado en su cara—. Como sea, tendré que irme en un rato. ¿Podrías orientarme? —Señor, ya casi es de noche. —¡¿De noche?! —Así es. Quédese a dormir, por la mañana lo despertaré y ayudaré. —Oh, gracias. Estaba más perdido de lo que pensaba. Eres realmente una persona muy buena, Hiparquía —y la resquebrajada mujer contuvo el llanto, pero dejó caer unas lágrimas. Ayudó al anciano a acomodarse. Éste apoyó su cabeza en una de las rocas y cayó en un profundo sueño. La Gorgona se quedó vigilando toda la noche, en caso de tener que protegerlo. Ahora, Aristófanes era su único amigo. El único que la escuchó y trató como a otro humano. Ella lloró desconsoladamente, tapándose la boca para no despertar al anciano viajero. En su interior se removieron todas sus emociones, todos sus sentimientos, todos sus recuerdos, y esto le produjo náuseas. Al salir el sol, despertó a Aristófanes y lo guio bien. Al despedirse prometió volver a visitarla. Otra vez, unas cuantas lágrimas se deslizaron por las escamas de su mejilla. Y así, Medusa volvió a sonreír. Era más feliz. No tardó en volver a la rutina, pero ahora podía sonreír, bastante seguido, otra vez. Su amigo había vuelto a unir algunos pedazos de su herido interior y se sentía bastante reconfortada. *** Ya unas semanas después de la llegada de Aristófanes, alguien la visita nuevamente. La Gorgona se asoma desde la oscuridad de la cueva, con la ligera esperanza de que fuera su amigo. No es él. Es un guerrero con un cuerpo que parece esculpido por los dioses, musculoso, y en muy buena forma. Tiene un casco plateado con una pequeña figura de Cancerbero en la parte superior y con alas a los costados bajo el brazo. Calza unas sandalias con alas blancas en el talón que aletean suavemente. Un sable reluciente y con el metal más hermoso y mejor cuidado que nadie haya creado jamás. Y por último un escudo dorado, redondo y espejado, con un sol tallado y un círculo liso en el centro ¡Su equipo parece forjado por Hefesto! Es el visitante más hermoso que ha visto. Junta el coraje para hablar con él. —Ho... Hola? Al escucharla, inmediatamente el guerrero rueda hacia un escondite, detrás de una estatua. —¡Escúchame, por favor! ¡Habla conmigo! —suplica desesperada la Gorgona. El hombre se pone el casco, y ahora su imagen se desvanece, es invisible. —¡¿Dónde estás?! —grita angustiada y comenzando a enfurecerse. De manera ágil y sigilosa, el joven aventurero ubica la posición de la Gorgona, sin mirarla directamente, mediante el reflejo de su escudo. Ahora sí, enojada y dejando salir su parte más salvaje, comienza a recorrer toda la cueva rompiendo las estatuas con sus poderosas manos. Tomándolas con su cola y arrojándolas con todas sus fuerzas aleatoriamente, maldiciendo a aquel hábil guerrero por ser otro desgraciado más. De espaldas, mirando por el reflejo de su escudo, el que no es más que un muchacho, calcula la distancia y la dirección en que cortará la cabeza de Medusa. Gira en redondo con los ojos cerrados, el sable en horizontal. La piel áspera y casi indestructible de la Gorgona es cortada como una hoja de papel, y su carne es aún más blanda para este refinado metal. Medusa, sorprendida, nota estar cayendo al suelo. No puede gritar, no se puede mover. Ve un río de sangre. Cierra los ojos y las últimas lágrimas de sus ojos secos de reptil, de sus ojos tristes de Gorgona, son derramadas.
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