[…] Abandonó la sombra y el Sol le quemaba la nuca. A mitad de cuadra se tropezó con las veredas rotas y las baldosas levantadas por las raíces de los árboles, todavía seguía mareado. […] (Nacho Panelo – Vuelta a la manzana) Vuelta a la manzanaNacho Panelo (Argentina) Volvió a su casa después de la fiesta. Había bebido una importante cantidad de alcohol, había fumado marihuana y había besado a la chica que lo miraba y miraba durante una hora, hasta que bien borracho se animó a enfrentarla.
Entró a su hogar ubicado en la calle Pueyrredón al 3800. Abrió la puerta de abajo, la cerró y subió las escaleras. Abrió la puerta de arriba, la cerró y al dar un paso dentro de la cocina que estaba inmediata a la entrada pisó un charco de líquido. "Este caniche de mierda", como lo definió el borracho y drogado joven, había orinado en el piso. Pues claro, en el apuro por ir a la casa de su amigo y desde allí a la fiesta, olvidó pasearlo para que haga sus necesidades la noche anterior. Al recordarlo se disculpó con Apolo, limpió el piso y le puso su correa. Bajó las escaleras y en un brusco tirón del desesperado perro, trastabilló dos escalones y pudo aterrizar en el descanso agarrándose de la baranda. Una vez afuera, una fresca y suave brisa le secaba la transpiración de la frente. En su casa el calor era tremendo, ya que no solía ventilar mucho el lugar. Eran las siete de la mañana en un día de verano, el sol ya había salido y el calor empezaba a entrar en todas las casas y los rincones de San Martín. Empezó a caminar desde la puerta hacia la izquierda. Escuchó ruidos de camiones, de autos. Había una casa en la que escuchaban cumbia a toda la potencia que el parlante podía dar. Dobló en Tucumán, en la primera esquina. Abandonó la sombra y el Sol le quemaba la nuca. A mitad de cuadra se tropezó con las veredas rotas y las baldosas levantadas por las raíces de los árboles, todavía seguía mareado. El perro orinó sobre un pequeño árbol. En la próxima esquina dobló en Matheu. A unos veinte metros más adelante, vio la puerta abierta de una casa vieja, de esas que tienen umbrales y ventanas altas, con persianas plegables y marcos de cemento decorados. Las paredes estaban llenas de humedad y brotaba el moho. Tras la puerta vio lo que supuso era el living, y en el medio de ese espacio un charco de sangre se derramaba y escurría cada vez más, pintando todo el piso de un rojo oscuro, bordó. El mareo, la tontera y la risa provocados por el alcohol y la droga se desvanecieron en un instante. El muchacho, espabilado, sujetó con fuerza la correa y la tomó de más abajo para acercar al perro a sí mismo. Al asomarse al interior de la casa vio a una mujer apuñalada múltiples veces en el torso y el cuello. Estaba completamente bañada en sangre, y seguía pintando el suelo. Paralizado se enredó la correa del perro en la muñeca. El grito de un hombre con una voz grave y ronca lo asustó. Tenía un puñal en la mano derecha teñido del mismo rojo oscuro que el del piso. Su pecho descubierto y su cara estaban salpicados de la sangre de su mujer. Se tambaleaba, estaba borracho. El muchacho levantó al caniche de un tirón, ahorcándolo un poco en el acto, pero llevándolo a su brazo rápidamente para abrazarlo y empezar a correr. Corrió hacia la izquierda, en la misma dirección que venía caminando para llegar a la próxima esquina. Vio una tienda abierta al otro lado de la calle. Cruzó rápidamente y golpeó los vidrios del lugar con su mano libre, alertando que un señor había asesinado a una mujer y ahora venía por él. No había nadie que le contestara y el asesino se aceraba cada vez más. Reanudó la huida y llegó a la calle San Lorenzo. Ahora le pisaba los talones. Cuando cruzó la calle, un colectivo no logró atropellarlo por muy poco, y sintió en su espalda el fuerte viento que provocaba la velocidad del que resultó ser un 343. Se detuvo ahí mismo, así como el colectivo que acababa de arrollar al asesino y había lanzado despedido el cuchillo ensangrentado. El asustado joven no llegó a completar una media vuelta, ni a sentir la sensación de alivio, pues al girar apenas un poco, un auto que esquivó el 343 detenido lo levantó por el aire. Su cráneo se golpeó de forma fatal contra el parabrisas y su cuerpo paso por el techo y luego por el baúl del vehículo desplomándose, finalmente, en el asfalto. Apolo, el pequeño perro, cayó a un lado sin salir lastimado y salió corriendo hacia la izquierda. Dobló en el mismo sentido en la esquina y se sentó temblando y lloriqueando en la puerta de su casa, completando así, la vuelta a la manzana.
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