Mimeógrafo #123 Agosto 2023 Bogotá 160Sebastián Alma (México) Todo lo que hago todo lo que escribo me aleja de quienes quiero William Carlos Williams 1
Lo felicito desde ahora, porque sé que no va a volver, me dijo, dando un sorbo más a su cerveza, visiblemente incomodada por mi torpeza social, y como intentando darse y darnos un alivio ante aquella tensión propiciada por mi incapacidad para sostener conversaciones medianamente divertidas con gente extraña y muy alejada del común de mi círculo social. Además, dudo que la chica esté acostumbrada a tratar con muchachos extranjeros del tipo huraño como yo, sobre todo considerando este bar, barato, oscuro, pequeño, clandestino y de bajos estándares como debe haber decenas o quizá cientos diseminados alrededor de la gigantesca Bogotá. Lo sé porque a los diez minutos de habernos sentado justo enfrente del tubo para el table, con apenas dos cervezas cuya marca no recuerdo, nos quedamos con pocas cosas por decir, nos quedamos con una conversación en la boca que bien podría aceptarse en cualquier otra situación menos en un prostíbulo. ¿Cómo se llama? ¿De dónde viene? ¿Cuánto tiempo va a estar en Colombia? ¿Le parece que Colombia es caro? ¿Qué lugares ha conocido? ¿Cuántos años tiene? (Yo estaba a unos tres o cuatro días de cumplir los 25, de ahí el “lo felicito desde ahora, porque sé que no va a volver”). Y la pregunta que sería como el colmo de mi falta de destreza: ¿Para qué es ese tubo? Pues ahí bailamos, solo que ahora es muy temprano, hasta que estemos llenos. Podría haber recibido una burla, siquiera un gesto de condescendencia o de lástima, pero en cambio la respuesta es cortés, directa, sin juicio. Sin embargo, eso no impide que mi estúpida pregunta dificulte aún más el trato, empeorado por el reguetón altísimo que nos obliga a tener que repetir dos o tres veces lo que decimos. Tal vez lo que menos se debe hacer en esos lugares es hablar. Esos lugares no están hechos para hablar. Lo que menos quieren las chicas es escuchar los pormenores de una multitud de hombres que no se distinguen los unos de los otros más que por la cantidad de dinero que pueden dejar sobre la mesa. O sobre las vaginas. Eso lo entiendo porque recién llegué vi cómo una muchacha tomó el billete del cliente que estaba por irse, unos 50,000 pesos, y lo frotó un par de veces sobre su vagina, con un gesto altivo lo frotó sobre su tanga, después se lo llevó a la lengua para lamerlo, y parecía estar presumiéndolo a la chica con la que ahora me encuentro hablando. Sospecho que de haberme tocado aquella mujer no estaría escribiendo esto ahora. Esa muchacha transmitía una personalidad apabullante, alocada, salvaje, impacientemente sexual, una depredadora en toda la palabra. Precisamente me hallo escribiendo esto porque la mujer que me atendió parecía ser todo lo contrario. Había algo de ella que me era familiar. Lo supe desde que la dueña del establecimiento me la presentó. Después de pasar el guardia de entrada que tenía pinta de padre de familia más que de portero de prostíbulo, subí y entré al bar. La mujer que sospecho es la dueña del establecimiento me recibió, y apenas hubo tiempo de intercambiar unas palabras cuando una bella chica salió de una puerta y se sentó a poca distancia de mí. Entrecruzó las piernas y fingió no haberme visto. Ella era alta, de pelo corto, y con unas piernas larguísimas. A diferencia de su compañera, la arrogante y salvaje, esta chica no estaba en topless, pero no lo necesitaba, su sensualidad arrasaba de todos modos. Era simplemente hermosa, una bomba de piel morena. Exuberante. Y tenía algo que me resultó familiar, conocido, al instante. La dueña nos presentó, aunque no recuerdo si a mí me presentó por mi nombre. Tímidamente hice lo que creí sería la salida más fácil en una situación así: le invité una cerveza. Y henos aquí. Sin nada que decir. Uno al lado del otro y bebiendo para evitarnos. No sé si se trata solo de una estrategia para aligerar el silencio incómodo, o si es porque yo mismo me encuentro sumamente confundido en medio de tantas luces y esa música altísima, pero lo único que se me viene a la mente es preguntarle, no, sugerirle, no, hacerle señas ininteligibles en un lenguaje extraño para saber si es posible cambiar de sitio. No descifro por qué simplemente no le pido que nos vayamos a otro lugar. Por qué en vez de hacer una petición de lo más normal en aquel mundo de excesos y prostitución, opto por sugerir indirectamente que nos vayamos de ahí. Y ante tales torpes indirectas la muchacha ahora sí parece estar perdiendo la paciencia. La veo sutilmente molesta. Me dice, ¿pues qué es lo que quiere usted?, ¿a qué vino? Yo, acorralado, nervioso, apenas alcanzo a proponer: ¿podemos irnos a otro lado? Sí, me responde, secamente, con un rostro de molestia, hartazgo, y quizá esperando a pasar un rato de complicado trabajo por delante. 2 Pero cuando entramos al estrecho, sombrío y húmedo cuarto, las cosas cambian drásticamente, cambian radicalmente, como si el mundo se hubiera puesto de pies ante mí y se hubiera enmudecido para brindarme ese silencio y esa intimidad que me hace falta para interactuar de la mejor manera, como solo yo lo sé hacer. En ese cuarto la música nos llega como un lejano suspiro. No se apaga del todo sino que funciona como un adecuado telón de fondo para la sexualidad, como un paisaje en perspectiva. Incluso es como si el reguetón dejara de sonar tan mal en ese contexto. Lo primero que hago es poner mi chamarra de cuero en el perchero y le declaro, con una sonrisa confiada, que ahora sí puedo escuchar su voz. Ella reacciona con otra sonrisa espontánea y franca. Comprendemos los dos que atrás de la puerta cerrada se quedó toda la incomodidad, toda la incomprensión, incluso toda la modestia que tanto nos estaba estorbando. El rostro de la chica se muestra ahora afable, abierto, podría decirse que sincero. Nos sentamos en la cama y lo único que hacemos es hablar. Hablar. (A tan poca distancia su belleza se multiplica). Me confiesa que es de Medellín. Que está en Bogotá para juntar plata. Que necesita la plata para pagar una deuda de su madre. Que su madre cree que está trabajando en una zapatería. Que no le cuenta la verdad porque le va a romper el alma. Que una vez consiga el dinero vuelve a Medellín a estudiar y pagará los estudios de su hermanito. Que tenía novio pero lo dejó porque debe ser injusto para él. Que a mí me gusta hablar mucho pero la mayor parte de los clientes van al cuarto para cogérsela, o cuando menos para hacerla bailar. Que le gusta bailar. Que le encanta el reguetón. Que sí quiere salir conmigo pero el domingo, el día de mi cumpleaños. Que el domingo es el único día que ella puede hacer lo que le venga en gana. Que el sábado se piensa hacer un tratamiento de cabello. Que no quiere que la acompañe porque no le gustaría verse interesada. Que no le importa que los hombres sean feos o guapos, o que tengan dinero, le importa su corazón, y que la acepten tal y como ella es. Que conmigo se siente a gusto. Que en cierta forma le soy familiar. Que hay algo en mí que le hace sentirse identificada. Y parece que esta es la conversación más honesta que puede estar teniendo, hasta que nos tocan a la puerta (siempre he sospechado que quien nos interrumpió fue la chica del billete en la vagina) y le gritan: ¡Carla, que ya! Decepcionada (me gustaría pensar que como nunca se ha decepcionado por haber sido interrumpida), me dice que tenemos una cita para el domingo. Que me va a estar esperando allí desde temprano para salir y conocer Bogotá juntos. Le pago lo de las cervezas —no lo del tiempo que estuvimos en la habitación-- y cuando está por devolverme el cambio, le cierro delicadamente la mano y le digo, con una seguridad victoriosa, nos vemos. Cuando salgo, el portero me ve la sonrisa de mejilla a mejilla. Alegremente me pide una propina y riendo asegura: ¿Conociste a alguien, verdad? Asiento con jovialidad. Luego, abandono el sitio, ubicado apenas a 20 minutos de mi hostal en Chapucero. También Bogotá sufre estos cambios tan brutales. Una calle, una estación del TransMilenio marca la diferencia entre los prostíbulos y el barrio más caro de la ciudad. Pero sin importarme mucho los problemas sociales, yo me retiro entusiasmado. Lleno. Tengo una cita con una belleza corrompida el día de mi cumpleaños. Ese día en el que, efectivamente, premonitoramente, no vuelvo. 3 Aún con frenesí, decido no irme directamente al hostal. Vagabundeo por Bogotá, la peligrosa Bogotá nocturna, aunque yo en este momento me siento intocable. Nada me puede hacer daño. He conquistado. He ganado. De esto se trata. Una cita con una belleza corrompida en una ciudad fría y desconocida, donde nadie me conoce y nadie me espera, una ciudad lluviosa, ruda para los extranjeros. Esto es ser un escritor, pienso. Esto es lo que debe vivir un escritor. Esas son las mujeres que uno debe conocer y tratar para llegar a ser un escritor notable, de a de veras. Estas son las experiencias. De esto se trata. Valió la pena el viaje. Si los benefactores de las becas literarias supieran que sus jóvenes promesas gastan el dinero en viajes y mujeres exóticas, seguramente no lo entenderían. Gastar los impuestos de los ciudadanos en prostitutas, ¡qué despropósito! Al menos en esta travesía conseguí un libro que ando trayendo en mi mochila de un lado para el otro, como para justificar el hecho de que estoy gastando un cuarto de mi beca como joven escritor “en formación” paseándome entre prostíbulos y concretando citas a las que no voy. El libro se llama El oficio de escritor y consiste en una serie de entrevistas realizadas a eminentes personalidades literarias, una colección de ideas, métodos de trabajo, consejos, recetas falibles, advertencias de la voz de hombres de la talla de Elliott, Capote, Hemingway, Pound, Miller, Faulkner, Moravia, Durrell, etcétera, etcétera. Casi todo el día estoy fuera y cuando llego al hostal por la noche leo alguna entrevista, y ya que esto es un acto serio, subrayo las hojas con las declaraciones que considero de una vitalidad imprescindible. Las releo. Las reflexiono. Intento interiorizarlas. “Pero esta cosa que existe entre mi persona y mi literatura es el lazo más fuerte que he conocido, más fuerte que cualquier otro lazo o cualquier otro vínculo con cualquier otra persona u otro trabajo que haya realizado” (Katherine Anne Porter). “La mayor parte de la creación literaria se hace lejos de la máquina de escribir, lejos del escritorio” (Henry Miller). “A veces sucede, de manera desconcertante, en todo caso, con un practicante como yo, que las cosas construidas con mayor apego a un plan no son siempre las que más éxito tienen” (T. S. Elliott). “No, no creo que el estilo sea algo a lo que se llegue conscientemente, como tampoco llegamos al color de nuestros ojos. Al fin y al cabo, su estilo es usted” (Truman Capote). “Sólo con gran vulgaridad se puede alcanzar el verdadero refinamiento, sólo de la impudicia se puede obtener ternura” (Lawrence Durrell). Mientras asisto a estas lecciones de autenticidad y perfección, sentado solo en la sala de estar del hostal, rodeado de estantes repletos de libros que llegan hasta el techo y que por supuesto nadie lee, esbozo ideas, frases enteras sobre un ensayo sobre la prostitución que tengo en mente. Cada noche, después de pasar el día completo en las calles de Bogotá, llego al 12/12 para leer y luego garabatear estas ideas. Algunos turistas que comparten la estancia conmigo intentan hacerme plática, pues evidentemente resalto de entre la multitud por mi indiferencia para socializar con ellos y mi soledad incorruptible. Son buenas personas, pero no me interesan. Me digo: estoy aquí para tratar con la impudicia. Me repito: estoy aquí para aprender de la más ramplona y vulgar existencia humana. Después de siete años de aquello, lo único de lo que me arrepiento es de no haber conservado esas notas. 4 Es el día uno. Con el fin de ahorrarme una noche de hospedaje, decido pasar la madrugada en El Dorado. No recordaba lo arduo que es acostarse en el suelo, bajo el inclemente altavoz que no da tregua con sus anuncios de arribos y salidas. Apenas logro conciliar el sueño. De cuando en cuando saco mi libro y lo leo. Ese único libro que llevo conmigo con la intención expresa de verterme aún más en los confines del alma que estoy buscando. Se trata de El almuerzo desnudo, una novela cuyo prefacio considero muy superior al resto de la obra. Es que el prefacio siempre me ha parecido una clase maestra de escritura, de exposición de dolor, con esa descripción terrible y a la vez cariñosa del mundo de la droga y sus efectos sobre el cuerpo humano, y más específicamente, sobre el cuerpo, la mente y la voluntad de un escritor. Si bien se trata de una disección rápida y condensada posee la virtud de ser clara, transparente, lógica, y en un todo, sumamente feroz, de una coherencia blanca y monstruosa, cosa que el resto de la novela no consigue la mayor parte del tiempo. Es como si, en la antesala de mi proyecto, leer El almuerzo desnudo —ese prefacio, esos dos primeros párrafos--, significara invocar esa misma ferocidad, atraer hacia mí el estado de decadencia humana. Ya al despuntar el día, tomo un taxi y parto a la Bogotá profunda. Apenas diez minutos después de dejar El Dorado, el taxista —quien ya sabe que soy mexicano y sabe de mi gusto por recorrer Latinoamérica— me avisa, mire, ahí es donde están las chicas, mientras pasamos por las calles de las prostitutas. Pienso que no es necesario que me aclare esa información pues de antemano ya lo sé. Antes de llegar a Bogotá había señalado en un mapa, con rutas rojas y un “¡aquí!”, los sitios de tolerancia de la ciudad. Venía con un croquis improvisado sobre una hoja de papel y algunas impresiones mentales de los lugares que servirían como un norte para mi búsqueda. La parada tal. La calle tal. Ese edificio que durante las noches se enciende como si estuviera en Nueva York. La suerte es de quien la trabaja, pues, para mi sorpresa, llegar a ese enclave resulta fácil. Hay una parada del TransMilenio que te deja prácticamente a las puertas. La zona de prostitución en Bogotá es un rectángulo de aproximadamente dos o tres manzanas, si no mal recuerdo. Las chicas se sitúan a ambos lados de las calles, a plena luz del día. Mujeres de todo tipo, gordas, delgadas, altas, bajas, morenas, rubias, maduras, jóvenes, desnudas del torso, con minifaldas, con pantalones ajustados, con medias, con tacones altos, en trajes de enfermeras de látex, además de una nutrida zona destinada a las exóticas transexuales. Pero además, conformando una población variopinta y nada heterogénea, en el barrio se citan también ciudadanos de a pie, chulos, narcotraficantes, madres con sus niños, universitarios, residentes, extranjeros como yo, drogadictos, ladrones, vagabundos, comerciantes y locos. Las prostitutas conversan con ellos, ríen, bromean, chismean, se pelean, se hablan a gritos de una acera a la otra. Los bares llenan el ambiente con música mexicana, mientras los niños cubren la calle con sus juegos inocentes. No sé sabe bien qué es lo que hacen los policías ahí. ¿Guardianes? ¿Clientes? ¿Vigilantes? ¿Traficantes? (Sospecho que un poco de todo, pues hay un policía que no me quita la mirada de encima al notar a un chico nuevo en la cuadra). En un basurero improvisado olfatea un can, mientras a unos cuantos pasos una transexual te mueve las tetas cuando vas pasando. Algunas de ellas lanzan la red con un atrevido papi, venga aquí, o un la mamo rico, en tanto que las más confiadas no dudan en acariciarte la entrepierna. En una calle poco transitada, una mujer se identifica con un quiero lechita, y después se echa a reír. En otra, una de ellas casi se embiste de frente conmigo y me advierte, te voy a aplastar. Seis pasos más adelante, una joven de piel negra con rastas larguísimas (¿20? ¿21 años?) sale de un edificio, evidentemente drogada, frenética, extasiada, con los ojos inyectados en sangre. Al llegar a la esquina me sale al encuentro un joven totalmente desnudo, demente, se mueve en cuatro patas como un perro, olisquea la basura como rastreando comida, y se hace caca ahí mismo. Es como ir entre la maleza de un bosque y ver de imprevisto al ciervo herido, al revertido ciervo herido del demonio. La pura degradación. 5 La primera debía medir al menos quince centímetros más que yo. Era de piel tersa y blanca. Un rostro ovalado y grande. Grandes labios. Unas caderas y un trasero descomunales. Muslos fuertes. Iba enseñando el busto, que, aunque no era muy abultado, poseía unos pezones firmes. Una auténtica escultura transexual de pene delicado. Practicaba un sexo oral maravilloso. Sin embargo, no fue ella mi adicción. Mi adicción fue una muchacha de cabello claro, caderas grandes también, lentes, y un rostro redondo hermoso, con pinta de estudiante universitaria. Con ella no me acosté nunca. Nunca le hablé. Solo la vi una vez, a pesar de buscarla todos los días en la misma esquina. Quise reencontrarla. Quise saber de ella. Su nombre. Sus sueños. Sus aspiraciones. Su pasado y su presente. Quise enamorarme de ella. Quise salvarla. Antes de dormir, en mi habitación del 12/12, me contaba una historia en la que la volvía a ver. Alquilábamos un cuarto, y media hora era suficiente para enamorarnos. Entonces la salvaba. La salvaba de aquello y la traía a México. Vivíamos una vida atribulada, pero juntos. Quizá vivió ese mismo sueño otra mujer, también voluptuosa, con la que tampoco nunca conversé, pero la diferencia es que el soñado en ese sueño era yo, el fabulado era yo. ¿Por qué lo creo? Con ésta me cruzaba siempre en el mismo sitio cada vez que debía pasar por una calle en mi regreso al hostal. Las mujeres se exhiben en una especie de cobertizo, en donde hay tres o cuatro cuartos pequeños para el alquiler de 20, 000 pesos en promedio. Ella se paraba ahí al lado de una prostituta madura que, al acostumbrarse a verme más o menos a la misma hora, comenzó a llamarme haciéndome señas. Nunca le respondí, pero no podía evitar lanzarle una sonrisa a la chica que estaba siempre al lado de ella. Era rubia. Senos voluminosos. Me respondía con una sonrisa entre coqueta y tímida. Es una rareza hallar timidez en esos ambientes. Tal vez la timidez sea una de las últimas señas incorruptibles de legítimo interés que sobreviva en ese mundo. Incluso la coquetería. La seducción sin vulgaridad es rara cuando las mujeres están acostumbradas a rozar la entrepierna de un potencial cliente. A diferencia de todo eso, ella me sonreía y se sonrojaba. Volvía a los viejos gestos de intimidación femenina: tocarse el pelo suavemente, bajar la mirada, temblar un poco. Podría haberse debido a mi pinta de pez fuera del agua. Una imagen de chico indefenso y confundido. O no lo sé. Sé que ella me quiso como yo quise a la otra. Una tarde, mientras esperaba el TransMilenio para regresar, la vi pasando con un cliente que tenía una terrible deformidad en la columna que hacía que sufriera una protuberancia en el pecho, y caminara cojeando. Al percatarse de mi presencia, ella se avergonzó. Rehuyó de mi mirada y no la volví a ver después de eso. 6 Si vamos a casarnos, sería bueno que nos conociéramos, ¿no crees? Invítame un café. Respondo que tengo cosas por hacer, pero que volveré por ella dentro de dos días, para hacer los preparativos de nuestro viaje a México. Ella no tiene idea de que no regresaré. Ella no es una adivina, pero sí una especie de madre lasciva. Me advierte, vete con cuidado porque por aquí asaltan a los hombres, les quitan los celulares y las carteras. También a veces los policías se quieren pasar con ellos pero nosotras los cuidamos. Los metemos a los cuartos y entonces ellos no hacen más nada. A mí me produce un efecto de ternura su limpia protección, su verdadera y desinteresada protección hacia mí, a quien acaba de conocer hace media hora y con quien se acaba de comprometer hace quince minutos. Me pide el número de teléfono pero vuelvo a mentirle, diciéndole que mi celular no funciona en Colombia, lo cual en cierta forma no es una mentira del todo, pues hasta el domingo, día en que mi mamá venga a saber cómo me hace llegar un mensaje de texto felicitándome por mi 25 cumpleaños, yo sospechaba que mi teléfono era una cosa inútil en ese país, inservible más que para tomar esas fotos de bajísima resolución que ahora son el único testimonio que me queda de aquel viaje. (Si hubiera tomado un retrato de todas ellas…) Se llama Blanca. Me reitera su nombre ante mi incredulidad. Sí, es mi verdadero nombre. Yo me llamo David, le miento. En ese tiempo a mí me gustaba usar de pseudónimo el David Jerusalem del cuento de Borges. Me pregunta si tengo novia y le miento por segunda vez: sí. Ella me informa que no tiene esposo, pero que está buscando a uno. Me quita el condón y me hace sexo oral. Realmente no dudo si eso está bien o mal. En ese momento la amenaza de las enfermedades no me inquieta aunque me cuestiono si hace lo mismo con todos, o solo con los que le gustan, o solo con los que parecen ser prometedores esposos. Después pasa de mi pene a mi boca. Nos besamos apasionadamente. Ella ríe sorprendida de la pasión con la que la abrazo y la beso. No es particularmente bella. Es un poco gorda, y debe tener diez años más que yo. Lleva unas pantimedias extremadamente apretadas, por lo que apenas puedo tocarla. Por alguna razón no accede a hacerme el amor. Quizá piensa que la promesa del sexo me va a mantener encandilado. Le pregunto si quiere ser mi novia, y ella afirma sin dudarlo. Le digo, mi novia temporal, a lo que ella responde con un ¿por qué? Acordamos casarnos. Bebé, anuncia, no conozco México. Por mi cabeza pasa fugazmente una historia en la que la llevo a México, la presento a mis padres, genuinamente indignados al enterarse de que se trata de una prostituta, vivimos en un cuarto pequeño, yo salgo a trabajar mientras ella se queda en casa, y al poco tiempo, de esa soledad renace su verdadero oficio. Se enamora de uno de sus clientes, o simplemente conoce a alguno con más dinero que yo, y se va con él. A mí no me duele el abandono porque siempre se trató de un “seguir el juego”, de un mero acto de inercia que no detenía por el simple hecho de pretender atestiguar, con una sonrisa burlona, lo absurdo que era todo aquello, como los niños que miran con un gesto malicioso el resultado de sus travesuras. Me carcajeo ante toda esa fantasía y ella cree que es por el placer que me está dando con su lengua. Pero la verdad es que me está doliendo. Tiene una manera de hacerlo que hace que me moleste el prepucio. Pero no le digo nada. De todo ello no le digo nada. Me confiesa, me gusta tu tipo de pene, ni muy grande ni muy chico, normal. Luego, declara como si se tratara de una confesión extraordinaria, aquí hay hombres con penes enormes, una cosota, y hace un gesto con las manos para que me dé una idea. Pero a mí me gustan como el tuyo. Me pide que me masturbe mientras ella me besa. Cuando acabo le pregunto, ¿qué tal?, y ella contesta, al tiempo que me limpia con un papel, pues más o menos. 7 La chica de los boletos suelta una carcajada cuando se da cuenta. Me confronta, o sea que vas a tardar 23 horas en llegar, llegas a las nueve de la mañana, te quedas hasta la tarde, y luego otras 23 horas de regreso. No vas a pasar ahí ni una noche. Yo le reitero que es por falta de tiempo, y sin dejar de sonreírme, me da los boletos. 90,000 pesos. El camión sale el domingo 30 de enero, el día de mi cumpleaños, con destino a Cartagena de Indias, a través de la Ruta del Sol. La manera más rápida y sencilla de llegar a la maravillosa Cartagena desde Bogotá es por medio de avión. La ruta terrestre en cambio es larga, sinuosa y sumamente pesada. El camión apenas hace dos paradas en un trayecto que se puede demorar hasta un día. Además, presumo que es peligroso. Son principalmente los propios colombianos quienes se aventuran en tal travesía. Y los viajeros reales, para quienes el viaje en sí es un imán de atracción ineludible y por el cual vale la pena correr toda clase de riesgos. La gente común no está acostumbrada a ver turistas en los autobuses que van a Cartagena desde tan lejos. Eso puede representar una desventaja o una ventaja. En mi caso, fue siempre una ventaja. Una ventaja cuando me di cuenta de que yo era el único extranjero en ese camión y las personas me trataban como un curioso cachorro perdido en busca de refugio. Y una ventaja cuando, en el trayecto de regreso, los policías pararon el autobús e hicieron que todos los hombres se identificaran y bajaran del camión, menos a mí, que me dejaron tranquilo una vez se percataron de mi pasaporte con sus respectivos sellos, al tiempo que una pareja de ancianos miraba inquisitivamente al oficial, como listos para saltar sobre él al menor atisbo de peligro. El domingo 30 de enero se supone que tengo dos citas, pero ese día, a las ocho y media de la mañana tomo un taxi rumbo a la terminal de autobuses. Pasamos de frente al bar-prostíbulo donde quiero creer que me espera aquella dulce muchacha de cabello corto y piernas larguísimas. El establecimiento está abierto. No hay portero. Parece muy tranquilo, hasta diría que solitario. Quizás en el fondo Carla estaba ahí porque era tan solitaria como yo, y por eso mismo me espera. También pasamos por la calle donde se para Blanca a atrapar clientes acariciándoles el pantalón, si bien ahora no me agrada la idea de tener que recorrer ese sitio, el cual estaba evitando. Y justamente, al doblar la esquina, empiezo a divisar a lo lejos lo que más temo. Por un momento me viene a la cabeza la idea de agacharme para que ella no me vea, como en las películas, aunque no es porque piense que, al notarme, se tirará de cara al coche para que se detenga, abrirá la puerta desesperadamente, y a rastras me obligará a casarnos, más bien es por una cuestión de vergüenza, lo cual tampoco entiendo. ¿Por qué me apena? ¿Por qué me apena tanto el pensamiento de verla a los ojos? Afortunadamente no voltea hacia el taxi. Mientras me escurro a su lado, Blanca se mantiene firme mirando al frente, con un rostro que yo juzgo de tristeza, un rostro contra el cual seguro yo me estamparía de lleno como si fuera a 100 kilómetros por hora. El taxi llega con retardo y yo corro para alcanzar el autobús. Una vez me sitúo en mi asiento, el camión arranca. La suerte sin duda es de quien la busca. El camino hacia el norte de Colombia sería digno de una buena road movie latinoamericana. Uno es espectador, en el transcurso de un día, de un álbum de ecosistemas que hacen preguntarse constantemente al viajero si es que aún sigue en el mismo país. Hay zonas de alta montaña donde se concentran mares de vegetación tropical, ciudades de árboles frondosos hasta donde alcanza la vista, hasta donde sea capaz de llegar antes de toparse con una puesta de sol. Es tanta la abundancia que uno pensaría ver este tipo de hábitat durante 24 horas si no fuera porque, cinco horas después de iniciado el viaje, se abandona la altitud de la montaña y se desemboca en una vasta pradera seca, sin nada en su superficie que detenga la vista y le impida perderse en el horizonte anónimo. Se es afortunado si se miran rebaños de vacas, pero la mayor parte del tiempo no hay nada en esa amplia estepa adormilada. Justamente en un punto en medio de esta suerte de desierto el autobús hace su primera parada. Nos encontramos en “El fogón paisa”, un restaurante que debe estar ahí única y exclusivamente al servicio del autobús, pues, ni al este ni al oeste, ni al norte ni al sur, es posible apreciar otra cosa que no sea un camino de asfalto rodeado a ambos lados por un pellejo verde de estepa. Ninguna persona viviría aquí, me digo. Cómo se puede pasar del todo a la nada al cabo de unas cuantas horas en la impredecible geografía latinoamericana. Al llegar a Medellín nos recibe por la ventana un ancho río de agua oscura. Ya en la Medellín profunda, pasamos al lado de una calle de prostíbulos atascados de gente, incluso más de los que hubiera presenciado en Bogotá. Pero luego de salir de esta ciudad, y caída la noche, no hay otra cosa que admirar que no sea una larguísima carretera apenas iluminada por una serie de lámparas públicas separadas entre sí por varias decenas de metros de distancia. Cada vez que nos encontramos frente a una de estas solitarias luminarias (deben ser los seres más solos de todo Colombia) me asomo para intentar identificar lo que vive entre las sombras. La mayor parte de las veces se aprecian campos de cultivos, o praderas desiertas. Pero de cuando en cuando la lámpara revela que a su lado existe una pequeña casa, allí, aislada, incomunicada, a la mitad del más profundo vacío que uno se pudiera imaginar antes de que empiece a doler el pecho. Inevitablemente me cuento una historia en la que estoy viviendo en ese lugar. El único habitante de esa choza diminuta y humilde. Nada ni nadie a mi alrededor. No tengo visitas. Paso el día en las labores rústicas que aseguran mi existencia. Por las noches, la oscuridad y la soledad se sienten como una loza que cayera con todo su peso sobre el techo de la casa. Después de haber cenado frente a un pequeño televisor, prendo la luz de la ventana y es como una lágrima iluminada en la mejilla de la Gran Noche. Me asomo porque tengo el hábito de mirar hasta ver un autobús. Mirar cómo me sobrepasa y me olvida en apenas tres segundos me hace sentir un poco menos solo. En ocasiones debo imaginarme siendo una persona que va sobre ese camión. Y me pregunto, con una nostalgia de los mil demonios, ¿de dónde viene? ¿A dónde irá? ¿Cuál es su historia y por qué está aquí? Llegado a este punto, los pensamientos me perturban y decido proseguir el viaje escuchando en mis audífonos a Elliott Smith. Dejando Medellín aborda una mujer como de 25 años. Es muy linda, y le toca sentarse al lado mío. No recuerdo bien en dónde se baja, pero ciertamente no llega conmigo a Cartagena. Lo que sí sucede es que pasa la noche a mi lado, mientras yo me distraigo viendo el paisaje de una carretera ensombrecida e interminable. (Suena de fondo “Dancing on the Highway”). A ella parece sorprenderle el hecho de que, dado su atractivo, decido no hablarle ni una sola vez durante nuestras horas juntos. Llega un momento en que me mira con una sonrisa irónica y condescendiente, y después se echa a dormir, cubriéndose con una cobija. Pienso, al verla ahí, dormitando, tan sola como yo, que hablar no siempre es una buena idea, no siempre es un imperativo de dos almas solitarias que el azar ha hecho coincidir sobre la carretera. Entonces recuerdo a la prostituta en Bogotá con quien terminé discutiendo e insultándonos por el hecho, precisamente, de querer sobrellevar una conversación hacia un extremo inútil. No te echo a mis amigos de allá afuera porque yo sí soy decente, me dijo en aquella ocasión. Y también, tú eres como esos machos mexicanos de las telenovelas. Desde hoy voy a creer que todos son como tú. Las mujeres… Todavía sigo pensando en ellas tirado sobre la arena de la playa de Cartagena. Llevo mi chamarra de cuero y estoy tumbado sobre la arena de una playa prácticamente vacía. Garabatero los nombres de ellas en la tierra. Escribo uno y después lo borro. Uno tras otro hasta llegar al último, el nombre de la mujer por el que este viaje inició en primer lugar. El motivo de todo. Ese no lo borro. A ese lo dejo hasta que se lo lleva el mar. 8 Camino de regreso, el autobús hace parada en una región de selva y clima tropical. Todos bajamos y tomamos asiento en un restaurante rústico y pintoresco. Todos buscan con quien sentarse a comer, menos yo. En las sillas de afuera se ha sentado el chofer, su ayudante, y varios pasajeros. Hablan animosamente. Yo me arrimo a la esquina y espero mi comida. Creo que al verme ahí solo me transparento con los árboles y las hojas de fondo, pues soy el último al que sirven. Pido un caldo de res. Mientras estoy comiendo, mi reojo aprecia el sutil movimiento de un cuerpo, el sonido de un andar delicado y subrepticio. ¿Qué será? Cuando por fin me decido a voltear es demasiado tarde. El pico de la guacamaya me ha robado un pedazo de papa. Recuento de un viaje a Bogotá, hace ya varios años. Ningún nombre de los que aparecen aquí es inventado. Todo, incluyendo los hechos, aspiran a alcanzar la máxima verosimilitud que mi memoria puede autorizar.
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