Mimeógrafo #123 Agosto 2023 Factor comúnSergio Gaut vel Hartman (Argentina) La casa no estaba mal. Tal vez tenía más habitaciones de las necesarias y un carácter lúgubre que podría corregirse con flores y plantas y algunos chicos corriendo por los pasillos y el patio. Me pregunté si tendría ocasión de hallar algo mejor y también a cuantos otros empalagosos vendedores inmobiliarios tendría que soportar antes de dar con la casa ideal, el lugar soñado.
—¿Qué tal, qué le parece? —dijo el vendedor frotándose las manos. Había fabricado una sonrisa tan falsa que amenazaba con perpetuarse en su rostro, condenándolo al rigor mortis en vida—. No tendrá ocasión de hallar algo mejor —insistió tras leerme los pensamientos. Trucos de vendedor, sospeché; soy demasiado infantil en esas cuestiones. Iba a replicar, lo juro, pero en ese momento sonó el teléfono móvil del tipo quien, tras musitar una disculpa, se retiró a la habitación contigua para atender la llamada. Quedé solo y me dediqué a observar los techos, altos y blancos. Unas molduras de yeso marcaban nítidamente la separación con las paredes, feas, pintadas de apuro. Pensé que era una casa original, estrafalaria, tal vez urdida por un arquitecto esnob. Avancé unos pasos hacia la habitación siguiente, alejándome del vendedor. El lugar parecía en cierto modo ilógico, y me evocaba un cuento que había leído tiempo atrás. Por un momento pensé que podía quedar atrapado en esa geografía singular, perdido en espacios con los que no estaba familiarizado en absoluto, pero alejé esos argumentos tontos de inmediato. El vendedor seguía hablando, tal vez discutía o recibía instrucciones para rematar la operación, por lo que volví a centrar mi atención en la casa. Había demasiadas habitaciones, me repetí; las paredes rezumaban humedad, los pisos estaban desparejos y la ventilación era escasa. Esas razones me llevaron a decidir que tenía suficiente como para terminar allí mismo con todo el asunto. Me acerqué a una puerta y la abrí. Daba a una pieza vacía. Volví sobre mis pasos y abrí otra puerta. Esta habitación, más pequeña, estaba poblada por dotaciones de muebles apolillados y decrépitos, malolientes; sentí náuseas. A punto de desembocar en un patio en el que se había acumulado una masa de luz dorada, advertí una puerta disimulada tras una cortina azul raída y sucia. Vacilé entre salir al patio, a ojos vista el final ciego de la línea, ya que no podía existir un número ilimitado de habitaciones o concentrar mi atención en esa puerta. Venció la segunda idea. Tanteé el picaporte tras la cortina y sentí la frialdad del bronce; tal como imaginaba, no estaba cerrada con llave; ninguna de las puertas de la casa lo estaba, después de todo. La abrí y me enfrenté a la primera sorpresa. La suposición natural, no sé por qué, había sido pensar que la habitación estaba vacía y que la luz del patio se colaba oblicuamente por una ventana, iluminando partículas de polvo y delimitando un trapecio de claridad en el piso oscuro. No era así. La pieza no tenía ventanas. La crudeza blanca de varios tubos fluorescentes resplandecía sobre los objetos negándoles el derecho a la sombra. Pero esos detalles no eran ni de lejos tan extraordinarios como lo demás. Sentado en una silla de respaldo alto, con los codos apoyados en una mesa de madera y los puños bajo el mentón, había un hombre de edad indefinible, con el cabello canoso y una red de arrugas en el rostro que parecían remedar el laberinto de la casa. Miraba hacia la puerta, como si me hubiera estado esperando, pero al verme ni siquiera parpadeó. —Buenas tardes —dije—. No sabía que hubiera alguien aquí. —Buenas. Soy Juan Salvo —dijo, arrastrando las palabras. Mencioné mi nombre y él se encogió de hombros. Permanecí unos segundos clavado en el piso, prestando atención a los ruidos, apenas roces, que se producían en una habitación contigua que se comunicaba con la que estábamos por una abertura sin puerta. —¿Hay alguien más? —dije señalando la abertura con el dedo. —Sí —dijo Salvo—, Guevara; está preparando mate. Aguardamos a Rosa para empezar. —Pareció observarme con mayor atención durante un segundo, pero perdió el interés de inmediato. —A usted no lo esperábamos. ¿Tenía que venir? ¿Quién lo mandó? —Las palabras denotaban suspicacia y recelo, pero el tono cansado desmentía cualquier matiz en esa dirección. No supe qué contestarle, por lo que me situé a la defensiva, con la guardia bien alta. —¿Quiénes son ustedes? —pregunté, siempre atento a lo que el tal Guevara hacía en la habitación vecina; por lo visto no tenía ningún apuro. Dos o tres veces escuché tintineos, como si golpeara una cucharita contra un vaso. —Ya le dije: Rosa, que llegará de un momento a otro, Guevara y yo, Salvo. Siéntese, no se quede ahí parado. ¿Seguro que no lo mandó alguien? A lo mejor Guevara sabe. Detecté una silla idéntica a la que usaba Juan y la arrastré sin miramientos hasta ubicarla junto a la mesa. Me senté a un costado, de espaldas a la pared que daba al patio y de frente a la arcada por la que, de un momento a otro, aparecería Guevara. —Usted cita los nombres de esa gente —dije—, y el suyo propio, pero a mí no me dicen nada. ¿Tendría que conocerlos? —Para mí tampoco significa nada el suyo —dijo Salvo—. ¿Qué importa? Si yo le dijera que Guevara y Rosa son luchadores, personas que han imaginado un mundo mejor y tratan de forzar las cosas para que se concrete, ¿cambiaría algo? Miré a Salvo desorientado, buscando en mi memoria una razón lógica para encajar el disparate que el hombre sugería. —Espere un momento —balbuceé—. Si lo que usted dice fuera cierto estaría hablando de personas que murieron hace años. Ese Guevara murió en Bolivia, en el monte, hace tiempo. Y ni siquiera me atrevo a pensar que la Rosa que menciona sea la revolucionaria, la alemana de principios del siglo XX que luchó... —Es polaca, no alemana —dijo Salvo. —No es, fue. Está muerta —insistí—. Rosa Luxemburgo. —Paladeé el nombre, un nombre épico, como Dolores Ibarruri, como otras damas quijotescas de la historia. El tipo estaba loco. —Vivo, muerto —dijo Salvo moviendo la cabeza—. ¿Usted qué sabe? —No esperará que crea que es un fantasma. —Traté de reír, pero mis labios se torcieron de un modo anormal y formaron una mueca despectiva. —Por el momento, amigo —dijo Salvo—, no espero nada. —Salvo me pareció en ese momento agobiado por un cansancio mayor del que cualquier hombre pudiera soportar, como si una lucha larga e inútil lo hubiera consumido. Iba a replicar; soy una persona racional y esa clase de supersticiones me alteran hasta lo indecible, pero los hechos no se dieron como yo pensaba. Un estrépito me obligó a girar la cabeza. La pared sin ventanas se abrió como si fuera el diafragma de una cámara fotográfica. Chis, chas. No se vio el patio en ningún momento, y de todos modos lo que pude percibir fue, como un fogonazo, que un volumen oscuro atravesaba el iris con paso firme, como si la pared directamente no existiera. Cuando pude girar todo el cuerpo descubrí junto a mí a una muchacha joven, de unos veinticinco años, tal vez menos; era menuda, de tez muy blanca y se movía nerviosamente, como si le faltara el tiempo para hacer todo lo que tenía planeado. —Hola, Rosa —dijo Salvo, tan inexpresivo como siempre. —Hola, Rosa —repetí; podía darme el lujo de ser educado. Estaba fascinado por la idea de que esa mujer fuera la mítica Rosa Luxemburgo, la fundadora del espartaquismo. Pero Rosa había sido asesinada en 1919, ¿cómo era posible...? La muchacha me miró entre sorprendida e irritada. Por lo visto no le hacía gracia que un intruso ocupara un lugar en torno a la mesa, y menos que la tratara con familiaridad, como si la conociese de antes. Puso los brazos en jarras, en una pose tan afectada que parecía de una heroína de película y me señaló moviendo la barbilla. —¿De dónde salió, éste, quién es? —dijo con un fuerte acento alemán, lo que confirmó, de alguna manera, lo que había manifestado Salvo. —Debe ser uno que visita la casa para comprarla —dijo Guevara, saliendo de la otra habitación con un termo bajo el brazo y una calabaza forrada de cuero en la mano izquierda. No me miró; tal vez miraba más allá de la pared, el patio, o más allá de la casa, un paisaje invisible para mí. Por lo visto esa gente sabía y podía cosas que me estaban vedadas. Guevara se sentó y le hizo un gesto a Rosa para que desarmara ese gesto tan adusto, semejante al que emplea un fanático cuando está con alguien que no profesa su fe. Después apoyó la calabaza en una diminuta cesta de mimbre y vertió el agua en un chorro único y preciso, demostrando que tenía el pulso entrenado; dio tres largas chupadas sin mover el recipiente y volvió a cebar, empujando la calabaza hacia Salvo. —¿Nos sirve para algo? —dijo Rosa. Aunque se le habían ablandado un poco los rasgos, la hostilidad de la muchacha podría haberse pescado en el aire de un manotazo. Sentí el impulso de levantarme de un salto y salir sin saludar, pero el misterio era demasiado precioso, como una gema. —¿Tienen una misión? —Lo dije sin pensar, una intuición pura como el agua pura; una intuición absurda y sin fundamento. Pero los tres alzaron las cabezas y clavaron los ojos en mí. Hasta Salvo pareció perder la piel de abulia que lo envolvía y Guevara apoyó el termo y Rosa adelantó el cuerpo pequeño, casi rozándome. —¿Qué sabe de todo esto? —dijo Guevara—. ¿Quién le habló de nosotros? —Todos tenemos alguna guerra por pelear —dije, ciego, esperando que ese camino llevara a alguna parte—. Estoy buscando la mía. Suspiraron aliviados, los tres; fue casi cómico. Salvo sacudió la cabeza y me pareció que sonreía. Rosa puso su mano en mi brazo y apretó, como si deseara borrar con ese gesto toda la desconfianza previa. —Dudo mucho de que esta sea la suya —dijo Guevara. Volvió a echar agua en la calabaza y me la tendió. Aunque no suelo tomar mate acepté. Intuía que si me plegaba a los manejos de esa gente aumentarían mis posibilidades de entender lo que estaba ocurriendo. —Para saber si estamos en la misma guerra —dije, al azar—, habría que definir primero quién es el enemigo. Contra lo que esperaba ninguno me contestó. Tal vez mi pregunta había sido demasiado directa y eso me colocaba de nuevo bajo sospecha. ¿Los estaba espiando? Yo sabía que no. Rosa soltó mi brazo; sólo en ese momento advertí que había estado apretando de tal modo que sus uñas atravesaron la tela de mi camisa. Guevara se preparó como si se dispusiera a disertar ante un conjunto de jóvenes ansiosos e ignorantes. —¿Sabe qué pasa? —dijo por fin, aunque sin mirarme, tras dar dos largas chupadas—. El enemigo... no importa mucho quien es el enemigo. Podemos juntar las cabezas y creer que el enemigo es uno solo, y en cierto modo es así, pero la lucha debe darse en cada punto, en cada intersección, ¿entiende? Entonces importa menos. Usted luche su propia guerra y cada uno de nosotros hará algo parecido. Hemos coincidido por casualidad; tal vez ni siquiera pertenecemos al mismo tiempo, todavía no lo pudimos averiguar. En realidad sólo nos juntamos a tomar mate. —Se rió de un modo extraño. —No se le escapa que no entiendo de qué está hablando —dije. —No, no se me escapa —dijo Guevara—. Era una posibilidad. ¿Sabe quién soy? —¿Tendría que saber? ¿Es alguien... importante? Si usted fuera el mismo Guevara... sería imposible. —No quise decir que ese Guevara estaba muerto; me pareció una grosería. Guevara sonrió. Después se palmeó el muslo. —Juan sabe mucho más de esto que Rosa y yo porque él existe en otro plano, independiente, más cerca del conocimiento central —dijo—. Dice que en algunas líneas soy alguien importante, tal vez decisivo, o por lo menos influyente. Pero las líneas son eso, líneas. Usted recorre un pasillo, abre una puerta y entra a una habitación. Tal vez estoy, tal vez no. Quizá triunfé o fui asesinado o no nací, ¿entiende? —No. ¿Por qué no me lo explica él? —dije señalando a Salvo—. Si usted mismo acepta que sabe mucho más que usted. —Estamos perdiendo el tiempo —dijo Rosa. Había recompuesto su expresión anterior, aunque potenciada por una urgencia que salía del temor, como si toda la escena corriera el riesgo de reventarse como una pompa de jabón. —El tiempo no se pierde —dijo Salvo—, somos nosotros los que nos perdemos en el tiempo. —Me estaba cansando de esas frases vacuas, deliberadamente enigmáticas, formadas para impresionarme. Empecé a pensar que, más allá del truco de Rosa y la pared, de las menciones a la guerra o lo que fuera que se proponían hacer, un acto terrorista, una emboscada, un asesinato, esa gente disimulaba una operación concreta: ocupar la casa para utilizarla como base para sus actividades, o algo por el estilo. El recuerdo de los tiempos del Proceso me llegó de golpe y tuve miedo. —¿Tienen la autorización del dueño o de la inmobiliaria para estar en este lugar o son unos vulgares intrusos? —Mi frase sonó insulsa, y ellos, los tres, aún antes de terminar el párrafo, comenzaron a reírse. —Si supiera lo vencidas que suenan sus palabras —dijo Guevara cuando pudo serenarse—. Esto es un punto de inflexión, una anomalía. ¿Se cree que algo tan nimio como usurpar una casa puede prevalecer sobre el fenómeno que nos hace coincidir, aquí, ahora, a los cuatro? —Hablaron de una guerra —dije, tratando de hacer pie nuevamente. —Usted habló —dijo Salvo—. Para nosotros la guerra, cualquier guerra, pasó a segundo plano hace mucho. ¿Qué guerra se cree capaz de imaginar? ¿Una con soldados, aviones, tanques, misiles? Siento desilusionarlo; no tenemos esa clase de guerras en existencia. —A las palabras de Juan concurría un índice tan elevado de amargura que por un momento creí que iba a estallar, salpicándome, empapándome de veneno azul, letal. —¿Alguno de ustedes me va a decir con claridad por qué están en este lugar? —Medio me incorporé en la silla; estaba dispuesto a apurarlos y definir, aún a costa de dejar algunos jirones en el intento. —Ya se lo dije —insistió Guevara—, sólo nos juntamos a tomar mate. —Rosa fue todavía más elocuente: desenfundó el dedo y lo apuntó hacia mí, acusadora, aunque supongo que ni ella sabía de qué me acusaba. Dijo dos o tres palabras en alemán, supongo; sonaron como un insulto. —Rosa, por favor —dijo Juan Salvo desganadamente—, dejemos esas zonceras. —Si me explica el truco de la pared —dije sin prestarle atención a la muchacha que seguía gesticulando, a pesar de la reconvención de Salvo, tal vez estancada por falta de palabras en nuestro idioma—, me voy y los dejo en paz. Los encontré por casualidad y no me interesan. Preferiría estar en la biblioteca, leyendo un buen libro. ¿Se dan cuenta? Por otra parte el vendedor me debe estar buscando. Salvo miró a Guevara, como pidiendo ayuda, pero éste hizo un gesto elocuente, restándole importancia. —El vendedor es peligroso, él es el enemigo, ya que lo quería saber —dijo Guevara. Entonces Salvo se levantó y poniendo los puños sobre la mesa habló como un dirigente político que negocia el apoyo a su peor adversario. —Es el tiempo, señor, el mayor impostor, una ficción. Salga de aquí, mientras le sea posible, antes de quedar atrapado en la telaraña de los hechos. ¿Se cree que yo siempre fui esta pálida sombra? Soy un hombre de acción y espero mi oportunidad. Pero usted me perturba, me traba. —¿Quiénes son ustedes? —repetí por enésima vez, casi furioso. Yo también tenía los puños apretados, y a pesar de haber sido siempre una persona pacífica tenía ganas de atropellarlos, de forzarlos a que me explicaran toda la historia. —Ya se lo dijimos —dijo Guevara; parecía ser muy paciente, un tipo acostumbrado a las empresas complicadas. —No me alcanza con los nombres; no sé quiénes son ustedes por conocer sus nombres, los que por otra parte podrían ser meros seudónimos. Se usa mucho, últimamente. Rosa parecía, por primera vez, en paz consigo misma, pero renunció a hablar. —Supongamos por un momento —dijo Salvo— que somos avatares independientes que se encontraron, que por puro azar dieron con el factor común que les permite coincidir en un espacio ficcional, ¿le alcanza con eso? —¿Avatares? Hablan como si esto fuera un juego. No, no me alcanza —dije, y era sincero; estaba tan a oscuras como al principio. Tal vez yo sea una persona limitada para comprender lo abstracto o lo fantástico, pero no conseguía anudar a esas tres personas; quizá no hubiera logrado hacerlo ni aun conociendo sus motivos y pasiones—. De acuerdo, cuéntenme sus historias, una de las tres historias, por lo menos. —No —dijo Guevara, rompiendo un silencio de varios minutos—, no nos queda tiempo. —Trató de verter el agua en la calabaza y descubrió que el termo estaba vacío. Sin vacilar y sin mirar atrás se dirigió hacia la otra habitación. Al verlo desaparecer se me ocurrió que él tenía la respuesta y la escondía, o que me estaba provocando. De un salto crucé el espacio que nos separaba sin que Rosa o Juan trataran de detenerme. Alcancé la arcada y recibí un impacto demoledor: Guevara caminaba hacia un monte de arbustos oxidados, bajo un sol ceniciento y débil; más allá, al costado de un arroyo, se divisaba una especie de campamento en el que algunos hombres y mujeres rodeaban una hoguera. Lo llamé a los gritos, pero él ni siquiera se dio vuelta, como si estuviera transitando un espacio sin conexión. Advertí que había perdido un tercio de realidad, tal vez para siempre, o quizá no era real en absoluto, no lo había sido nunca, ¿cómo saberlo? Giré bruscamente, preparado para descubrir que la arcada que conducía a la casa que había pensado comprar había desaparecido, pero no: la arcada seguía en el mismo lugar; por fortuna no estaba perdido en un universo alternativo, sin posibilidades de regreso. Vacilé un segundo. Lo arruinaría todo si no acertaba con el movimiento correcto, pero tampoco podría seguir viviendo con la duda sobre los hombros. No obstante, cuando volví a mirar la pieza, Rosa y Salvo habían desaparecido. La habitación estaba vacía, como tantas otras de la casa. No había rastros de la mesa y las sillas y un enorme ventanal daba a un patio en el que los últimos vestigios de una luz cobriza se arrugaban como la piel de una fruta que se pudre. La puerta se abrió y alcancé a oír la voz del vendedor de la inmobiliaria. —¿Señor? —dijo con voz vacilante—. ¿Está por aquí? No era posible, nada era posible. Salí al exterior y miré hacia el campamento. Guevara ya me había sacado unos buenos cien metros. Pero la realidad está atada a leyes lógicas, me dije; no puede ser que la gente aparezca y desaparezca así. —Sí, estoy aquí —dije, entrando resueltamente a la habitación. El vendedor suspiró aliviado—. Estaba curioseando —agregué. —Esto da al parque —dijo él señalando la arcada por la que había salido Guevara. Acomodé la idea en mi cabeza. Llamar parque a un monte de matorrales con arroyo propio se me antojaba disparatado, pero era la lógica del vendedor inmobiliario, no la mía o la de los otros tres. —Hermoso parque —dije por decir algo. Me moví para superar la línea del vendedor, pero él me tomó del brazo. —¿Vio algo que no tendría que haber visto? —La expresión del tipo había cambiado drásticamente. Desaparecida la sonrisa de plástico, me miraba con dureza, descaradamente, como suele mirar la policía a un sospechoso. La presión sobre el brazo se acentuó; pensé en Rosa y en que todo el mundo parecía interesado en mantenerme sujeto, no sólo en esa casa y en ese momento. —¿Me va a soltar? ¿Qué se cree? —No —dijo el tipo, obstinado; ahora me costaba pensar en él como un simple vendedor inmobiliario; era otra cosa, sin duda, como había dicho Guevara; el vendedor es peligroso, dijo, él es el enemigo. El vendedor lo confirmó de inmediato, con cuatro palabras enigmáticas y concluyentes—. ¿Quién es la mujer? —¿Qué mujer? No vi ninguna mujer. —No sea imbécil. —Aumentó aún más la presión sobre el brazo y con un movimiento vertiginoso sacó un arma y me la apoyó en la frente. —¿Qué hace? —No estoy jugando; ellos tampoco. ¿No le dijeron que esto es una guerra? Me reí con la mayor naturalidad posible. —¡Usted está loco! Vine a comprar la casa. —Esa fue la idea primitiva, pero las cosas cambiaron desde que se encontró con esos tres. —La contundencia de la afirmación desmoronó mi esquema. Sabía todo, no era un truco; era capaz de leer la mente con absoluta eficacia. Decidí dar un golpe de timón, un manotazo de ahogado. —Ah, esos, iba a preguntarle, justamente. ¿La casa está ocupada? ¿Cómo los saco de aquí? Si la compro, ¿me veré envuelto en cuestiones judiciales? El tipo me soltó y retrocedió un paso, aunque sin dejar de apuntarme con el arma. —¿Qué estaban haciendo? —Están ahí afuera, tomando unos mates —dije con la mayor naturalidad—. ¿No lo sabía? ¿No era que usted lee las mentes? —¿Yo? ¿Cómo lo sabe? —La vacilación duró un instante, pero por lo visto en las zonas francas alcanza con eso. Una pared volvió a abrirse como un diafragma, chis, chas, no la misma, donde ahora había una ventana, sino la que daba al pasillo, pero esta vez pude verlo sin dificultad. Rosa saltó como una pantera y sujetó la mano del vendedor que empuñaba el arma. Pero eso no fue todo. Hubo otro chis, chas, en el techo, y Salvo se descolgó en cámara lenta, como si se hundiera en un gran volumen de plumas de cisne. Esa morosidad no parecía ser importante, ya que el vendedor estaba paralizado. Su rostro había quedado congelado en una expresión de atónito terror, como si su cerebro fuera incapaz de ordenar otra cosa. Salvo blandía un cuchillo de monte de hoja muy ancha, y lo usó para abrir al tipo del ombligo al cuello. —¡Guarda que sale! —anunció Salvo. Del interior del vendedor salió una criatura monstruosa, un esferoide de color azafranado, un ser que no se parecía a nada que viviera en la Tierra. El monstruo no tenía extremidades y se precipitó torpemente, cayendo al suelo sin hacer ruido. No sabía si sorprenderme por lo que estaba viendo o por la forma en que Rosa y Salvo manejaron la situación. Me pareció increíble que la criatura se alojara en el interior del cuerpo de un humano y que, tal vez, no sé, conjeturo, hubiera tomado posesión del mismo para manipularlo. —Salga, si es impresionable —dijo Salvo—. No miento si le digo que lo que sigue es bastante desagradable. —Iba a preguntar qué quería decir con eso, cuando Guevara volvió a entrar por el mismo lugar que había usado para salir. Traía una bolsa de plástico negro y sin dar ninguna explicación vertió el contenido sobre la criatura. Una cascada blanca cayó sobre el esferoide, que empezó a menguar, al tiempo que se desgajaba, tornándose gris y despidiendo un olor nauseabundo, el mismo que había percibido en la habitación llena de muebles. —¿Es sal? —dije, estúpidamente. —Es cocaína —dijo Guevara—. No es una guerra barata. Cada uno de estos bichos nos cuesta una fortuna. —La criatura no tardó en quedar reducida a un montón de cenizas. Salvo se acuclilló para remover los restos con el cuchillo. Rosa se ocupó del vendedor, pero yo tuve que apartar la vista; parecía como si el monstruo que había albergado en su interior le hubiera devorado los órganos. Decir que el tipo estaba muerto era una inocentada. —Así que esta es la guerra —dije. —Una de las guerras —dijo Salvo. —Me usaron miserablemente —protesté—. Sabían que el tipo vendría a buscarme; estaban cebando la trampa. —Cebar trampas, cebar mate —dijo Guevara—. Qué se le va a hacer. Hay cosas peores. ¿Sabe lo que pasaría si estos logran reproducirse? —No, pero lo imagino. Veo una legión de vendedores inmobiliarios avanzando sobre las grandes capitales. —¿Es estúpido? —dijo Rosa. Cuando se enojaba el acento alemán se hacía muy ostensible. Por un momento creí que podía saber quiénes eran realmente esos tres, aunque la historia jamás fue mi fuerte. Tal vez eran nomás los de los libros, con nombres y apellidos y hazañas completos. —No soy amigo de dar consejos —dijo Guevara—, pero le voy a dar uno: no compre la casa si no quiere vivir en medio de un campo de batalla. —Juntó lo que quedaba de la criatura utilizando la bolsa de plástico en la que había traído la cocaína y lo envolvió sin tocarlo con las manos. Después sacó un rollo de cinta de embalar y le dio varias vueltas. Todo el paquete no abultaba mucho más que una pelota de fútbol. —Me sacaron las ganas. —Traté de sonreír y no pude. —Entonces no sé si nos volveremos a ver —dijo Salvo tendiéndome la mano. Se la estreché. Rosa movió la cabeza y fue la primera en salir de la habitación. Chis, chas, ya saben. —Lo mío es un poco más complicado —dijo Salvo—. Sólo funciona cuando no queda nadie. —No pregunté más; seguramente el techo, convertido en una gran boca, se lo deglutiría. Vi que Guevara salía por la arcada, como todas las otras veces y un par de piezas encajaron: sólo podían encontrarse en ese lugar, en ese punto de intersección y por eso habían necesitado que yo atrajera al vendedor. Igual me sentí una porquería. Salí de la casa y me propuse seguir el consejo de Guevara al pie de la letra.
0 Comentarios
Deja una respuesta. |
Archivos
Marzo 2024
Categorías
Todo
|