Una jaguar letradaCírdan Ápeiron Amanecía con los albores verdeando el camino serrano, desecho a machetazos en medio círculo por un par de cazadores del ocio furiosos; un jaguar escurridizo se había burlado de ellos, una novedad acostumbrada en su caza furtiva; en un inmenso charco lodoso, ya vuelto barro seco, con las garras perladas ese felino escribió: “Huyan de sí mismos”, una garra solitaria sangrienta estaba junto a esa advertencia montesa que las albas verdosas estallaban en esas letras siniestras, ilógicas para aquellos que dudaban de la inteligencia natural; solo se conocían a ellos lo suficiente para perderse en la sutil ironía de un hecho fantástico, revelador. —Ya lo espío todas las noches de estrellas desiertas, y nada; dispersas, pisadas, lloviznadas, azuladas. Descartamos la posibilidad de que algunos de los habitantes en este pueblo tengan una temeridad tan inhumana para arrebatarle mientras duerme una de esas garras mortíferas, letradas. Además que son analfabetos del castellano; nos entienden por el anciano traductor, ese narrador de leyendas escribe una nueva cada que se baña en el río nocturno —el cazador danzaba los bigotes negros con rabia. Vestía como un vaquero o un austero hacendado, parco de palabras, derrochador en el verbo plomado de la escopeta, el arma valía más que su cabaña heredada. —Sí, tío Demetrio, no son ellos. ¿Recuerda la leyenda familiar? ¿La de sus ancestros indígenas? —el viejo rechoncho, con un gesto de indignación se echó para atrás a un extremo de su zarape blanco con estampados de jaguares negros. Le molestaba recordar sus orígenes indígenas; con un fanatismo místico les culpaba por su miseria pueblerina al heredarle esa cabaña entre higueras trinadoras y susurrantes de historia ancestral. —Ya basta jovenzuelo. ¿No creerás en esa leyenda del jaguar sabio, conocedor del lenguaje sideral como del que lees en ese charco fangoso? Además, en todos estos años escribe la misma amenaza, ¿por qué a nosotros? Otros le quieren matar —el viejo gordinflón, sentado en la mecedora puesta entre las hamacas del corral, echaba con furia su sombrero de palma al suelo terregoso y desgarrado. —Tío Demetrio, en ese relato el animal era hembra una estrella caída vuelta jaguar negra, moteada con lunillas blancas. No nos teme, ¿para qué huir de nosotros mismos y no de ella? ¡No soporto esta intriga selvática, histérica! Vayamos de nuevo al anochecer por esa fiera, acompañados del amuleto familiar; me refiero al collar de hilillo blanco que cuelga la garra de oro azteca —el joven vestido como su tío, le brillaban los ojos azules, ajenos en esas facciones morenas y originarias de sus antepasados constelados. Recostado en una hamaca, jugaba con el gatillo del rifle sin bala, apuntando a la entrada de la cabaña inhóspita que rugía solo para sus oídos de canto florido. La luz estelar incendiaba la mirada del joven cazador que despertaba con serenidad en la hamaca que se mecía con astucia bestial. Colgada entre un par de palmeras coqueras del extremo en donde él apoyaba su cabeza ensombrerada, parada sobre sus dos patas negras el jaguar le columpiaba en un equilibrio circense. Se habían quedado dormidos, pensando en volver a cazarla en los montes de la serranía de huellas infinitas. Amodorrado se cayó de la hamaca aún por ella mecida. De espaldas en la tierra lodosa, lloviznada miró al jaguar meciendo su ausencia durmiente. Pensó en correr hacia el interior de la cabaña para recoger el amuleto, pero esa felina ya lo tenía colgado en su cuello moteado. Volteó hacia la otra hamaca pero la mecedora estaba vacía. Detrás de él estaba su tío hincado con una enorme cruz de madera, orando con la torpeza cobarde de un ateo cazado por un suceso irracional. “Decido la fe de los míos, los seres en maíz divino insolados”, con su mano frágil del incontrolable temblor, hincado escribió sobre la tierra lodosa: “¿para que huir de nosotros mismos?”. La lluvia seguía empapándolos. El jaguar dejó de jugar con la hamaca para ponerse de cuatro patas y caminar hacia el joven, silencioso de asombro. Al mirarlo, las manchas centrifugas en su piel oscura se azulaban. Girando al mismo ritmo frenético, la pata garrada escribía sobre el trozo de tierra menos mojado frente al humano ignorante de sí: “Porque ustedes están destinados a traicionarse, por la ambición absurda de matarme”, lo escribió con una velocidad certera e inequívoca. La fiera le miraba con sus ojos celestinos mientras el mestizo sentía la punta helada de la escopeta sin temblor ni arrepentimiento sobre su nuca sin sombrero. Al caer, cayó justo donde pisaba su tío la tierra baldía, traicionera. El viejo Demetrio, de pie, con esa cruz bendita metida en el cinturón de cuero vacuno, oraba en nombre del divino por la locura de su sobrino y al mismo momento le perdonaba el haber dejado su rifle en la hamaca enredado. Se escuchó cargarla, pero el sobrino nada reclamó porque miraba sin rumbo al jaguar legendario. La garra dorada en su pecho aterciopelado brilló hacia las hojas lluviosas de las higueras. Cayeron cuatro de ellas, doradas y afiladas, sobre el pecho del cazador traidor. —Te aliaste con esa incivilizada que no es de tu especie —dejó caer la escopeta frente a su sobrino. Caminó en dirección a la mecedora, cayendo sentado en ella. Se mecía con la cabeza gacha, volviéndose una estatua de piedra enlodada con color carboncillo. La cruz en su cintura se volvió junto con las hojas clavadas en un collar de cuatro esferas blanqueadas, girando la luz lunar. —No, tío, moriste con la soledad destructiva de tu especie. Jamás quise matarla por hastío, sentía comprenderla en su amenaza a la humanidad y sus rituales caníbales con su mundo parlante de lenguajes siderales —en pie, miraba al traicionero mecerse armonioso, cazado por una silvestre letrada. Se volteó hacia el charco lodoso para mirar, como poseído de euforia paranoica, a la jaguar escribiendo con sus garras bajo la lluvia de hojas doradas: “Soy el final en esa leyenda; bésame para ser de rostro humana, luego muerte enamorada”. El cazador se disponía a escribir sobre el lodo cuando contempló a esa fiera con un rostro de mujer indígena; sus ojos eran como astros lejanos en su piel morena y sonreía efímera al mover sus orejas felinas. Él sintió un amor repentino hacia ella, que por primera vez se enamoraba en su vida solitaria. Gateando hipnotizado, besó a una jaguar con rostro de princesa azteca. El amuleto onduló impasible sobre el cuello amante e inmóvil; los degolló besándose de sí abstraídos. Cayeron enlodados un par de jaguares negros con rostros de príncipes aztecas. En la mecedora, un collar solitario, colgado de la cabecera podrida, sangraba sus cuatro perlas de maíz blanco. Un par de quetzales negros, moteados con lunillas blanquecinas, descendieron entre las hojas doradas en las higueras serenas. La lluvia cesó. Medio arcoíris a rayas rojas y doradas adornaba el plenilunio en pleno éxtasis luminoso. Las aves aterrizaron sobre los cadáveres felinos que cubrían con sus lomos oscuros el charco lodoso. Las hojas luminosas en el pico plateado las mancharon con la sangre de los mestizos difuntos. Sobre sus pieles de muerta seda, escribieron: “El amor se vuelve poesía al rayo de luna”; volaron alrededor de ellos, trinando con el ventear de las higueras, un himno hechicero, tamborilero. Los jaguares ya eran una pequeña montaña de maíz dorado que rugía nostálgica, clareada por la luz de una luna llena distante, tardía. Revista Mimeógrafo
Ejemplar #112 México Septiembre 2022
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