VerbifluoCírdan Ápeiron Llevaba el tiempo necesario sin soñarla para sufrir esa ilusión insostenible, fragmentaria. Se despertó, harto de no morir por su ausencia onírica. Sentado sobre la cama de cabecera renacentista, con las cortinas amarillentas, hinchadas por la luz matinal, se preguntaba con una amargura a fármacos adormecedores y desvelos al escuchar por las madrugadas sin fin a la opera sinfónica: “¿Por qué no comprendo la tragedia de recordarla?
No abrió las cortinas insoladas, le bastó con oír a las pajarillos con ese canto primaveral que se esforzaba por comprender con alas en sus palabras cardiacas, con la razón de recordar con memoria de otra consciencia planetaria, a esos otros mundos desconocidos, apenas por él vislumbrados con caricias verbalizadas, en donde la posibilidad repentina que ella le buscara para amarlo, fuese al menos tan real como fantástica. Seguía mirando a las cortinas cerradas, iluminadas. Se levantó para abrirlas con un arrebato tan antiguo como su pasión dada por muerta. La luz lo cegaba, sin dejarla de recordar abrió las ventanas de cristal corredizas, una multitud eufórica de pajarillos pecho amarillo, volaban cantarinos sobre su cama sin tender, con las cobijas rojas y tres almohadas blancas formando una silueta de mujer acurrucada hacia la espalda en él inmóvil, sin percatarse de ello. Les espanto fuera de su habitación sombría, llenando a su paso de plumas negras a su colección encuadernada de tragedias griegas, enfilada en el estante colocado sobre el escritorio de madera oscura, adornado con lápices y hojas regadas con retratos de mujeres anónimas, idénticas a ella, selváticas, florales. Una de las aves, con su pico pinchó su frente inexpresiva, un beso punzante para despedirlo memorioso. Recordándola, cerró las ventanas junto con las cortinas en luz amanecidas; los pájaros de nuevo cantaban las notas de un arpa mecida por la tempestad oceánica. Ella era imagen y música, en su memoria claroscura. “La recuerdo con una inconsciencia tal, que es el instinto de sobrevivencia combatiente con mi caos suicida” se lo repetía queriéndola olvidar, salvación ficcional. Se miró frente al espejo puesto en la puertecilla de su closet húmedo, lucía sus rasgos caballerescos, demacrados; hace varias noches no dormía, pensando en sí mismo o en los humanos le eran extrañas sombras del pasado, inútiles a su causa fatigada. Vestía con una camisa a cuadros grises y negros, hecha por la melancolía hilarante de un sastre invernal; se ajustaba los pantalones de mezclilla azul marina, acompañados por unos zapatos negros; era un mediodía lluvioso, entre los jardines de rosales blancos que rodeaban la gran residencia familiar con arquitectura gótica, salió jugando con su paraguas color crema, a girar mariposas solares, multicoloridas al ser rozadas por las lluvia o sus lágrimas inesperadas. Era un mediodía tempestuoso, la cafetería ubicada frente a la biblioteca universitaria estaba de seres diurnos casi vacía; la ventisca azotaba con fuerza bestial al toldo color oliva colocado en la entrada principal, “Café la loca incertidumbre” a su espalda paranoica, las cuatro mesas de cristal, giraban sus parasoles centrales y blanquecinos como si giraran al mundo desesperado por encontrar a un par de amantes distantes en su paraíso volátil, edénico. Con su costumbre intacta, cerró el paraguas, girándolo en un par de vueltas coquetas; silbando una cancioncilla romancera, entró a la última mesa de la cafetería, la que estaba arrumbada, distanciada de las otras mesas vidriosas. Su silla estaba vacía, en la otra la miró a ella sentada, mirándole como a un niño fugitivo de sus brazos inequívocos, lloraba silenciosa. Al mirarla, ya no sufría de las palabras estancadas, muertas a luz de un sol lluvioso. Ellas fluían en esos ojos lagrimosos, inextinguibles para él, que al mirarlos, unía a sus seres del pasado y el futuro quimérico, para ser en ese momento una realidad poetizada, sin relojes ni memorias desfiguradas. Se sentó en esa silla de austeridad metálica con cabecera de rejillas altas. Ya no llovía, pero lloraban los dos al mirarse sonriendo pueriles mientras la mesa de cristal era trastocada por un lejano rayo solar. La mesera sin querer interrumpir se metió al baño ubicado en la pared contigua a su mesa aislada. No llegó ningún huésped ni testigo a la escena de incertidumbre dramática, enloquecida de realidad improbable, suspiraria. —Pensé que al no buscarme te habías suicidado, harto de recordarme. Me han abandonado todos ellos, los amigos no soportaron mirarme ausente, buscándote en el vacío de mi ser monótono, roto por tus palabras en mí inmortales, fluidas en nuestro llanto o la lluvia solar que ya nos abandonó —calló para tomarlo de los manos heladas; ella vestía pantalones negros, una blusa negra de manga larga, sus cabellos oscuros, se mecían vigorosos sobre sus hombres delgados, como esa silueta esculpida de sensualidad parisina. —Jamás pude volver a soñarte. Para que suicidarme si ni siquiera podía revivirte en mis palabras huecas, moribundas. Imaginé que algunos de tus amigos se volvería tu nuevo amante secreto. No quise buscarte, me bastaba con recordarte pasada y lejana, mirándome distraída al soplarte esos cabellos de mí anochecidos —tomado de sus manos finas, quiso besarle, pero ella hizo un ágil movimiento craneal para evadirlo, luego le besó como si lo haya esperado tanto que termino por no esperarlo. —Me enamoraste por callar hasta ahora este beso verbifluo, mortal —sus palabras de los labios inmóviles, chorrearon un líquido amarillento; con ese olor desprenden las flores en agua marchitas. Pálidos y tomados de las manos, quedaron recostados sobre la mesa de cristal empapada del brebaje orgánico, mortífero. Con las cabezas cercas una de la otra, ladeadas hacia sus labios amarillentos, se miraban muertos o eternos. La mesera dentro del baño se suicidó al nunca ser amada por el errante lírico. La mesa comenzó a llenarse de lotos amarillos y floridos, con voz musical de canarios, susurraban las palabras antes palpitadas, calladas; fluyendo armónicas: “vivimos separados para una muerte ilógica, perpetuada al besarnos en una realidad imposible, viviente en lágrimas verbifluas” debajo de la puerta del baño insonoro, se escaparon un par de plumas negras, volando por si solas hacia los lotos amarillos; al cubrirlas incoloras, la recitación de estos, se mezcló con una tristeza fluyente del verbo floral.
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