El músico se sentó sobre un escaño de metal. Estaba en el parque de Livinio. Reposó su cuerpo delgado allí, por placer. Una vez sosiego, se puso a elevar la conciencia. A solas sintió los silencios. Esto lo rejuvenecía, lo colmaba. De concordia, cerró los ojos para atraer la armonía a su aura. Nada lo perturbaba, ni el vaivén del desconsuelo. Desde lo interno, maduraba con pasividad, permanecía en la serenidad.
De a poco, Ignacio, como así se llamaba este artista, imaginó unos fantasmas de hielo. Los creyó danzando por los tejados. Esta pericia tan inhabitual, le parecía curiosa. A ellos, los vislumbraba vaporosos en medio del oscurecer.
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