Mimeógrafo #123 Agosto 2023 San Juan SalvamentoIntroducción Parte 1 Carlos Segovia Monti (Argentina) 1
Varios meses de invierno y destemplanza habían socavado el carácter de algunos de los hombres hasta el punto de la locura. Uno de ellos, Velázquez, perjuraba haber visto un ánima en pena. Le hablaba en sucesivas noches de ronda, hasta podía describirla, casi tocarla y recorrer su rostro con la mano extendida. Sería, por deducción de los otros, unas de las tantas mujeres que sucumbieron a los naufragios y, sus cuerpos yacen dentro del mar helado en una tumba despoblada de recuerdos. —¡Sí, ya sé, ustedes no me creen!, pero muchas noches me despierto jadeando como si ella estuviera recostada a mi lado en el catre con su tez de un blanco mortecino. Una cabellera roja igual a la sangre. Unos ojos verdes a semejanza de las más preciosas esmeraldas. —Queda en silencio en un rincón sombrío —arguyó Velázquez. Lo interrumpe Rudolf. —¿Me creerán loco? en mis rondas cuando camino por el ala norte junto a la restinga, contando unos ciento veinticuatro pasos con el sol en el poniente, escucho una voz de un hombre maduro qué desde la nada, me incita a matar al prefecto Ramírez. En algunas oportunidades me despierto en las madrugadas con una sudoración impropia para el clima hostil, con una daga en mi mano mirando el catre del prefecto. —¡Sí me pareció una actitud bastante extraña! en algunas noches de insomnio, sentir unos ojos clavados en mi nuca —aseveró el prefecto. —Ya que estamos en una cuestión de deschave —aclara Anselmo—: saben que me crié muy cerca de este faro. En mis cuarenta y siete años de vida he escuchado miles de versiones. De gente que ha visto desde un fantasma, hasta un barco entero. Que han oído ruidos de cadenas y horrendos lamentos. Hace ya unos tres años que ando confinado en el faro. Y hasta que puse un pie en el mismo no creía en nada, ni en nadie. No sé si cayeron en cuenta, que nunca tomo la guardia de las tres de la madrugada. En los primeros años me daba lo mismo. Cualquier hora del día. Hasta que en una guardia, a las afuera del faro, empecé a ver ánimas vagando, como espectros sin ojos, solo una larga cabellera y vestidos muy claros. Soy una persona que se jacta de no tener por ningún motivo miedo. Pero esa noche me aterré. Mis piernas comenzaron a temblar. Unas de esas figuras cadavéricas me rozó el brazo. Un frío me carcomió los huesos. Nunca lo conté a nadie por miedo a las burlas, pero veo que estamos medio hermanados por el faro. —He visto sombras en las ventanas que me miran a los ojos y me siguen hasta mi catre. En Italia nos aferramos al rosario. Traje uno desde el Piamonte y sigo con mi fe intacta —acota Luchiano. El faro fue tomando el cuerpo y el corazón de esos hombres. Sus pensamientos comenzaron a turbarse, retorcerse, implicarse de un modo macabro. Se metió por sus venas junto con los espectros y las ánimas. Los hielos comenzaron a derretirse y varios ríos desembocaban en el faro. Inundando el estuario. Las rondas tornaron con los pies metidos en el agua. Los fantasmas de los naufragios se pegoteaban en el rostro. Rudolf caminaba por el ala sur y sus pies mojados le pesaban el triple. No podía bajo ningún concepto apurar el paso, se sentía tranquilo, la brisa mañanera imbricaba su rostro. Miraba atentamente una formación de gaviotas, hasta que volvió a escuchar una voz más fuerte que la anterior. “Que entre al faro y mate a todos sus compañeros”. Ese fue su último momento en la isla. Ya no quiso entrar. Se despidió de lejos de sus compañeros y saltó al vacío. Después de varios días y una búsqueda incesante, apareció en el ala norte, un cuerpo hinchado y morado. Sin vida con una mirada aterradora envuelto en un velo blanco. El prefecto Ramírez ya no podía seguir en la isla, lo había tocado internamente el suicidio de Rudolf. Varias semanas en un barco, soportando tormentas y el mal del mar: vómitos y dolores interminables de cabeza. Se alegró cuando sus pies se depositaron en el puerto de Buenos Aires. Su mujer e hija lo esperaban con lágrimas en los ojos. Subieron a un carruaje tirado por dos percherones y recorrieron las calles abovedadas de adoquines que producían sonidos huecos en las pezuñas. —¡Por fin! —dijo el prefecto. Estoy en casa. La protección de mi familia, me borrará los malos recuerdos de la isla. Acomodó la valija de cuero en su dormitorio, besó a su mujer y se aprontó a dormir. En la noche, los fantasmas y las ánimas comenzaron a rondar. Como si el faro estuviera pegado a su cuerpo. Sentía sus pies mojados por las rondas, y el viento en su rostro. El frío metiéndose en sus huesos “ya no era el mismo”, el faro lo había poseído. Como a Rudolf, las noches se hacían interminables, veía una y otra vez la imagen del gran ruso saltando al vacío, llevándolo con él. Solo la voz cálida de su hija lo volvía a la realidad y, entonces rompía en llanto.
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