Cielo(Un día más. Parte 2) Carlos Segovia Monti (Argentina) Alimara tomó una ducha en el pequeño receptáculo. Enjabonó su espalda y la espuma blanquecina discurrió hasta perderse entre las piernas. Volvió a tomar la esponja, una vez embebida en el jabón y la apoyó por encima de sus turgentes pechos; el agua recorrió el contorno descolgándose por los ennegrecidos pezones. Su mano, en un acto automático, se deslizó hasta el bajo vientre. Su rostro, como si tuviera máscaras, iba transformándose. Buscó del pequeño ropero, el vestido floreado que tanto le gusta a Baltes y tomó la calle. Subiendo por J.D. Filiberto escuchó el envolvente ritmo de la comparsa, se dejó llevar por el sonido y, casi sin pensarlo, se adentró en la muchedumbre. Comenzó a danzar descalza. Un portuario la tomó del brazo y ella se quiso zafar dando tirones cortos. El hombre estrechó sus labios posándolos en las finas comisuras de Alimara. Ella apoyó las palmas de las manos en el pecho joven y musculoso con todas sus fuerzas y, a los segundos con el intercambio de fluidos, relajó las manos y estas recorrieron el contorno de la espalda viril. Lo abrazó.
—Me llamo Roberto Salustro —dijo, arrastrando las palabras. Ella deslizó una caída de ojos y se acomodó la larga y renegrida cabellera. Roberto intentó ocultar con la palma de la mano el miembro erecto que abultaba el pantalón. —¿Tomamos algo? —preguntó abriendo los ojos. Ella se quedó unos momentos pensativa y dibujó una mueca de intranquilidad. —Mejor lo dejamos para otro día —pensó en voz alta. Al escuchar su voz, se produjo un silencio casi cómplice. —Baltes debe estar por aparecer en cualquier momento en el conventillo —pensó sin mover los labios. Comenzó a caminar apurando los pasos. El hombre estiró la mano y no tuvo respuesta. Un tibio perfume barato se suspendió por unos segundos en la esquina de Bransen y Martín Rodríguez. El hombre dio media vuelta al ya imperceptible aroma. A unas cuadras en el bar… —Mire, ¿cómo me dijo su nombre? —Rolando, Rolando Baltes. —Lo puedo tutear, Rolando —convino, mientras extendía la mano hacia el mozo. —Señores, ¿qué se van a servir? —comentó y acomodó el chaleco negro que brilló con las luces de neón. —¡Cerveza tirada! —¿Y usted, caballero? —Lo mismo —murmuró sin mirarlo. El mozo caminó hacia la barra. —Mire… —dijo tomando por el asa el jarro de la espumante cerveza—, no soy una persona que use muchas palabras, es más, nunca pude terminar mis estudios primarios, pero tengo un don —tomó aire—: sé cómo es la gente con solo mirarla a los ojos. Rolando asintió. —No sé si puedo comprender hasta dónde llegan las fuerzas del mal, pero de algo estoy seguro: que usted la posee, ¿es consciente de eso? —A, este hijo de puta. ¿Quién me lo mandó? Lucifer, el diablo, Belcebú… quién por amor de Dios… quién…— pensó Rolando Baltes. Puso “cara de póker” y se levantó. Deambuló por la calle Ministro Brian hacia el riachuelo y una imperceptible cojera lo acompañó de improviso. Medio cuerpo se entumeció en espasmos. El hombre se paró a su lado. Baltes sintió que su cuerpo rígido se estaba convirtiendo en una figura de yeso, como las que los niños en edad escolar pintan con témperas de colores. Por unos segundos dejó de parpadear. El hombre sonrió complacido y un fulgor intenso se depositó en el iris. Rolando Baltes frunció el ceño y entrecerró los ojos: pensó en números, veía docenas de cifras agarradas a sus temporales como babosas. Quedó fijo en un punto. El número 217 y una palabra se reflejó en el espejo: “Espectros”. Entrecerró los ojos y dejó que se desvaneciera la imagen. Tenía un sueño recurrente: veía dos sillas vacías en el fondo de una cocina y un poni cabalgaba entre los espacios que dejaban las sillas. Sacudió la cabeza y el número 217 seguía rebotando y dando vueltas. Abrió al máximo los ojos. Quedó paralizado. Por el rabillo del ojo vio la crisma blanca reluciente flotar. Restregó los ojos. Dos niños con camisetas azules corretearon por la vereda. Uno de ellos, a simple vista pelirrojo, lanzó una tiza sobre la palabra tierra y saltó juntado y abriendo las piernas hacia el fin de la rayuela. El otro, expectante, lo siguió con la mirada. Baltes inclinado hacia adelante en la silla deslizó los antebrazos en la mesa. Jugueteó con el dedo índice-pulgar describiendo círculos con las yemas que, al rozarse, se detenían en cada una de las huellas dactilares. Miró instintivamente el techo de chapa donde la grasa y telarañas se depositan en cada recodo. Enderezó la silla y acodó la espalda en el sólido respaldo. Uno de ellos -se podía entrever por el vidrio, el más alto- se detuvo en seco y apoyó el mentón en el alfeizar de la ventana. Los cabellos negros se mal acomodaron en la pequeña frente. Sus ojos, por momentos, tendieron a apagarse. Baltes lo miró y el gen del mal (lo oscuro) le recorrió límpido el cerebro. Frunció el entrecejo y dijo para sus adentros: que ese estúpido niño se golpee la cabeza contra el vidrio de la ventana. Estuvo más de un minuto con ese pensamiento. Escuchó con los ojos cerrados, un golpe seco y el vidrio resquebrajarse por el impacto. Dos gruesa líneas discurrían por la frente manchada en derredor a las fosas nasales y dibujaban dos semicírculos que, bajando por la comisura de los labios, comenzaron a gotear. Pasó la mano por la boca y sacudió la cabeza. El niño aún dolorido caminó sin rumbo. Rolando Baltes se transfiguró por el espanto. Se levantó, corrió la silla de madera y caminó rumbo a la puerta vidriada. Una vez en ella, estiró el cuello girando la cabeza y vio una soga blanca (de la que usan para saltar), tirada en la desolación de la vereda. Sintió un olor agrio seguido de uno dulzón al de naranjas en la casa de su abuela paterna. Tuvo repentinas arcadas. El viento del río traía un aroma rancio. Se echó a andar. Estaba a las puertas de la Bombonera. Aquietó un grito y caminó de regreso al conventillo. Un grupo de muchachones sobre las vías muertas fumaban porros. Baltes intentó alejarse, pero una fuerza extraña lo tenía atado a las vías… El grupo, a unos pasos, comenzó a reírse a carcajadas. Baltes los miró despidiendo furia por los ojos. Uno se destacaba por tener el diente emplomado y el rostro cubierto de pecas. Sus ojos negros, ahora enrojecidos, se centraron en un punto fijo. El muchacho de estatura pequeña dejó de reírse y comenzó a temblar, el porro se le cayó de los dedos y una sucesión de arcadas lo hizo revolcarse por el suelo de tierra. Rolando Baltes caminó hacia el conventillo y un aroma agrio y dulce a la vez se aposentó en sus fosas nasales, que se mezclaba con la briza que venía del río. Sintió, sin haber llegado, una presencia en el conventillo. Un aurea a campanillas de pequeñas luces que se reflejaban frenéticas hacía que él fuera otra persona, incluso, a veces se desconocía. La mirada perdida como dos gotas que se empalaban en el alambre, sus ojos negros se tornaron en un gris perlado. Se volvieron a enrojecer al punto de chorear sangre, unas venas varicosas discurrieron por su frente. La noche cerrada entorpecía sus pasos. Tímidas farolas desprendían mustios y enflaquecidos relumbrones y cientos de pequeños insectos revoloteaban en enjambre. Quiso ver entre los reflejos del puerto: ojos relucientes sin rostro, solo dos luces que parpadeaban al compás de la marejada. Pensó en Alimara y caminó decidido en dirección al conventillo. Doblando la esquina de Araoz de la Madrid vio a un gato anaranjado con líneas irregulares blancas que se descolgó del zaguán. Por unos instantes los ojos verdes del animal se aposentaron en Baltes. Éste se sacudió y continuó caminando.
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