Un río de sangre y tripas recorría el suelo pedregoso vertiendo esa masa amorfa en el profundo mar tiñéndolo de bermellón. (Carlos Segovia Monti) San Juan SalvamentoCarlos Segovia Monti (Argentina) 2 En la isla las actividades continuaban con menos integrantes, habiendo distribuido las tareas, recargadas con las rondas. El aislamiento era más llevadero. El incipiente verano traía mejores condiciones para el cuerpo y el espíritu. El sol bañaba las costas y, el deshielo era imponente como si la Antártida sucumbiera a sus pies. Únicamente Anselmo se aventuraba a las heladas y mortecinas aguas. Las enfrentaba con un kayak esquimal de piel de foca con el cual perseguía y arponeaba a lobos marinos; acopiando carne y grasa para soportar el próximo invierno. Al volver a la restinga su tarea era destripar minuciosamente cada parte (con un cuchillo afilado con mango de alce), como un cirujano. Y Luchiano lo ayudaba con la faena. Un río de sangre y tripas recorría el suelo pedregoso vertiendo esa masa amorfa en el profundo mar tiñéndolo de bermellón. El olor a sal y yodo se mezclaba con el agrio y petulante triperío. Una tarde soleada con vientos suaves y mareas bajas era el momento propicio para seguir arponeando y obtener comida; que era almacenada para los inviernos interminables, abominables y desoladores. Anselmo, vestido a puro coraje remaba incansablemente en el kayak. Se había vuelto diestro con el arpón, mientras navegaba con la consistencia de su brazo izquierdo. Icebergs interrumpían su derrotero. Decidió rodearlos. Observaba las formaciones azulinas talladas a caprichos del viento que se perdían en la continuidad de las cristalinas aguas. Estaba absorto en esos menesteres cuando una imagen humanoide se elevó desde lo más profundo de las aguas. Transformó su rostro en pavor. Uno, de los cientos de naufragios, había traído por medio de las corrientes una figura totalmente deformada, hinchada, con la cara comida por los peces como salida del purgatorio. Tal golpe visual hizo tambalear su frágil embarcación al punto de perder el único remo que poseía. Encontrándose a la deriva. El viento comenzó a levantarse y era hora de volver en dirección contraria a su curso. No podía girar la embarcación. Comenzó a remar con sus manos y, a cada remada dolía como si metiera su brazo entre cientos de alfileres. El mar, ya lejos del faro, se había transformado en una fuente con miles de cubitos. Los vientos arrizaban y el kayak aumentaba sus nudos de navegación minuto a minuto. Las manos eran dos bolas moradas. Las sacó de entre las gélidas aguas y dejó que el derrotero haga su curso. La Antártida estaba, cada vez, más cerca. Perdió el conocimiento. Las pocas almas que quedaban en pie en el faro se desconsolaron. Velázquez no podía salir de su asombro. Era como si el faro, tomara un carácter diabólico en toda persona que trataba de pernoctar en él.
Hablaba con el prefecto Anchorena, de lo sucedido. —¿Vio prefecto?, nuestro faro de la salvación se ha transformado en condena. No puedo sacar de mis retinas el momento en que Rudolf saltó al vacío entre las restingas. Y ahora lo perdimos a Anselmo, el único que se aventuraba en esas gélidas aguas por sus años de pescador de centolla. Prefiero morirme de hambre antes de poner un pie en esas aguas escalofriantes —arguyó. —Sí, pero no se olvide que el pobre Anselmo nos proveyó de alimentos para todo el invierno. Estando en la estación más benévola, podemos caminar la costa, pescar desde las piedras y racionar los víveres. Además, solo quedamos tres integrantes. —Quiere decir que si no mandan más gente de Buenos Aires, igual podemos resistir el próximo invierno —acotó. En el sótano del faro trataron de ir acomodando los víveres. Tenían varias bolsas de papas y carne en forma de charqui colgada de alambres en gruesas tiras. En unas bateas grasa de lobos marinos. Serviría para prender los candiles en las frías y desoladas noches. Frijoles en lata, leche condensada y café en bolsas de arpillera. Estaban ya desprovistos de las verduras y frutas que había dejado un barco, meses atrás, por medio de cajones cuando los vientos eran favorables a la restinga. Pero quedaban: un cajón de whisky y otro de ron, tabaco para mascar y armar cigarrillos con papelillos franceses. Una colección de pipas. Varios cajones medianos con nueces y avellanas. Quince bolsas de harina con gorgojos. Y unos cuantos chacinados que había dejado el prefecto Ramírez, y quesos de cabra. En una buena época hasta habían tenido leche en diez tarros de metal. En el piso superior, una mesa de madera con patas talladas rectangulares para seis integrantes: con sus sillas con respaldo de esterilla. Juegos de dados de marfil y cartas españolas. Un ajedrez hecho a mano, tallado con huesos de costillas de ballenas. En el piso intermedio, armado en madera de pinotea, seis catres, apilados de a tres enfrentados con un vista privilegiada. Las grandes formaciones de piedra y la Antártida como horizonte. Icebergs flotando, encaprichados con los vientos, y las mareas en una danza dantesca. Una sinfonía de actores desplegando su papel.
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Marzo 2024
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