Azul y oro(Un día más. Parte 3) Carlos Segovia Monti (Argentina) En el conventillo Alimara puso la pava sobre el fuego, tomó el mate de calabaza y lo apoyó en la mesa con incrustaciones de nácar. Introdujo yerba desde un tarro. Agarró la bombilla de metal plateado con un pequeño escudo del Club Boca Junior en el extremo superior y la empujó por el centro del receptáculo hasta el fondo. Se detuvo y escuchó el rechinar de la puerta de chapa. Dirigió la mirada hacia el dintel y vio como el picaporte giraba a un ritmo lento.
Dos pasos resonaron sobre el amachimbrado piso. —Hola, ¿cómo te fue en tu caminata? —Bien… Me tomé unos tragos y unos estúpidos chicos corretearon por la acera. Ella se llevó el cabello hacia atrás. Dos matas negras rozaron la entallada cadera. Él la miró y se desprendió el cinturón del pantalón de gabardina azul eléctrico que se deslizó hasta los tobillos. La mujer se arrodillo y él sintió como si un rayo le atravesara el cuerpo. Ella pasó la mano por el labio inferior y caminó hacia las dos chapas con un hoyo en el piso de portland que oficiaba de baño. Se bajó la pollera de sarga y orinó en posición de cuclillas. Baltes sacó la pava del fuego que bullía sobre una luz redonda y azulada con pequeñas lengüetas anaranjadas. Acercó el mate y dejó que el agua caliente produjera su oficio. Sintió el henchir de los palos y yerba embebida por el líquido acuoso. Chupó imbricando los ojos, dos gotas de transpiración discurrieron por la frente. La pequeña puerta de chapa tableteó por unos segundos. Alimara se subió la pollera y acomodó el cierre. —¿Querés un mate? —farfulló en voz ronca. —Sí —respondió mientras se pasaba un cepillo de cerda por la cabellera. —¿Amargo? —volvió a preguntar. —Ya sabes cómo me gusta, no entiendo por qué la insistencia. La pava bullía expulsando volutas de vapor que resonaban en la boquilla. Baltes caminó hacia la mesada y giró la perilla de la cocina con dos puntitos rojos. —¿No la habías puesto al fuego?, escuché la pava desde el baño —refirió ella enarcando una de las cejas. —Es verdad —contestó sin mirarla, la saqué muy pronto, estaba tibia. Ella se acomodó el corpiño por debajo del vestido y estiró un brazo tratando de alcanzar el respaldo de la silla. Rolando Baltes movió unos centímetros la silla y Alimara se sentó pesada descargando su cuerpo sobre el respaldo. Él deslizó el mate hasta la mano lánguida y ella sorbió con prontitud la infusión, mordiéndose el labio. Baltes se levantó de golpe y al pararse detrás de ella sin emitir palabras, le acarició el cuello, metiendo las manos entre el manojo del cabellos que se desplazaron suaves rozando la piel y contornearon la garganta. Por un instante sintió campanas, retumbones en su cerebro. Imbricó los ojos ejerciendo algo de presión. —¡Estás loco, me ahorcas! —gritó Alimara. Rolando Baltes inmediatamente retiró las manos. Una sumatoria de imágenes se sucedieron… su padre borracho con el cinturón blandiéndolo en la mano —entrecerró los ojos y los apretó con fuerza—, y la hebilla de bronce despedía fulgurosos haces de luz. Por un instante su mente se puso en blanco como una tabla rasa que no dejaba que alguna idea o destello de humanidad se colara por el pedúnculo cerebeloso. Restregó las manos con fuerza y alejándose dio un portazo a la endeble estructura de chapa. Alimara intentó emitir un sonido que se silenció. Buscó con premura algo de alcohol que guardaba en un cajón de manzanas: entre gasas, apósitos adhesivos y algunas vendas. Destapó la botella plástica con la inconfundible cruz roja y la embebió en un trozo de algodón despanzurrándose entre sus dedos. Algunas gotas de alcohol mojaron el piso. Se pasó con firmeza el algodón por el contorno del cuello, sintió un ardor seguido de una sensación fría. Sus fosas nasales se expandían y cerraban en un ritmo alocado. Dio dos pasos y se desplomó junto al camastro. Unas cucarachas cruzaron la superficie del piso de este a oeste. A los minutos tomó conciencia de los hechos y un gusto agrio, horripilante se aposentó en su boca, como las aguas oscuras del riachuelo que bañan el perímetro de la terminal de colectivos y el museo de Quinquela Martín. Enjuagó los labios con un pañuelo que pendía en el extremo inferior de la cómoda. Salió al patio interno del conventillo. Las sogas con ropa mal colgadas irrumpían la visión; unos tachos con agua enjabonada se apostaban en las esquinas. Ella entró en diálogo con dos mujeres que con tablas de lavar ropa y pan de jabón arqueaban las cinturas, movían en un vaivén simétrico sus ajetreadas manos. —Cuando hay partido, casi no podemos dormir —aseveró Alimara. —Ni me hable, con la cercanía a la Bombonera a solo unas pocas cuadras, decí que acá somos todos del azul y oro —se pasó la mano enjabonada por la cintura— y no deja de ser una fiesta, pero a veces se torna insoportable —dijo la Chechu. —Bueno guachi, vo te tirá el ropaje encima y salí igual a la calle, no sé de qué te quejá. No tené pibe. En cambio —se miró la panza de unos seis meses— con dos pendejos y el que viene en camino estoy alambrada a este chaperío de mierda —dijo y se le hundieron los ojos. Alimara dio un respingo y se acomodó el cabello por detrás de las orejas y salió a la calle. Un olor hediondo penetró sus fosas nasales; el aire a río inundaba —estoy acostumbrada—: se dijo y resopló por la bajo… Dos monjas que venían de la calle Rocha hablaban entre ellas, cuchicheando, como al descuido: —Viste, el nuevo cura que mandó el monseñor —la codeó—, no te hagas la tonta. La otra bajó la cabeza y se sonrojó. —Sí, lo vi, es tan churro… con sus ojos azules y el pelo revuelto, volcado hacia el lado derecho —ponderó suspirando. —Claro, ahora me doy cuenta de dónde vienen esos suspiros. Qué para mí, eran inmotivados. —Cállate sino dices más que sandeces, boberías… —¿Le dice boberías a enamorase? —¡Pero si sos de lo que no hay!, como me voy a enamorar de alguien de carne y hueso, mi amor está depositado en el señor, en Dios… ¿lo dudas? —Claro que lo dudo, pero… si para vos está tan claro, me callo la boca y ya. —Sí, mejor cállate la boca o hablemos de la hermana Paula. Las voces se perdieron… En el parque Lezama unos ancianos establecían sendas batallas entre el alfil y los peones. Otro acariciaba la bocha liza como suplicando un lamento y aspaventaba un movimiento en el aire. Una gitana cortaba barajas mientras Baltes daba vueltas repiqueteando sobre sus pasos. —¿Te tiro la suerte?, niño, majo. Rolando Baltes estiró su cuello y extendió la mano. La mujer, le tomó la muñeca y comenzó a pasarle la yema del dedo índice por los surcos de la palma y al llegar al centro se detuvo y dijo: —¡Vete…! ¡Lucifer! ¡Vete… lamia!, ¡vete… hijo del demonio…maligno, Belcebú! Baltes sacó abrupto la mano y se retiró sin mirarla. Se escuchaban risas inmotivadas en la lejanía. —¡Largue de una vez la bocha liza! —exclamó uno de los ancianos. Los otros asintieron con un imperceptible movimiento de la cabeza. El más encorvado se agachó casi tocando el suelo de tierra en la cancha. Con su pie izquierdo se afirmó a la madera que oficiaba de lateral derecho y dejó deslizar la bocha. Ésta recorrió en línea recta los metros que la separaban del bochín, se detuvo, casi pegándose a él. El resto de los hombres aplaudieron. Rolando Baltes se subió al colectivo que lo depositará de vuelta en su barrio, la Boca. Una anciana con vestido borravino y collar de perlas lo miró fijo a los ojos, como queriendo o intentando echar una maldición. O eso pensó, o se imaginó él, giró la cabeza y sosteniendo la mirada agrandó las pupilas que se duplicaron por unos segundos y el contorno negro se tornó gris perlado. La anciana se pasó la mano derecha por el rodete que dejaba entrever su cabello sedoso infinitamente blanco y bajó la cabeza y la esquinó perdiendo pie. Baltes miró por la ventana la noche reflejada en las farolas del parque Lezama: las borlas blancas circundadas por miles de pequeños insectos, le daban un aire fantasmagórico al rubicundo suelo y sus escaleras se perdían adentrándose en el follaje como dos pasajes paralelos. Quedó con la cara pegada al vidrio, la mejilla adormecida se blanqueó extendiendo en la superficie lisa. Varias fotos veladas se le agolparon intentando salir a flote como en un largo sueño donde él no tenía le menor intención de despertarse. Escuchó un cuchicheo que venía del sector posterior del pasillo. Un niño pequeño pelirrojo lamía la paleta multicolor. Dejó de pasar la lengua para mirarlo. Baltes absorbió esa imagen hasta la última gota. Liberando el poder maléfico hizo que el niño rotara la mano y clavara el palillo de la paleta en el diminuto hombro de la mujer joven que tenía a su derecha, la mujer le propinó al niño una cachetada que resonó entre el murmullo de los indiferentes pasajeros. —¡Te has vuelto totalmente loco, niño! —gritó la mujer. El niño se encogió de hombros. Se lo veía hasta más pequeño en el asiento. Baltes suspiró y dejó deslizar una mueca que se asentó en la comisura de los labios. —¡La boca! —gritó el chofer bamboleándose en el asiento con tiras azules que envolvía los dos caños donde apoyaba la cabeza. El amplio parabrisas era recorrido en su extremo superior por una tela liza, arrugada, que alguna vez supo tener borlas doradas y dos grandes dados blancos colgaban del único y central espejo que se zamarreaban al compás del empedrado. Baltes ya en el último escalón que daba al cordón del empedrado llenó el pecho con el aire enrarecido del riachuelo. El museo de Quinquela Martín como un pasajero mudo contemplaba los albores de la calle Caminito. Baltes comenzó un viaje interior mientras caminaba por la calle Olavarría, sintió un escalofrío seguido por un espasmo, sus ojos que alguna vez fueron negros se blanquearon de golpe. El mal, lo oculto, lo siniestro, se apoderó de los pocos sectores de su cuerpo donde todavía sentía algo humano. Iba aplastándose como una colilla de cigarrillo en plena avenida Almirante Brown. Unas palabras se le vinieron de improviso: asmodea-demon-luzbel; quedaron flotando… Al llegar a la calle Villafañe encaró hacia el conventillo. Se introdujo en el patio y la ropa mal colgada se movían, los tachos con agua enjabonada se desplazaban de una esquina a la otra, chocándose. Apresuró a subir los escalones y escuchaba a cada paso, el rechinar de la putrefacta y endeble estructura. Abrió sin golpear la puerta y entró. El patio se silenció. Buscó la máquina de escribir. En la silla movió el carro y escribió: “Dos marineros deambulaban por la calle Caminito, buscan desahogar su sed de sexo y lujuria. Ingresaron al primer bar: La Perla y observaron a una mujer al final de la barra. —Señorita, ¿la podría invitar a una copada?—manifestó en voz clara el primer marinero. Ella se retocó la cabellera con la punta de los dedos. El cantinero estiró el brazo y dos chopp tomaron impulso desde el fondo del bar. La mujer detuvo el dedo índice que giraba sobre el borde cristalino de la copa. El primer marinero agarró el chopp e hizo fondo blanco. Golpeando la barra dijo: —Otra. La mujer pasó la mano por el abultado pecho. El segundo marinero intentó acercarse a la barra y el primer marinero lo paró en seco. —¿No le pregunté su nombre? —dijo el primer marinero La mujer lo miró por unos instantes y con una voz extremadamente dulce dijo: Alimara”. Baltes dejó de escribir porque escuchó sonidos que se colaban por la única ventana. Se paró y caminó hacia la puerta. Una multitud colmaba el patio interior. Entusiastas que desplegaban banderas azules y oro. Bombos, platillos, fuegos artificiales se escuchaban por todos los rincones. Tomó la calle y vio decenas de purretes con camisetas azul y oro. —Nene, ¿qué es todo este quilombo? —Le ganamo, le… ganamo a los puto gallina, en el Monumental, su casa —dijo y empinó el pico de la cerveza Quilmes Cristal. Baltes vuelve a enfrascarse en su escritura… “--Marinero, veo en sus ojos que le urge…. El marinero mueve unos centímetros la copa y dice: —¿No hay un lugar más íntimo? —dice acercándose al bello y diminuto rostro. Alimara lo toma de la mano y meneando la cadera comienza a recorrer el largo pasillo. Una escalera enhiesta se deja ver. Ella, en el apuro, clava el taco derecho y se tambalea. Los pechos se mueven al compás. Abre la puerta sin cerradura, solo un pasador. De a poco se va despojándose del vestido que recorre sus redondos y turgentes pechos, los pezones se hinchan y erectan con la brisa que viene del río. El primer oficial sentado en la sucia cama contempla y espera con su desnudo cuerpo. Alimara se sube a la cama de dos plazas y de un tirón arrastra el edredón hundiendo las uñas en el torso musculoso y casi lampiño. Él emite un suspiro corto y sus manos acarician todo lo que alcanza tocar. La mujer abre las piernas. Él se mueve como una hiena devorando a su presa. La larga y renegrida cabellera de Alimara toma un ritmo frenético entre goce y oficio. Una gota de transpiración recorre la espalda cobriza perdiéndose en la cadera. El primer marinero incorporándose busca a tientas su ropa. Alimara toma tres billetes de la mesa de luz”. Rolando Baltes se para y camina hacia el pequeño chaperío que oficia de baño. Baja con premura la bragueta y un sonido claro resuena en el hueco ennegrecido y ve una espuma blanca en el líquido amarillo. Se pasa la mano por la cara y la refriega. La tarde corre bulliciosa en el patio. Las mujeres en ronda se pasan un mate amargo y una de ellas con los brazos tatuados escupe en los ladrillos gastados y desparejos. —Eh, vo, piba. ¿Cuándo carajo me toca? —dice y sus manos se tornan en puño. —Pará, gato. Se demora con las palabras. —¡Ehhh, puta barata, qué bardeá! La mujer, con los brazos tatuados, la agarra de las mechas con la mano izquierda y con la mano derecha le propina dos cachetazos. Baltes descorre la cortina grasienta de la ventana y ve la escena como en una película de Fellini. Se ríe de buena gana y pone a calentar la pava.
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