[…] Las imágenes se le aparecían a altas horas de la noche. Se despertaba jadeando con el terror en el rostro […] Carlos Segovia Monti San Juan SalvamentoCarlos Segovia Monti (Argentina) 3
En Buenos Aires el prefecto Ramírez estaba enclavado en el seno familiar, transformado, trastocada su vida al seguir en comunión con el faro. Las imágenes se le aparecían a altas horas de la noche. Se despertaba jadeando con el terror en el rostro. Sentía una mano fría que lo llevaba a las profundidades del mar. Y, estando inmerso en él: observaba el final de los icebergs que dejan descubrir formas minúsculas, partículas suspendidas. Sentía el aroma salino y agrio del cangrejal. Hablaba con Velásquez —como en entre sueños —, y ya no sabía si la que está acostada a su lado era su mujer o, una de las tantas ánimas con rostro sin vida, osadamente blanca, con cabellos largos y vestido deshilachado. Largas caminatas por el pedregal junto a la restinga pescando con líneas de mano y gruesos anzuelos. Cortando en tiras carne de foca y sacando cantidad de peces hambrientos y coloridos. Se había establecido una improbable amistad entre Luchiano y Velázquez. Mezcla de sorna y desparpajo. Los unía “la observación de las ánimas” y hablaban acaloradamente de ello. Las describían con sumo detalle y coincidían en un olor extraño que los invadía como a carroña. El prefecto Anchorena es un bastión inexpugnable nada lo perturba. En su ateísmo cruel niega tales habladurías sobre ánimas y fantasmas. Se quedaba solo, en la parte superior del faro, mientras sus compañeros comparten la ronda, tediosa y rutinaria por el ala norte y el ala sur, caminando con los pies mojados por el deshielo. Sumado a los pasadizos y senderos inundados. El viento desolador y el frío arrastraban hedor a muerte. Aunque estaban pasando la mejor temporada de verano, la Antártida expulsaba parte de sus entrañas, aires gélidos. Con largavistas se podía divisar el kayak y una figura blanca “sentada para siempre, encallada entre inmensos bloques eternamente azules”. Al prefecto se le mezclaban las charlas e imágenes con Anselmo viéndolo arponear a los lobos marinos y navegar el kayak. Velázquez, en una de sus rondas, comenzó a hablar solo. Las ánimas se habían atascado en su cuerpo y no podía razonar por él mismo; se lo veía de lejos discutir y gritar, acalorarse con figuras imaginarias. El prefecto se aisló de tanta locura. La proximidad a la luz del faro daría respiro y apaciguaría su ira, pensaba. No quería tener ningún contacto ni con Velázquez, ni con Luchiano. Hablaban de algo inexistente para la mente de un militar avezado, concluía. Velázquez, empeoraba, día a día, ya no podía hacer sus rondas. Estaba aterrado, le temblaban las piernas y balbuceaba canciones de cuna. No sabía, si estaba viviendo una realidad o se encontraba rodeado por simples sombras con rostros horrendos, espeluznantes. —¡Ayuda!, ayuda!, base Buenos Aires, necesitamos trasladar a uno de los ocupantes del Faro San Juan Salvamento, ¡urgente! cambio —dijo el prefecto. No hubo respuesta. Optó por aislar parte del faro. Llevó un colchón y provisiones al sector superior. Aprovechando que Velázquez y Luchiano dormían. Bajó sin hacer ruido, tratando de no poner todo el peso de su cuerpo en los pies para que las viejas pinoteas no rechinen. Buscó charqui, algunas latas, alimentos y tabaco. Se apuró antes de que se despierten. En Buenos Aires el prefecto Ramírez vivía alucinado: se acostaba y levantaba con pesadillas. Las ánimas lo llamaban desde lo profundo del mar y sentía un frío que corría por su cuerpo, bailoteando, acompasado con la marejada. Tenía sal en sus labios y el sol quemaba su rostro. Una noche, el espectro con pelo rojo y rostro mortecino se acurrucó a su lado en la cama. Él no aguantó más y tomó una daga (que guardaba debajo de la almohada) y, se la enterró en el corazón. Cuando volvió a su raciocinio, una mancha roja, gelatinosa, espesa, descendía por el lateral de la cama; vio, para su asombro, a su mujer ya sin vida. La policía llegó a la hora. Lo esposó y desde ese fatídico momento nunca más pudo ver a su pequeña hija Fátima que fue trasladada a la casa de una de sus tías. En la isla, Velázquez y Luchiano estaban desquiciados y deambulaban como autómatas sin percatarse ya que existía un faro. Se alejaron totalmente de la restinga, uno hacia el ala norte y otro hacia el ala sur. Se escondieron en viejas cuevas, comiendo los desperdicios del mar. El prefecto Anchorena no supo más de ellos y siguió manejando el faro, haciendo sus rondas: bajaba al sótano a buscar provisiones y algo de ron. Las jornadas se tornaban interminables mirando dentro de su soledad. Caminar la restinga con el océano bañado por miles de estrellas; la costa de enfrente “la Antártida” con su áurea fantasmagórica aumentaba la desolación. Siguió sin entender por qué se quedó solo. Nunca ha visto nada raro, ni indicios de las descripciones que detallaban sus compañeros. Lo que sí ve, a través de los catalejos, es la figura del kayak con su ocupante encallado entre dos grandes bloques y es escéptico a cualquier versión. El tiempo se fue diluyendo como la arena atrapada al voltear el reloj. Uno de los desquiciados, Velázquez, comenzó en solitario a hablar entre líneas de la razón intrínseca del suicidio de Rudolf. Él, observó de lejos a las ánimas que arengaban a Rudolf a matar al prefecto Ramírez. Hasta lo siguió cuando saltó al vacío entre la restinga.
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