[…] Un lugar lúgubre con paredes con moho y olor a orín. Cúmulos de hombres sin un presente, ni un futuro con entrañas a flor de piel. Pensaba. No pudo sacarle de mentira verdad. Ni una pista. Solo un sabor amargo de su definitiva pérdida de la cordura. […] San Juan Salvamento Carlos Segovia Monti (Argentina) 4
La hija del prefecto Ramírez Fátima quería develar el secreto de la muerte de su madre, y la transformación de su padre. Lo visitó en la cárcel ya siendo adulta. Un lugar lúgubre con paredes con moho y olor a orín. Cúmulos de hombres sin un presente, ni un futuro con entrañas a flor de piel. Pensaba. No pudo sacarle de mentira verdad. Ni una pista. Solo un sabor amargo de su definitiva pérdida de la cordura. Escribía en jeroglíficos y hablaba en forma incomprensible. Rotaba las palabras, les daba otro sentido. Dibujaba en el aire conversaciones con seres imaginarios. Ella, su hija, quedaba como un mero observador de actos impuros. Se sentía sola pergeñando un viaje al faro San Juan Salvamento. Comenzó una procesión de favores por parte de amigos y familiares. Había cumplido veinte años y, un mundo, se abría a sus pies. Sin renunciar al pasado quería entender, acallar las voces que guardaba en su cabeza, preguntas y respuestas. Aventurarse en un viaje donde la luz del faro traería la revelación, la sabiduría, poniendo un manto de piedad dentro de tanta locura. Juntó el dinero para el pasaje en barco desde Buenos Aires hasta Tierra del Fuego. Llenó una valija con intrigas y secretos. Fue acompañada por sombras intrínsecas de su infancia: la puerta entreabierta y la imagen de su madre muerta con la daga manchada por los desquicios de su padre. Abordó el barco Aurora con amplios camarotes, pisos lustrosos y olor a alcanfor. Se mezcló con turistas que hablaban varias lenguas refiriéndose en inglés, francés, portugués y ruso. Se refugiaba en el camarote cuando las sombras la aprisionaban y no la dejaban disfrutar el viaje. Encontrándose con una pequeña mesa de madera y rebordes altos con aristas de bronce. Un catre somero vestido con telas de lino y rematado por un ojo de buey donde divisaba la profundidad del mar; el vaivén y la búsqueda de un punto en el horizonte para atenuar sus descomposturas. Largas horas caminando por la borda acompañada de la brisa marina y el aire salino despejaba sus dudas. Seguía soñando con un encuentro épico, dialogar con el faro San Juan Salvamento, su mística, la restinga, el ala norte y el ala sur, la playa llena de despojos. Toda la información que había recabado en bares. La inmóvil imagen de un kayak en la lejanía atrapado por hielo eterno. —¿Por qué nunca le dijo una palabra? Disfrutaba de los desayunos y su vestido coqueto con puntillas que le regaló la tía Dolores. El peinado recogido en su cabellera rubia, rizada, rematada con la peineta le daba un aire de aristocracia y le favorecía en años. El amplio escote escondía una figura esbelta, deseable para gran parte del pasaje, las miradas se cruzaban. Ella se sonrojaba. Algunos caballeros se aventuraban a dialogar, caminar por la proa y contemplar las cientos de gaviotas que acompañaban el derrotero y los saltos de delfines cortando el agua transparente con sus trompas y alegrándola con sus saltos. Algún beso discurrió en ese panorama romántico. Virginal. Los cafés al atardecer en popa, un regalo que cualquier citadino guardaría en sus retinas; se diluían en naranjas, azules y ocres formando una paleta policromática. —Señorita, me estoy enamorando de sus rizos, su figura perturba mis amaneceres y debilita mi carne, me gustaría poder besarla ahora, mezclarme en sus fluidos, enredarme con su pecho y sentir mi corazón desfallecer —acotó Wilson. —Qué cosas dice osado caballero tan impropias para una dama de Buenos Aires. —Sí, señorita ¡osado y enamorado!, iría hasta los confines de la tierra misma si usted me lo pidiese. —Sabe, ¿cómo dijo que se llamaba? —¡Wilson, señorita! Lo miró fijo a los ojos por un instante. Se retiró al cuarto. Dialogó con la almohada (no podía pegar un ojo). A la mañana siguiente se encontraron a tomar té. Una brisa envolvía el rostro de la bella dama y le daba mayor luminosidad. Él, al verla, corrió la silla y dejó caer los párpados. Suspiró. —Siéntese, por favor, señorita Fátima —dijo en medio de una sonrisa. Fátima tomó la falda del vestido, alzándola unos centímetros se acomodó en la silla. Él chasqueó los dedos. Se apersonó un mozo, con impecable traje a rayas, y una bandeja de plata en la mano diestra. —Dos té, ¿qué masas les gustaría, Fátima? —Tienen bombitas de crema y pañuelitos de hojaldre —dijo el mozo. —No quiero ser indiscreta. En realidad, necesitaría un poco más de tiempo —refirió y bajó la vista. Esa mañana las miradas se cruzaron acarameladas y las gaviotas dieron un marco sublime. Al día siguiente se volvieron a encontrar a la misma hora a tomar el té. —Voy aceptar formalmente su proposición. ¿Me acompañaría al faro San Juan Salvamento? —¡Sí!, en realidad, mi viaje era bastante aburrido. Ir a visitar unos parientes a Río Gallegos.
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