Señal de la cruz(Un día más. Parte 5) Carlos Segovia Monti (Argentina) Dos chicos jugaban a la pelota en la plaza cerca de la vía muerta. Un anciano con un tarro de lata en su mano pedía arrumbado en el escalón, su cuello arrugado y con costras estaba recubierto por una bufanda azul y oro desteñida, hecha girones. El balón de cuero cruzó la calle deteniéndose en el cordón. Baltes lo pateó en dirección a los niños y uno de ellos, el más pequeño, sonrió dejando ver la falta de dos dientes. Rolando Baltes agrandó los ojos y los entrecerró. El niño alto con pantalones cortos comenzó a temblar y por la boca le salió baba blanca. Espuma. Se desplomó. Baltes se cruzó de vereda y caminó hacia el puente Alsina silbando una vieja canción. El niño más pequeño comenzó a llorar. Rolando Baltes se puso la mano en los bolsillos y pateó el tarro que resplandecía con luz de la farola. El mendigo junto al tarro comenzaron a temblar. Baltes dibujó una sonrisa en el aire y pensando en Alimara vio los estigmas. Alimara que en ese momento viajaba en el colectivo hacia la capital siente que miles de cuchillos le perforan la carne. Cae del asiento y comienza a revolcarse por el pasillo atestado de pasajeros.
—¡Llamen a un médico! —dijo una anciana del tercer asiento. Los del cuarto se pararon y dos jóvenes estudiantes trataron en vano de asistir a la bella mujer. Al ver su imposibilidad caminan en dirección al chofer. Uno de ellos dijo: —Por favor detenga el colectivo, o diríjalo hacia el hospital más cercano, la mujer se está desangrando. El chofer detuvo el colectivo y marchó por el pasillo. —¿Qué le ha sucedido mujer?, ¡por Dios! Uno de los pasajeros sacó una biblia del portafolio y dijo: Estigmas del señor y dibujó en el aire la señal de la cruz. En el último asiento, otro de los jóvenes sacó de un bolso dos vendajes y se lo acercó a otro. El señor de la biblia comenzó a vendar a la mujer que todavía estaba tirada en el piso. Alimara agradeció con un leve pestañeó y se incorporó. Pasadas varias paradas tocó el timbre y se bajó en medio de la penumbra. Los demás pasajeros miraron por el vidrio. Ella caminó como autómata por las calles sin rumbo, sin fe. Con su soledad ensimismada en pensamientos, quería apartarse de todo. Estar lejos del barrio y lejos de Baltes. Ahora veía cómo era realmente. Un hombre oscuro, sádico, maligno, que podía a su antojo lastimar a un inocente niño con el solo beneficio de su diversión de su regocijo. Se tocó las muñecas y un líquido sanguinolento discurrió por los antebrazos. Dijo en voz alta: Tengo que dejar de pensar en él, lo estoy atrayendo, como la miel a las abejas y eso me da escalofríos. Buscó una calle que la lleve a alguna terminal. “Tengo que llegar a retiro, de ahí a algún pequeño pueblito”, pensó. Esperó por varios minutos en la calle desierta, un perro ladró en la lejanía. Dos hombres de mediana edad, pasaron caminando por la vereda de enfrente y la miraron en forma sostenida. Ella extendió el brazo y el colectivo se detuvo. Alimara se acomodó la pollera y comenzó a ascender. —A Retiro —dijo. Al rato llegó a la terminal y cayó en la cuenta de que no tenía plata ni poseía ropa para el viaje. Caminó entre los negocios al paso y en uno de ellos leyó: Se busca camarera con buena presencia. Cruzó unas palabras con el dueño. —Señor, estoy sin dinero, necesito… El hombre se pasó la mano por la cara y parloteo: —Empieza ahora mismo morocha, son unos pocos pesos por días, más las propinas. En las diminutas mesas: albañiles, changarines y algunos borrachos ocasionales la miraban de arriba abajo. Se colocó un delantal negro con bordes rojos y una cofia. Los días pasaron rutinarios, baldear, limpiar las mesas, llevar pedidos y alejarse de las manos como pulpos del dueño. Ella juntó unos pesos, compró algo de ropa en oferta y un bolso de mano y en seis semanas adquirió un boleto a un pequeño pueblo de la provincia del Chaco. Charata. Con el boleto en mano comenzó a vislumbrar una vida mejor lejos de todo lo conocido. Baltes camina por las vías, el aroma dulzón colmaba las enredaderas y los alambrados. Las desvencijadas chapas como marcos de ruinosas desidias transpiran óxido multicolor. En la calle Suarez, de espalda a la Bombonera y la intersección de la esquina Juan de Dios Filiberto tres muchachos lo rodearon, salieron de la nada. Uno de ellos con campera y zapatillas claras sacó como en un ritual del interior de las ropas una pistola similar a la que usa la policía departamental. Baltes comenzó a tener imágenes, entrecerró los ojos y el frío del caño le rozó la sien. Levantó los brazos y el delincuente metió sus dedos en los despoblados bolsillos de Rolando Baltes. Salieron corriendo con un celular y cincuenta pesos que contenía la billetera. Rolando Baltes sacudió la cabeza y caminó en dirección a la calle Almirante Brown. Uno en la carrera dejó caer el portafolio. Rolando Baltes adelantando los pasos la tomó apretándolo contra el pecho. Abrió con lentitud el cierre y agrandó los ojos: las hojas sueltas de su insipiente novela se dejaron ver. Por un breve instante se cruzó con la cara del malviviente. Una frase resonaba en su cabeza: Dame todo o te quemo. Apretó dientes y dirigió el poder de las fuerzas oscuras a esa persona. El ratero apodado Trapito se apoyó contra la pared de un conventillo en la calle Aristóbulo del Valle y comenzó a vomitar. Un tercero le acercó merca y empezó a aspirar. Baltes metió la mano en el bolsillo y lo sintió vacío. Por unos segundos pensó en Alimara. El Rati entre dos paredes mugrientas prendió la pipa de paco, una sensación de bienestar se expandió seguido por una inconfundible ganas de conseguir merca de la buena. —Eee, cumpa, tranqui, que sogaca se llevó el del portafolio. Es más, creo que se meó. El otro levantó en forma intermitente la cabeza. —No seas pelotudo, es del barrio, veo que la pasta te afecto el cerebro. Debajo del puente naranja con veinte mangos te compras algo de merca. Trapito caminó hacía el riachuelo. La noche se cerró detrás de ellos. Dos turistas corrieron por la calle y los timbales resonaban en una rutina casi animal. Las chapas acanaladas pintarrajeadas se acallaban. La luna alumbraba las aguas oscuras del riachuelo. El puente se dejaba ver… —Eh, eh, puto… viejo —dijo el que estaba pitando. —¿Y la merca? —pregunta Rati sin levantar la vista del piso. El que estaba fumando da una larga calada y se apoyó contra el puente. Dice: —¿Y la biyuya? Trapito saca dos billetes. —El de ventanas azules. —¡Vamos! —dice Rati apurando los pasos. La lluvia tempranera deja huellas y zanjones anegadizos. El Rati mete los pies en la zanja hasta el cuajo. —¡La puta, qué mierda, esto! —vocifera.
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