Conventillo(Payana. Parte 1) (Cielo. Parte 2) (Azul y oro. Parte 3) (Estigmas. Parte 4) (Señal de la cruz. Parte 5) (Un día más. Parte 6) Carlos Segovia Monti (Argentina) Alimara se acomoda en el vagón. Levanta la ventana de chapa hasta la mitad y estira una de las piernas. El cabello renegrido se mueve hacia el lado derecho de su cuerpo. Pasa la mano por la muñeca y siente los estigmas. La piel está colmada de viejas cicatrices. Escucha el sonido característico del guarda picando boletos.
—Señorita, ¿adónde se dirige? —preguntó el guarda acomodándose la gorra. —A un pueblito de Chaco —exclama. —¿Cuál? —dice el guarda sonriendo—. Soy de Roque Sáenz Peña —aclara. —Charata. ¿Conoce a la familia Rivamontal? —La verdad, no. El guarda mira el boleto y camina hacia el fondo del pasillo. Alimara es sacudida por un repentino zamarreo de la formación. El fuelle resopla. Dos pequeños corretearon hacia el vagón comedor. Unas líneas grumosas discurrieron por su muñeca. El polvo se cuela por las rendijas de la persiana de chapa. Ella siente, percibe los ojos de Baltes clavados en su nuca. Alimara instintivamente levanta los pies como si algo animal la asechara, lamiera sus viscerales instintos. Una señora estornuda a dos asientos detrás de ella. Alimara suspira. Sus pensamientos la llevan al patio del conventillo en un trajinar de voces y griterío. La mujer con la camiseta de Boca expulsa improperios. —Eeeee vos, puta de cuarta —alardea. —A mí, a mí, me habla bien, bien, gorda mal parida. —Con mi mamá no te metá. Que está arriba, con los otros de Boca. —Mira, prostituta, deja de arrodillarte en el puerto. —Y vo, que te meté con mi vida, con mi boca hago lo que quierooo. —Sí, pero no te metas con mi Juancho, a él cualquier carne le viene bien. Alimara entreabrió los ojos. Sacó del bolso una revista: Gente, y hojeó la tapa y algo del interior. Se detuvo en una vieja noticia, sobre un tema que en un verano estuvo en boga: Rial y la niña Loli. Cabeceó en el asiento. Una película en blanco y negro de desplegó ante sus ojos: se encuentra entre dos mundos. Los estigmas y la forma de invocar a Rolando Baltes, al maligno. Se despabila y se le cae la revista de la mano. Un hombre de mediana edad se agacha y en un solo movimiento toma la revista desplegando una pequeña sonrisa. Alimara asiente. —Me llamo Edmundo Erdosain —dice y le estira la mano. Ella se adelanta y desliza los lánguidos dedos por la revista. —Me haría un lugar señorita. Ella se corre contra la ventanilla. El vestido por un segundo deja expuesta la entrepierna. —Me decía. —Soy un escritor. Ella lleva hacia atrás la renegrida cabellera y acomoda el vestido. —¿Sobre qué escribí? —…. Ella adelanta la cara y lo interrumpe. —¿Tiene algún libro que pueda mirar? El hombre abre el portafolio de cuero y sustrae un libro, y estirando el brazo se lo acerca a la falda de la bella mujer. Ella mira la tapa y despliega la solapa. Alimara comienza a leer en voz alta... El guarda grita: ¡Rosario!, y la formación disminuye la velocidad. Ella se acomoda el vestido y se para. Camina por el pasillo. —¿La acompaño? Las palabras quedaron flotando en el acotado espacio. Alimara se recluye en el baño. Saca de entre sus pechos un lápiz labial bermellón y deja que sus labios jugueteen con él en suaves roces. Camina hacia el vagón comedor y se acerca a la mesa que estaba libre. El aroma a medias lunas crepitantes invade. Levanta con suavidad la mano y el mozo se acerca. —¿Qué se va a servir señorita? —Una lágrima y medialunas. El mozo enfila en dirección a la barra. Alimara se cruza de piernas y mira hacia el fondo del vagón. La puerta de chapa comienza a abrirse. —¡Te busqué como loco! —dice el hombre y corre la silla. Ella no lo miró. —Perdón, ¿cuándo le di tanta confianza? —Disculpe, me tomé un atrevimiento que no me corresponde, parezco un tonto, es que no me va a creer. Igual se lo digo. —Hace una pausa, duda—, no sé si estoy hablando de más. Ella levanta la cara mirándolo a los ojos. —Creo, o estoy seguro… Las miradas se cruzaron. El mozo interrumpe el pequeño idilio. El café recorre los escondrijos con su aroma y las pequeñas luces en el techo abovedado chisporrotearon para culminar dando una luz blanca. —¿Puedo tutearla? —Sí. Saca del portafolio un libro de poesía y recita. —Es verdad que es suyo… o me está, me estas… La interrumpe. —Si empezamos así morocha. Alimara se ríe con ganas. Edmundo Erdosain guarda el libro en el portafolio de cuero y toma otro pequeño de tapas blancas y lee. El guarda grita: —Santa Fe—, desde el otro lado del vagón. Edmundo Erdosain estira un brazo y bosteza. Alimara se restriega la cara. —Buen día, ¿dormiste bien? —dice Edmundo Erdosain. Ella asiente con poco oficio. Unos lúgubres haces de luz se cuelan por las rendijas de la persiana de chapa. Ella acomodándose el pelo se levanta. —Permiso —susurra. Edmundo Erdosain se hace pequeño en el asiento. Alimara pasa sus entalladas piernas por las rodillas de Erdosain, que se le pone la piel de gallina. Le acaricia la cadera y un mechón de la profusa cabellera se le enreda en la mano derecha. Ella lleva hacia atrás la cabeza y se deja transportar. Toma con firmeza el rostro de Erdosain, apoya sus labios y baja la mano hasta la entrepierna. El miembro se comprimió en la tela del pantalón. Los dedos lánguidos de ella recorren en forma fantasmagórica el glande y él comenzó a eyacular por la estrechez de la tela, en pequeños espasmos. A Alimara los pezones se le endurecen. Edmundo estira la mano y le acaricia los pechos. Ella lo tomó de la mano y caminan al pequeño baño del tercer vagón. Un espejo oval es testigo de la pasión. Alimara se acaricia la vulva y Edmundo Erdosain hunde su miembro entre goces y fricción. Ella a medio vestir se higieniza en el pequeño lavado.
0 Comentarios
Deja una respuesta. |
Archivos
Marzo 2024
Categorías
Todo
|