[...] En las madrugadas le interrumpía el sueño un osado caballero con más lujuria que linaje. [...] (Carlos Segovia Monti - San Juan Salvamento) San Juan SalvamentoCarlos Segovia Monti (Argentina) 5.
Se besaron. La brisa dejó paso a la noche. El firmamento les regaló una velada, única. Las estrellas refulgían con una luminosidad que baña los semblante y rostros de los enamorados. El viaje se tornó más llevadero. Ella se mudó a un camarote contiguo a Wilson. En las madrugadas le interrumpía el sueño un osado caballero con más lujuria que linaje. Los días transcurrían serenos. Una pareja de tórtolas con rutinas de desayunos y atardeceres con más misterio que revelaciones. Ella de a poco comenzó a contarle pequeños detalles de su viaje. Suavizando el relato. Situar a su padre en un papel más creíble. Inventándose una versión mejorada de su trágica infancia. —Wilson quiero indagar en el pasado de mi padre, bucear por los recónditos escondrijos de una mente confinada en su momento a la manutención y funcionamiento del viejo faro. Caminar por donde él caminó, observar lo que él observó, contemplar los témpanos, la costa Antártica y sentir un frío asfixiante. Poder llevarme recuerdos. Faltaban pocos días para llegar a Tierra del Fuego y encontrarnos en los confines del continente. El barco recaló en Río Gallegos. Wilson desembarcó junto con Fátima. Un carruaje a la espera con dos caballos briosos y un camino polvoriento con soles a plomo, le marcaban la nuca. El sudor ganaba sus rostros. Las huellas maltratadas se traducían en zamarreos y, Fátima se abrazaba fuerte a Wilson que dibujaba una sonrisa socarrona. Esa misma noche tenían que estar de vuelta, si no el barco partiría con las provisiones renovadas. Una casa de campo se divisaba a lo lejos, flanqueada por árboles añosos y un callejón de sauces marcaba el camino dando respiro al clima hostil de la Patagonia. El viento implacable despeinaba la prolija cabellera y volaba las galeras. Una servidumbre presta, aguardaba con sus mejor uniformes: cofia blanca en la cabeza, delantal a rayas blancas y carmín. Una limonada en bandeja de plata. —¡Hola! Tío, qué bonitos están los campos lindantes a la casa. ¡Vi, en el trayecto, muchas ovejas! —dijo Wilson. —¡Sí, Wilson!, tenemos una gran producción de lana para exportar a Inglaterra. —¡Te felicito! tío Rogelio, has progresado mucho desde mi último viaje. —Cuando quieras ésta es tu casa. He hablado con tu tía y como no tenemos hijos… Te estaremos esperando, cuando desees establecerte y por supuesto: vimos que has traído una elegante y distinguida dama, también que se sienta como en su casa — dijo. Fátima escuchando el relato se le llenaron los ojos de lágrimas; unos simples desconocidos la trataban como una reina y le daban un lugar en el mundo, cariño, respeto. Comenzó a jugar y vanagloriarse de ser la mujer de Wilson. Volver del faro y casarse. Entrar a la casa del tío Rogelio con un vestido blanco y una larga cola con niños correteando felices. Un gran órgano ejecutando la marcha nupcial. Unas sortijas doradas, con un pequeño brillante, como usaba su abuela; esas imágenes “se le pegaron de niña.” Se sentaron en un amplio comedor con una mesa de algarrobo lustrosa. En el centro candelabros con velas altas prendidas. Charlaron animadamente. Wilson les contaba de las últimas novedades de Buenos Aires, del puerto con una actividad febril, grandes barcos con cargamentos de todos los países; y el centro con sus teatros, óperas, hermosos cafés con toldos a la calle y tertulias literarias. —Niña ¡qué contenta me pones!, no tenía con quien hablar en ésta chacra olvidada por caprichos de Dios. Me urge que me cuentes de Buenos Aires. En Río Gallegos llega de vez en cuando, algunas noticias en forma de chisme, por alguien que desembarcó. Son viejas y van cambiando con el tiempo y la intención del que las relata — refirió. —Sí señora ¡con todo gusto!, voy a ser breve, porque a la tardecita nos volvemos al barco. En la gran urbe se vive con los lujos de los parisinos. Con las comodidades dignas de un hombre de bien, ataviado con frac y levita. Galeras negras, impecables. Las señoras con encajes blancos y vestidos primorosos. Asistimos al teatro de la calle Alvear y sus óperas. No la quiero aburrir estoy un poco cansada con el viaje, mejor me iré a recostar un rato. —Le muestro su cuarto, ¡que descanse! Señorita. Entretanto Wilson dialogaba con su tío de cosas mundanas, y le confesaba que se estaba enamorando perdidamente de Fátima. Una bella dama, llena de intrigas y fascinación. —¿Sabés tío?, la voy acompañar al faro de Tierra del Fuego, creo que ella, tiene muchos entuertos con esa isla y los iremos develando juntos. —¿Te puedo dar un consejo? —¡Por supuesto! —Hay muchas leyendas, en torno de ese faro. De cómo enloquece la gente que pone un pie en el mismo. Hay un viejo custodio del faro, que no le tiene miedo, ni a la muerte. Dos hombres rondan como almas en pena por los alrededores: uno hacia el ala sur y otro hacia el ala norte. De un prefecto que volvió a Buenos Aires y mató a su mujer. ¡Tengan mucho cuidado y cuida de tu amada! —Si tío, lo vamos a tener en cuenta y a la vuelta, nos bajamos del barco y te contamos… —Dalo por hecho. Se quedan por lo menos una semana y, así la tía se pone contenta, le está tomando cariño a tu novia. Continúa el viaje… Wilson, acomodado en el camarote que ya comparte con Fátima, observa por el ojo de buey las costas y grandes formaciones de piedra. Están cada vez más cerca de su objetivo. Piensa. —Dime la verdad querida, ya no somos dos extraños, sos parte de mi vida y también de mi familia ¿Qué respuestas esperas encontrar en ese faro? —Wilson, tienes todo el derecho de saber cómo son los hechos. Vivía muy feliz con mi madre en Buenos Aires. Salíamos a mirar vidrieras donde nos alegrábamos con hermosos vestidos y elocuentes conversaciones. Mi padre, trabajaba en los confines de la tierra, en ese bendito faro San Juan Salvamento junto con camaradas y compañeros de soledades. Después de varios años sin verlo, extrañándolo como loca (era muy cariñoso). Volvió. Nosotras saltábamos de contentas. Lo fuimos a esperar con las mejores ropas y un carruaje lujoso que mi madre pidió prestado. Cuando lo vi. Vi a otra persona; triste, sin la sonrisa y sus ojos vivaces. Fue empeorando, no dormía de noche, se despertaba gritando aterrado y lo escuchaba desde mi cuarto discutir con mi madre. Hasta esa noche trágica donde se acallaron las voces y lo llevaron esposado. No me dejaron ver a mi madre, dijeron que estaba muy enferma. Con el tiempo descubrí la verdad. Que la había matado mi padre. Hace un tiempo lo visité en la cárcel y no me contó nada. Se me quedaba mirando y dos gruesas lágrimas recorrían su rostro. Con los ojos vidriosos como si me fueran a hablar. Anduve averiguando por aquí y por allá. Entrando en bares de mala muerte, y siempre queriendo develar... Lo último que me enteré es que está como custodio del faro el prefecto Anchorena, amigo de mi padre y dos almas en pena que rondan por el ala norte y ala sur pasando la restinga — dijo. —Mi tío me adelantó algo, historias que se cuentan alrededor del faro, algunas deben ser verdad y otras mentiras. En pocos días revelaremos los secretos y estarás más tranquila —dijo, quitándole importancia al asunto. —Fátima ¿subimos a desayunar? me parece que tendremos una mañana hermosa. —¡Sí, querido! me arreglo y vamos, ¿no viste mi espejito y la polvera de plata? —No, querida. —Ya la encontraré. Vamos subiendo. El desayuno se podría denotar como rutinario, salvo por sus miradas que decían más que sus ojos. Un aire que sobrevolaba a su alrededor, los implicaba, desnudaba sus miedos y, las respuestas con las que no querían encontrarse. Las gaviotas revoloteaban iracundas en proa y popa buscando restos de comida que dejaban los pasajeros. Y las más atrevidas, sacaban las galletas de la mano extendida de Fátima para su asombro. La quilla del barco cortaba el mar como mantequilla caliente. Un centenar de delfines danzaba y una ballena franca, pasó a saludarlos. El faro era divisado por el capitán en sus catalejos de bronce. Las aguas se agitaban mortecinas en el mar de Hoces o pasaje de Drake. Era un tormento de sal, decía. Tuvieron que varar el barco con gruesas sogas lejos de la restinga. Y unos marineros a remo y coraje llevaron a la feliz pareja hasta los pies del faro. Con la promesa de que en unas semanas lo pasarían a buscar, después de terminar su derrotero con la visita de los ocupantes de la Antártida. Desembarcaron a trescientos metros de la costa por medio de intrépidos marineros que le dejaron provisiones para quince días: agua fresca, su equipaje y una maleta grande de cuero. El primero en divisar a los visitantes fue el prefecto Anchorena. Mirando por el catalejo el vidrio le devolvía una imagen joven, angelical. Lo sorprendió que una mujer posara sus pies en ese paraje perdido en los tiempos y los confines de las tierras. Bajó la vieja y oxidada escalera caracol con una cojera que lo acompañaba desde hacía bastante tiempo producida por un terrible resbalón en el ala norte del faro en una mañana de bruma donde las piedras resbaladizas casi termina con su vida. Colgando del abismo sacó fuerzas de donde ya se habían ido, y logró con cierta dificultad volver al Faro San Juan Salvamento. —Me presento, soy el prefecto Anchorena, único personal encargado del faro —arguyó acomodándose el saco naval descolorido. La primera en hablar fue Fátima, tenía unas ganas incontenibles de trenzarse en un diálogo interminable. —Hola, soy la hija del prefecto Ramírez, y mi compañero el Señor Wilson, en realidad mi novio — refirió. El viejo cuidador del faro trastabilló y sentándose sobre una piedra, no salía de su asombro, envuelto en estupor. —¿Cómo dijo señorita?… ¡usted… es la niña del prefecto Ramírez!, cuénteme de su padre. Perdón, qué descortés soy, ¿gustan pasar al interior del faro? —Sí, gracias estamos exhaustos y hambrientos, además el barco pasará dentro de dos semanas y tendremos mucho para charlar —comentó Fátima. —¡Qué alegría me dan! les voy a acondicionar el único cuarto que tengo. Y yo dormiré en el ático. ¡Entren, no sean tímidos! — dijo el prefecto. El aire y el sol marino se colaban por las rendijas, sus rostros bañados de inocencia entrarían en un portal del que ya, no habría retorno. —Sí, lo seguimos prefecto — acotó Wilson. Cuando la pareja se introdujo en el faro se produjo una sensación rara, no descriptible con simples palabras; como si una horda de espectros atravesara sus cuerpos a través de los haces de luz que se colaban por las rendijas. —¿Sentiste algo… como sombras que se mueven a nuestro lado? —susurró Fátima. —¡Sí!, me pasó lo mismo —dijo Wilson. —Suban, ya les preparé el cuarto. Está un poco desordenado, pero con la mano de una mujer, quedará todo en su sitio, después guardamos la maleta y los víveres —acotó el prefecto. —Gracias, no se moleste, lo limpiaremos. Mañana charlamos —comentó Fátima. El día estaba concluyendo. La pareja trapeó y acondicionó el dormitorio con los seis catres enfrentados en dos hileras apiladas; donde, hacía mucho tiempo había dormido su padre. La noche fue movida. Se escucharon ronquidos profundos y armónicos del prefecto. Sumado a los sonidos del viento y, el faro no dejaba de oscilar. Había otros ruidos cuyo origen era incierto. Durmieron con los ojos entreabiertos, abrazándose temblorosos. Las primeras luces del amanecer vislumbraron un paisaje desolador, miles de sombras en el interior del faro se ocultaron y, sin más desaparecieron. El tañido característico de la cojera del prefecto delató su presencia. Irrumpió en el desayuno. Viéndolo a contraluz su fisonomía se diluía como si se reflejara en otra dimensión. La pareja tuvo temor de que el secreto, guardado entre siete llaves, fuera verdad. —Niña, ¿me contarías de tu padre?, ¿cómo está? — preguntó el prefecto. —Es una historia larga de contar, se la iré resumiendo; mi padre cuando volvió a Buenos Aires era otra persona, casi no lo reconocí. Estaba triste, encerrado en sus problemas y discutía mucho con mi madre. En un arrojo de locura la mató. Vengo a buscar respuestas. Ése es el motivo de mi viaje —convino Fátima. —No soy de mucha ayuda niña, nunca vi nada. Sé que todos los que estuvieron en el faro algo les pasó. Rudolf se mató en las restingas. Dicen que escuchaba voces que tenía que asesinar a tu padre... y, por eso tu padre se volvió con ustedes. Y hay dos colegas que nunca más, vi. Velázquez y Luchiano. Pero hablemos de algo más lindo. ¿Qué les gustaría comer en el almuerzo?, tengo pescado fresco y harina —dijo. —Nosotros trajimos verduras y frutas pensando que hace tiempo que no la degusta— acotó Wilson. —¡Qué lindo gesto, Wilson!, ¿por qué no disfrutan de un paseo por la playa? — refirió. —¡Sí!, le tomamos la palabra y, vamos saliendo querida — dijo. Comenzaron a caminar…. Bajaron a la playa cerca del cangrejal. El viento movía la hermosa cabellera de Fátima. Wilson con un caminar estoico rompió el silencio. —Amada, ¡creo que las respuestas que venias a buscar ya están develadas! y no me aventuraría a preguntar nada más — acotó.
0 Comentarios
Deja una respuesta. |
Archivos
Marzo 2024
Categorías
Todo
|