[...] Un silencio invadió la playa hasta las olas dejaron de romper. Sólo un susurro desde mar adentro, se oyó. Una voz lánguida: la historia se repetirá) [...] Carlos Segovia Monti - San Juan Salvamento San Juan Salvamento Carlos Segovia Monti (Argentina) 6 Un silencio invadió la playa hasta las olas dejaron de romper. Sólo un susurro desde mar adentro, se oyó. Una voz lánguida: la historia se repetirá. Wilson y Fátima continuaron caminando tratando de sacarle importancia al asunto. Tomaron el sol de la mañana y se trasladaron varias leguas internándose en unas cuevas, en la penumbra vieron una figura sentada. Wilson se adelantó dejando a resguardo a su amada. Caminó sigiloso, casi torpe y al acercarse divisó la imagen que se iba develando. Emitió un sonido agudo y no tuvo respuesta. Al encontrarse a la par, la imagen se corporizó y lo miró. Levantando la cabeza y apretando el rosario, habló:
—Sabía que en algún momento me vendrías a buscar, parca —concluyó Luchiano. —No, señor, se está confundiendo. Soy Wilson, la pareja de Fátima, la hija del prefecto Ramírez —dijo. Los ojos de Luchiano se iluminaron. —¿El prefecto Ramírez? ¿Cuántos años que no tengo noticias de él?, ¿vino con usted la hija? —gimoteó. —Sí, ¡ven querida, encontré un conocido de tu padre! —dijo. Fátima entró a la cueva. — Señor, ¿cómo se llama? —preguntó mirando al hombre con curiosidad. —Luchiano, vine del Piamonte muy cerca de Suiza. Traje este rosario de Roma, que me ha salvado de las ánimas y algunos otros entuertos. Les voy a contar. Vi al ruso cuando se suicidó para acallar las voces que tenía que matar a tu padre. Después asistí a la desaparición de Anselmo con el kayak cuando un ánima salió de lo profundo de las aguas haciéndole perder el remo. En las mañanas límpidas todavía se puede divisar, entre dos grandes témpanos, el kayak con su figura atrapada —dijo. —A la otra persona que estaba con usted, ¿la sigue viendo? —preguntó Wilson. —Velázquez, el bandeirante, salimos juntos del faro pero tomamos rumbos diferentes. No sé si pudo sobrevivir. Nos dimos cuenta de que el prefecto Anchorena no tenía miedo a nada ni nadie, ni veía ninguna ánima, porque él, es una de ellas. Está totalmente tomado en cuerpo y alma. ¡Yo que ustedes no volvería al faro! Si quieren hay bastante lugar en la cueva y si no están cómodos nos podemos trasladar a una más lejana. Por si los busca el prefecto. No podría entrar. Soy el único que sabe a la perfección el uso de las mareas en bajamar y pleamar. La entrada está casi todo el día, tapada por las olas — dijo y tocó el rosario. —Estoy de acuerdo con Luchiano, amor. Vamos al faro, para no levantar sospechas cuando el prefecto Anchorena se duerma tomamos nuestras cosas, algunas provisiones y nos venimos a la cueva —refirió Wilson. Volvieron caminando por la playa con el sol en el poniente. Las gaviotas volaban en forma rasante. Fátima estaba muy perdida con todo lo sucedido. Tenía demasiadas respuestas, más de las que podía digerir. —Amor, no sé qué hacer… no quiero volver al faro. Ni con Luchiano. Están dementes y corremos peligro —acotó Fátima. —Bueno, al faro tenemos que volver por el momento; comemos y charlo con el prefecto mientras sea de día. Y vos juntas los bártulos, provisiones y los guardas entre las piedras de la restinga. Tratamos de dormir un poco, con los ojos entreabiertos y antes del amanecer caminamos hacia el ala sur donde no nos buscaría, es la zona inexplorada demasiado salvaje para su cojera —dijo. Volvieron y charlaron con el prefecto. Wilson le contaba sobre la playa y unas cuevas donde no encontraron nada, ni a nadie y, se volvieron. El plan estaba en curso. Fátima tomó todo lo que necesitaban (la valija con la ropa y alimentos frescos y otros enlatados), y buscó las piedras de la restinga para esconderlos. Se fueron a dormir y con el alba comenzaron la caminata explorando parte de la isla. Rocas, pedregullo, viento endemoniado con sales marinas. Se detuvieron en una gran formación de madera y observaron a un hombre sentado dentro de ella. Lo llamaron y el hombre salió aturdido del interior. —¿Quiénes son? ¿Los manda el prefecto Anchorena? —preguntó. —No, señor, soy Fátima, la hija del prefecto Ramírez, vine en busca de respuestas — arguyó. El hombre se quedó perplejo. Después de unos segundos angustiantes dijo: —Pasen a mi humilde morada. ¿Quieren comer? Tengo pescado fresco —manifestó. —Sí, señor, ¿nos podría decir su nombre?, igual creo saber quién es, ¡Velázquez! —indicó Fátima. —Efectivamente, señorita, soy Velázquez. Vi con mis propios ojos el fantasma que tenía el prefecto Anchorena dentro de su alma; junto con Luchiano no pusimos más un pie en el faro, tomamos distintos caminos y, ésta es ahora mi morada —dijo. —Le cuento —interrumpió Wilson—. Venimos de hablar con Luchiano y está vivo en el ala norte del faro, caminando unas leguas por la playa y pasando las restingas. En unas cuevas lejos del prefecto. Si quiere podría ponerse en contacto con él. —Me alegra el corazón saber que está bien y me gustaría que nos reencontráramos. Lo invitaría… su estadía en la casa haría más llevadera mi vida —refirió. —Cuentéme, ¿cómo armó solo esta estructura de madera? Y, ¿dónde sacó…? —insistió Fátima. —Está bien, señorita, y distinguido caballero, paso a contarles: hace ya como unos diez años me retiré del faro, aventurándome por el área sur. ¡Vieron qué difícil es llegar hasta acá! Me atrapó el lugar y me tapaba con unas ramas del cocotero en un improvisado refugio. Sobreviví tomando agua de su fruto y pescando. Me había traído del sótano del faro una cuerda de una pulgada y unos viejos anzuelos de alambre, un machete inglés, bidones con agua dulce y este pequeño farol. Las noches son muy frías, oscuras y tengo que admitir por miedo a las ánimas. Al tiempo, un barco se despedazó en una descomunal tormenta. Encalló a unas leguas en el extremo sur de los arrecifes. Lo vi desde mi refugio, y una mañana tomé coraje y me aventure en las gélidas aguas, trayendo, de a poco, lo que observan en mi morada. Con el armazón del barco armé la estructura y después fui colocando de a una todas las piezas de madera. Me llevó meses de acarreo cortar maderas y clavar tirantes; hasta herramientas encontré. ¿Gustan un poco de ron? —preguntó. —Gracias, Velázquez, le pediría un favor, si pudiéramos quedarnos unos días hasta que regrese el barco a buscarnos. Hablaría con el capitán si usted quisiera volver con nosotros —comentó Wilson. —Me encanta que se queden, podemos conversar y les mostraría lugares ocultos de las islas: como la selva con cascadas y, lo de volver con ustedes déjenme pensarlo —respondió rascándose la barbilla. Ya me acostumbré a esta vieja vida sin preocupaciones con la brisa del mar y dormirme con los sonidos propios de la isla. —Está bien, es una simple sugerencia, nada más —dijo Fátima. Si no le molesta, acomodaríamos los bultos en el interior de la vivienda y nos recostaríamos un rato, anoche no pudimos ni pegar un ojo por temor al faro y esas cosas extrañas que pasan ahí adentro. Los huéspedes fueron vencidos por el sueño; entretanto, Velázquez se las arregló sin hacer ruido, acomodando el desorden de tantos años en solitario, la felicidad se reflejaba en su rostro. El prefecto Anchorena los buscó sin resultados positivos, se aventuró unas leguas por el ala norte y por el ala sur caminando con dificultad por la vieja cojera que lo tenía preso en el faro. Cuando se sintió desfallecer claudicó su búsqueda, estaba desconsolado. Otra vez solo, confinado a sus recuerdos y las sombras que salían de su cuerpo y no dejaban su alma en paz. La casa de Velázquez tenía por ventanas unos ojos de buey, y el comedor estaba adornado con el timón del barco y gruesas sogas pendían del techo abovedado armado con costillas de ballena. Muchos enseres, platos de las más finas porcelanas y juegos de té; hermosas decoraciones traídas de Francia, Italia, vidrios de Florencia, alfombras de la India y un alhajero de estilo victoriano. Parecía un pequeño palacio con una vista inmejorable y comida a discreción. Los días transcurrieron entre charlas animadas y paseos enriquecedores; sintiendo el aroma del mar y degustando sus frutos: cangrejos, ostras, calamares, besugos, fueron cocidos en ollas de bronce y sazonados con vegetales de la isla. Wilson proyectaba un plan junto a Velázquez: bajar por un desfiladero entre la cerrada selva y llegar a la playa en el extremo sur de los arrecifes donde se visualizaba un promontorio que se introducía varios metros en las gélidas aguas. Observando desde lo alto de la casa de Velázquez, Wilson podía determinar el lugar exacto del emplazamiento de una gran fogata que los ayudaría a ser divisados cuando el barco retomara su viaje a Buenos Aires, y marcara el rumbo al faro y el derrotero los llevara por dicho promontorio. Una vez pergeñado el plan sólo faltaba montar guardia y esperar las mejores circunstancias para prender el fuego, pensaba Wilson.
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