Migas de pan(Payana. Parte 1) (Cielo. Parte 2) (Azul y oro. Parte 3) (Estigmas. Parte 4) (Señal de la cruz. Parte 5) (Conventillo. Parte 6) (La pava bullía. Parte 7) (Pituto. Parte 8) (Migas de pan. Parte 9) Carlos Segovia Monti (Argentina) ¡Chorotis! —gritó el guarda. Alimara se paró en el vagón comedor y caminó hacia el fuelle. Edmundo Erdosain la siguió de cerca.
Descendieron con las primeras luces de la mañana. Un terraplén de pastos altivos y más allá campo, todo era campo. Ella miró la formación y suspiró. Edmundo Erdosain dialogó con el guarda: —¿Tenemos tiempo para tomar un café? —Sí, quince minutos —dijo y se acomodó la gorra. —Ven mujer —farfulló estirando la mano. Ella adelantó un paso. La pequeña estación de estilo Inglés todavía conserva la dignidad de otras épocas, techo a dos aguas, cenefas y bancos con pequeños blasones de hierro. Una mini confitería en su interior donde se podía percibir el aroma a pinotea. Un café tirado desde la máquina a vapor imprimía un aroma exquisito. Ella se acomodó la falda y se sentó. Él hizo un gesto de reverencia. Las miradas se cruzaron. Discurrió la mano por sobre la diminuta mesa y los dedos se entrelazaron. Sin más recitó un pasaje de Macbeth: “Lo que a ellos les ha embriagado a mí me presta osadía; lo que les ha dominado, a mí me anima… ¡Eh, silencio! Es el Búho, que con su graznido da la sensación que da el carcelero con su visita nocturna a los condenados.” Ella intentó deslizar una palabra y quedó muda contemplándolo. Él se regodeó con la mirada. El guarda dio aviso de partir… Subieron, los mínimos roces le producían piel de gallina. Ella llevó para atrás su renegrida cabellera. Él tomo la libreta de apuntes y escribió: “Una flor entre muchas flores, que resplandece en una tarde callada, se inclina ante la cegada luz, enmudece ante la mirada”. Alimara se acomoda en su asiento y Edmundo Erdosain corrige el poema. Toma de su portafolio de cuero un libro y comienza a leer: “Además, aquel niño huía de los espejos porque temía que ellos conocieran el verdadero rostro de mi alma, soberbia, defensiva y aterrada. En el dormitorio había un gran espejo de tres lunas en un armario hamburgués. Debían cubrirlo con tela para que pudiese conciliar el sueño (Sí, entre las cuatro paredes de la alcoba hay un espejo, ya no estoy solo). Los espejos son insomnes y fatales. Fueron creados por Dios, junto con los sueños, para recordarnos que solo somos espejo y vanidad: por eso nos alarman”. El libro se le cayó de la mano, cabeceó y se quedó dormido. Alimara caviló entre sus pensamientos y entrecerró los parpados, al despertar, jugueteó con unas migas de pan que tenía guardadas desde el desayuno y comenzó a moldear un esbozo de cuerpo con rostro y clavó un mondadientes en el pecho de la diminuta figura. Rolando Baltes en el conventillo comenzó a retorcerse en la silla. El dolor en el pecho era insoportable, ardía como lenguas de fuego. Las oleadas eran imposibles de sobrellevar y se desvaneció sobre la mesa; su brazo derecho golpeó el teclado. Alimara estrechó sus labios con premura en la boca de Edmundo Erdosain que estirándose la rodeó con los brazos. —Hola, que forma tan maravillosa de despertarme —dijo Edmundo Erdosain. Ella hurgueteó la pestaña que se le incrustó en el ojo y sonrió.
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Marzo 2024
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